A SOLAS
Se paró un momento para descansar. Llevaba una hora subiendo
y cada vez estaba más seguro de haber equivocado el camino.
La nieve desfiguraba las formas de rocas, arbustos y sendas,
y los árboles del bosque parecían tan iguales unos a otros que empezaba a
pensar que se desviaba por lugares desconocidos, y cada arbusto oculto en el
que se hundía al pisar le iba afirmando en esa certeza.
Bueno, tampoco importaba mucho. Más o menos saldría al mismo
sitio, y conocía muy bien la orografía del
lugar.
Una vez superada una corta cuesta de muy fuerte pendiente
que tenía ante él, los árboles desaparecerían y vería con claridad la dirección
a seguir.
Diez minutos después, su mano se asía al tronco de un árbol
y conseguía superar la loma. Aún quedaban unos cuantos árboles delante suyo,
pero tras ellos clareaban ya los espacios abiertos.
Evitó mirar a lo lejos, para disfrutar mejor de la belleza
que esperaba, y se concentró en el trayecto hasta el último árbol visible.
Una vez en él, cerró
los ojos, levantó la cabeza… y los abrió de golpe, encontrándose frente a una
enorme ladera blanca, apenas salpicada por las manchas verde-oscuro de algunos
arbustos que se resistían a desaparecer bajo el frío manto.
Las grandes placas de hielo brillaban intensamente, tan solo
separadas unas de otras por irregulares regueros de nieve en polvo arrastrados
por el viento.
El espectáculo detuvo al montañero, tanto por su brusca
aparición como por su grandiosidad. Entusiasmado, abrió los brazos, como si
quisiera abrazar a la montaña, como si quisiera guardar para sí el paisaje y el
momento.
Se dio cuenta de que, efectivamente, había equivocado el
camino. Éste se vislumbraba muy lejos, a su izquierda, siguiendo una línea de
pequeñas coníferas que se adentraban como una punta de lanza en los hielos. No
obstante, la cumbre estaba más cerca, porque su ascensión había sido directa.
Notaba bajo sus pies la nieve más dura que en los metros
anteriores, pero el bastón de esquí que llevaba en su mano derecha aun se podía
clavar hasta la rueda dando un golpe seco. Además, un poco más arriba se veían
las huellas de unos crampones que cruzaban en diagonal. Todo ello le animó a
seguir subiendo.
En un momento alcanzó las huellas, y, golpeando con el
lateral de la bota, fue rompiendo las profundas rasgaduras que aquellos
crampones habían abierto en el fino hielo, consiguiendo un buen asentadero para
sus pasos sobre la dura nieve de la segunda capa. La fuerte inclinación de la
pendiente hacía que poco menos de media suela quedase sujeta en los huecos así
abiertos, pero eso era más que suficiente para mantenerse y progresar,
guardando el equilibrio con el bastón de esquí que iba clavando a cada paso por
encima del lugar donde colocaba el pie.
Poco a poco fue ascendiendo, y poco a poco fue encontrando
mayor dificultad para romper el hielo siguiendo la huella, debiendo en esos
momentos golpear repetidamente para conseguir tan sólo unos centímetros de
muesca donde el borde de la bota hallaba sujeción.
Despacio, metro a metro, continuó subiendo, notando bajo el
gorro como el sudor brotaba de su frente, por el esfuerzo y por el calor del
sol, reflejado también por la nieve. La empuñadura del bastón comenzó a
resbalarle en su mano, desnuda por llevar los guantes colgados en la cintura.
Su avance se había convertido en unos instantes en un puro proceso de
equilibrio que no le permitía detenerse ni efectuar ningún movimiento que no
estuviese destinado a la progresión.
Poco después alcanzó el hueco de un arbusto y pudo
detenerse. Como había pensado, el hielo había formado una cúpula quebradiza
sobre la planta y era fácil romperla y tener un firme apoyo para los pies.
Se ajustó la ropa, que llevaba abierta por el calor, se puso
los guantes, y pensó que era mejor desistir, ya que sin contar con el equipo
adecuado, continuar constituía una temeridad. Le afirmó en esta opinión
distinguir un metro más allá los leves arañazos de las puntas de los crampones
en que se había convertido la huella que había seguido hasta ese momento.
Se volvió, pues, dispuesto a retroceder, pero ante sus ojos
la pendiente apareció vertiginosa, mucho más resbaladiza y peligrosa para el
descenso que para la subida, siendo difícil localizar desde arriba las pequeñas
marcas dejadas por sus botas.
Por encima, la cumbre, o al menos el collado donde se
iniciaba ésta, parecían ofrecer menor dificultad y ofrecer una salida más
factible.
Por todos lados, pequeñas manchas de nieve recogidas en las
depresiones de toda una superficie ondulada, brillante y ligeramente
gris-azulada, le daban la medida del panorama de hielo firme en el que estaba
inmerso.
Un poco nervioso, movió los pies sobre el arbusto, en parte
para comprobar la seguridad del lugar donde estaba, en parte para sentir por
última vez esa seguridad antes de abandonarla para empezar la difícil pero
inexorablemente necesaria salida.
Pese a la aparente proximidad de la cumbre, la mayor
pendiente que le separaba de ella le decidió a intentar una travesía horizontal
para ver de alcanzar la lejana zona escasamente arbolada que marcaba el camino,
sobre todo pensando que cuanto más ascendiera, mayores problemas tendría con el
hielo.
Inició, pues, la marcha, con decisión, aunque también con
mucha precaución, rompiendo lo que podía la gélida superficie con el bastón, y
golpeando con el canto de la bota sobre las esquirlas levantadas por la punta
metálica.
Un metro. Dos. Cinco metros. ¡Cuán largas se hacían las
pequeñas distancias que abajo, en el valle, no tienen importancia alguna!
De vez en cuando, un trocito de hielo arrancado por un
fuerte golpe se deslizaba a gran velocidad por la cristalina ladera, y lo
seguía con la vista hasta que, mucho más abajo, comenzaba a rebotar en algunas
de las ramas que sobresalían, deteniéndose un poco más adelante en la nieve
blanda. ¡Cómo hubiera querido pisar esa nieve en ese momento! Pero más presente
que ese efímero deseo tenía la trayectoria rápida y rectilínea del trozo de
hielo, por lo que desechaba esos pensamientos y se concentraba en analizar los
próximos centímetros, en mantener los músculos en tensión para evitar los falsos movimientos que le hicieran perder
el precario equilibrio, y en cuidar la torsión del tobillo, ya un poco cansado
por el repetido golpear en una posición forzada y por la necesidad de mantenimiento
en esa misma postura mientras iniciaba los golpes con el otro pie.
La progresión seguía siendo muy lenta, y eso le preocupaba.
Quedaban una tres horas de luz, cuatro como mucho, y calculaba que eso es lo
que tardaría en llegar al camino, si no había ningún percance antes. Luego, con
el ocaso, podría descender hasta el valle abriendo huella en la nieve menos
dura, aunque fuese guiándose por la distancia entre los árboles si es que, como
era probable, el sendero hubiera desaparecido tras la nevada. No obstante, si
oscurecía, incluso eso sería difícil, pudiendo desviarse en cualquier dirección
al marchar en la oscuridad por el interior del bosque.
Además, no llevaba vestimenta suficiente. Había salido con
una camisa de franela, guantes y un ligero chubasquero, para ascender a la
cumbre por un camino que conocía, con tiempo suficiente, en condiciones
normales, para subir y bajar mucho antes de que el sol comenzara siquiera a
inclinarse hacia el horizonte. Ese equipo no le permitiría aguantar el brusco
cambio de temperatura que seguiría a la pérdida de poder calorífico del sol a
la caída de la tarde, ni al más profundo que traería la noche.
Todo eso ocurriría si conseguía llegar al camino, porque si
no lo conseguía, si la noche le alcanzaba en la helada ladera, cansado, y
apoyado precariamente sobre unos centímetros de suela .... mejor era no
pensarlo.
La caída no sería mortal, pues unos sesenta metros más abajo
los árboles lo detendrían, pero la velocidad de descenso de los pequeños y
ligeros trozos de hielo le daban una idea de la que alcanzarían sus noventa
kilos resbalando por la misma pendiente. Era seguro que se rompería algún hueso
al ser frenado por los troncos. Luego, el frío de la noche haría el resto,
porque había salido solo y nadie podía localizarle en aquel lugar fuera de toda
ruta lógica.
Por tanto, ni existía la posibilidad de un descenso
controlado, con solo un ligero bastón de esquí de punta roma, ni podía
permitirse una caída.
Había que concentrarse en el paso y en el piso, y continuar
adelante como pudiera.
Más de una vez la fuerza con que debía dar los golpes con el
bastón para levantar un poco el hielo estuvo a punto de hacerle perder el
equilibrio. Su respiración se detenía por un momento hasta que conseguía
estabilizarse, y luego un profundo suspiro zanjaba el momento, bloqueando la
mente a la idea del peligro y abriéndola sólo a la necesidad de salir de allí,
a la concentración del segundo y el centímetro inmediatos, a la conjunción de
cuerpo y espíritu para el momento próximo, como única meta.
Llegó hasta el hueco de otro arbusto donde pudo relajarse y
descansar un poco, aunque sin descuidar la atención, pues escasamente le cabían
los dos pies junto al leño sobresaliente. Flexionó un poco las piernas. Había
que seguir. Todavía faltaba mucho, pero... ¡era tan seguro aquel pequeño apoyo!
En cualquier otro momento y lugar, un hueco donde solo le cupieran los dos pies
le hubiera parecido deleznable e incómodo, y en cambio ahora se convertía en
algo tan apetecible que costaba abandonarlo.
Decidido, por fin, a avanzar, talló con el bastón una raya
que luego agrandó unos centímetros con el pie derecho, y, apoyado sobre éste,
hizo lo mismo con el izquierdo. Así una y otra vez, alejándose lentamente del
arbusto.
De pronto, la punta del bastón resbaló, y a punto estuvo de
seguir de cabeza tras ella. Había alcanzado un amenazador río de hielo de lomo
arqueado y superficie tan dura que apenas podía hacer mella. Por mucho que
golpeara no conseguía más que algunos arañazos de unos milímetros.
La masa de duro hielo recorría la pendiente de arriba abajo,
por lo que necesariamente se interponía en su camino, y habría de cruzarla sin
remedio o cambiar de dirección.
Retroceder era, así mismo, muy difícil, porque si
dificultoso había sido poner el pie en las marcas del bastón viendo donde se apoyaba,
se convertía en poco menos que imposible hacerlo echando el pie hacia atrás,
amén de que la huella que había servido para impulsar la subida no era el lugar
idóneo para soportar el cuerpo en equilibrio para la bajada.
Tampoco podía girarse para volver sobre sus pasos. Ni
siquiera podía moverse. Todo su futuro estaba apoyado en unos centímetros del
borde lateral delantero de sus botas y en la punta del bastón, colocada sobre
el hielo sin profundizar lo más mínimo.
Su mente se cegó, cubierta por un miedo áspero que parecía
impregnar, acolchar, rellenar de gris espuma todos sus sentidos, haciéndolos
inútiles. Su respiración se hizo entrecortada, y la falta de aire acentuó la
sensación angustiosa. Sus pensamientos rebotaban entre la necedad de haber subido
hasta allí y la certeza de que, por mucho que se lamentara, la situación no
cambiaba.
Y fue precisamente esta última idea la que le hizo
serenarse. Cierto era que nada se iba a solucionar teniendo miedo a lo que
pudiera pasar o reprochándose haber llegado hasta allí; tan cierto como que la
única manera de salvar la situación era volviendo a centrarse en cada
movimiento.
Respiró profunda y pausadamente para reforzar su decisión, y
el aire frío, llegando hasta lo más íntimo de su ser, barrió la oscura niebla
del temor inútil. Volvió a ver las cosas con claridad, y la pendiente volvió a
ser un lugar hermoso bajo la dura luz solar. Hermoso y terrible.
La serenidad trajo la alternativa. Ya que no era posible el descenso ni el
desplazamiento lateral hacia adelante ni hacia atrás, solo quedaba una
posibilidad: subir hacia el collado cercano a la cima. Además, con la punta de
la bota se hacía más mella en el hielo que con un lateral, y se golpeaba más
cómodamente.
Cambió, pues, de rumbo, y comenzó a ascender apoyando el
peso sobre el bastón, empotrado ante él en lo posible, y zigzagueando para
adaptarse a las zonas donde el hielo era más accesible.
A medida que subía notaba algo que podía favorecerle. La
abundante vegetación arbustiva había propiciado aquel ondulante y uniforme mar
de hielo sin apoyos, sin cornisas ni salientes. Pero ahora estaba alcanzando
una zona más alta donde incluso los arbustos desaparecen y domina el pedregal.
Y eran esas piedras en sus variadas posiciones las que hacían posible grandes
irregularidades en la superficie helada, oquedades amplias y perfiles enhiestos
flanqueados de crespones de hielo tendidos como los flecos de un estandarte.
Aumentaron los apoyos, y la ascensión se hizo más rápida y
algo más segura.
Con la cabeza gacha, a trechos levantada para vislumbrar
apenas los próximos metros a recorrer, los golpes de las botas se hicieron más
rítmicos y continuos, sobre un hielo más vertical pero menos denso, y, por
ello, más quebradizo.
Poco a poco mejoraba su situación y su estado de ánimo tras
la superación de la gruesa y dura pendiente y de la no menos gruesa
desesperación.
Junto a la abultada giba de hielo de una enorme roca se
detuvo a descansar al encontrar posadero para ambos pies, y levantó despacio la
cabeza.
La línea de cumbres estaba a penas a treinta metros, y el
blanco puro de la nieve helada contrastaba con el azul intenso del cielo, tan
intenso como solo en las montañas puede verse, en un contraste duro y limpio
que rompía los ojos y llegaba al alma.
Extasiado, permaneció mucho tiempo inmóvil, la vista al
frente y los brazos cruzados como si quisiera abrazar entre ellos al universo,
a la naturaleza y a la vida. Volvía a pasar lo que en otras ocasiones: la
montaña, inerte desde el valle, se trocaba dura, inclemente y peligrosa en la
travesía, para entregarse totalmente en la cumbre, comunicando al montañero sus
secretos de armonía y belleza, de soledad y silencio, de vida y eternidad.
De nuevo notó que su corazón se convertía en viento, piedra,
hielo y horizonte infinito, cediendo su latido a la montaña, otra vez en íntimo
contacto de identidad del hombre con la tierra.
Y el espíritu de la montaña le hizo sentirse invencible,
iniciando la subida de esos últimos metros con paso firme y espíritu decidido,
marcando un ritmo más intenso con los golpes de sus botas, impulsado por la
seguridad de andar por terreno propio.
Unos metros más, y sus pies pisaron las rocas de la cuerda
divisoria, visibles y peladas por el viento que siempre abraza a las cumbres y
que ahora le golpeó en la cara en una fría bienvenida que abría aún más las
puertas de otro mundo.
Al otro lado, la pendiente era menos fuerte, aunque igual de
helada, pero nada parecía ser ya un problema.
Sin detenerse, sintiendo más el frío por la liviandad de su
equipo y por el enfriamiento del cuerpo sudoroso, caminó por la línea crestera
siguiendo las quebradas superficies rocosas, hasta que alcanzó el lugar donde
habitualmente llegaba el camino; ese camino, tan anhelado solo una hora antes,
se ofrecía en esos momentos ante él por completo cubierto de nieve, pero
marcando claramente una senda segura para el regreso.
Un paso adelante, y el tacón se clavó cómodamente en el
hielo con un crujido; luego avanzó el otro pie.
Así, un paso tras otro, arropado por el sonido quebrado de
la nieve dura, inició el descenso.
Volvería a la cumbre. Seguro.
Siempre se vuelve cuando se lleva la montaña en el corazón.
Alfredo
Vílchez
A ti, que en alguna parte del mundo no te dejaron nacer,
quiero dedicarte la gran ilusión que nos llenó
cuando supimos que tendríamos un hijo.
A ti, quiero dedicarte la emoción
de tener en mis brazos, por vez primera,
el principio de otro ser que nos cambiaría para siempre.
A ti, quiero dedicarte el sonido alegre de su voz
si, al jugar, le alzaba hacía el sol
como una ofrenda milagrosa.
A ti, quiero dedicarte el sufrimiento en su enfermedad,
la magia en sus ojos el día de Reyes,
la ayuda cómplice en los caminos desbocados de su imaginación.
A ti, quiero dedicarte la duda en el consejo adecuado
y la frustración cuando, abriéndose al mundo,
decida ignorar nuestras palabras.
A ti, quiero dedicarte el dolor y la angustia al alejarse de nosotros por los caminos de su existencia,
pero también el inmenso gozo de encontrarlo de nuevo en la revuelta de su sendero,
con una limpia y gran sonrisa que volvió a llenar de dicha nuestra ya larga travesía por el mundo.
A ti, que en alguna parte no te dejaron nacer,
quiero dedicarle la suerte de ser quienes somos
porque una mujer, mi madre, si me quiso a su lado...
... y porque otra mujer, la madre de mi hijo,
miró a las estrellas con alegría
cuando abrimos la puerta a una nueva vida.
@Alfredo Vilchez
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