poemas de mayo 2020



Se alzó el oro desplegado entre las manos de gente sin miedo que hacían ondear su alegría;
en los ojos de gentes pacíficas que repudiaban la violencia;
en las sonrisas de quienes cantaban a la libertad sin coacciones;
en los gestos de quienes se negaban a ser considerados manada y hato;
en las palabras que rechazaban la mentira, la indignidad, la intriga y el engaño.

Y junto al oro, en una urdimbre permanente,
flameaba también el rojo sangre del recuerdo de los que han muerto en la indiferencia,
en el abandono, en el desprecio arrogante de quienes parecen creer que serán eternos.
Banderas de esperanza llenaron las calles sin que la ciudad sufriera,
y fue un espléndido sábado de mayo
para soñar con la ilusión y el optimismo.

@Alfredo Vilchez








En las primeras horas de cada madrugada
se me agolpan las palabras en tumulto
queriendo hacerse presentes, ver la luz,
para hacer estallar el universo,
para cantar la vida y llorar la muerte,
para alzar la voz ahora reprimida,
para abrir paso a un futuro de libertad
que va diluyéndose en la niebla oscura
de la mentira permanente y aplaudida.

Luego,
cuando les pongo delante el campo blanco
donde pueden correr para expresarse,
una a una se encogen de tristeza
al encontrar inexplicables los silencios,
y pierden la firmeza de su trazo,
dejándose caer con desaliento
en un texto gris y sin sentido.

Llegará la hora de que se alcen los clamores
y la estrofa sea grito de esperanza,
pero aún queda desterrar alguno miedos
y que se abran nuevos despertares.

Queden por hoy sin brillo algunos versos

@Alfredo Vilchez




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SUEÑOS DE CUARENTENA
SUEÑO NÚM.47 (9 DE MAYO DEL 2020)


Nueve de mayo. Quincuagésimo séptimo día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, DOSCIENTOS veintitrés contagiados, y veintiseis mil trescientos muertos, —cifras oficiales, por supuesto— (porque se dice que las cifras reales casi llegan a cuarenta mil, y hay un exceso de maquillaje en las oficiales. De hecho, un estudio de la Universidad Carlos III lo sitúa en 45.000). ¡Como para no tener miedo!

Quizá ha podido ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se han ido sucediendo. Al menos un tiempo de cada jornada espero que hayan sido la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que siempre llevan las buenas palabras.

Calculé que estaríamos arrestados una sesentena, prescindiendo de lo que pudiera decidir el gobierno, y por tanto he podido tener previstos “Sueños” para ese periodo, pero quizá, vista la frenética actividad que se ha destapado con el último permiso, ya no se tenga tiempo ni necesidad de entretenerse “soñando”. MAÑANA SERÁ EL ÚLTIMO “SUEÑO”.

Un saludo, en el permanente recuerdo a cada uno de los que nos han dejado

    @Alfredo Vílchez

 Cuarentena nº 47
En homenaje al personal sanitario  que en los Centros de Salud constituyen la primera y peligrosa línea frente a la pandemia; a quienes en los hospitales recogen el testigo y aplican el remedio, jugándose también la vida para proteger la nuestra; a quienes transportan o expenden los productos que necesitamos para nuestra alimentación o salud; a quienes realizan la indispensable tarea de recoger nuestros residuos (tantas veces olvidados); a quienes protegen la ciudad y las personas, y a la inmensa mayoría del pueblo español que está aceptando el encierro con madurez y juicio.
Nueve de mayo. Quincuagésimo séptimo día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, DOSCIENTOS veintitrés contagiados, y veintiseis mil trescientos muertos, —cifras oficiales, por supuesto— (porque se dice que las cifras reales casi llegan a cuarenta mil, y hay un exceso de maquillaje en las oficiales. De hecho, un estudio de la Universidad Carlos III lo sitúa en 45.000). ¡Como para no tener miedo!
Quizá ha podido ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se han ido sucediendo. Al menos un tiempo de cada jornada espero que hayan sido la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que siempre llevan las buenas palabras.
Calculé que estaríamos arrestados una sesentena, prescindiendo de lo que pudiera decidir el gobierno, y por tanto he podido tener previstos “Sueños” para ese periodo, pero quizá, vista la frenética actividad que se ha destapado con el último permiso, ya no se tenga tiempo ni necesidad de entretenerse “soñando”. MAÑANA SERÁ EL ÚLTIMO “SUEÑO”.
Un saludo, en el permanente recuerdo a cada uno de los que nos han dejado
     Alfredo Vílchez



El abanico

Como deseaba escrutar el corazón de mi novia —díjome Sandalio Aguilar, en la terraza del Casino, en la hora propicia a las confidencias, cuando los acordes de la orquesta se desmayan en el aire, aleteando débiles, a manera de fatigadas mariposas—, y en las conversaciones de amor casi todo es mentira, decidí practicar una experiencia que me ilustrase. No había asistido ella nunca a una corrida de toros. ¡Su tía la educaba con tal rigidez...! Compré un palco, y las invité galantemente. La tía transigió, convidando a su vez a unas amigas que la ayudasen a llevar, según ella decía, el peso de la «cesta». Me senté en el ángulo del palco, al lado de mi Bertina (ya sabe usted: Albertina Laguarda, hoy marquesa de Lucientes). No, no crea usted que me he interrumpido porque me corte el habla ninguna emoción. Es que la noche empieza a refrescar, y yo tengo unos bronquios que todo lo notan en seguida. ¡Ejem!... Y Sandalio tosió con la precisión y la pulcritud que le caracterizan, aplicando a la boca un fino pañuelo, fragante, de amplísima orla. —Bien; ya hemos pagado el tributo irremisible a la señora tos... Quedamos en que me instalé a la vera de mi novia, que por cierto estaba guapísima con su mantilla blanca de encaje rancio. Llevaba un traje rosa salmón, o más bien, rosa carne, escotado, y la juguetona blonda confundía de un modo delicioso los tonos similares de la tez y de la vestidura. Sobre su pelo castaño y fosco, que el sol rafagueaba de oro viejo, un manojo entero de clavelones enormes, de ese matiz indeciso que no es rojo ni rosa y que al remate de las hojas se cambia en gris argentado, se erguía provocativo, dentro del medio canalón de la peinetaza de carey. No llevaba guantes, y su manita, cuajada de sortijas, relucía al manejar el abanico, un gran pericón manileño sembrado de flores extravagantes, imposibles. La aureola de la mantilla, haciendo sombra a frente y sienes, profundizaba sus ojos atrayentes e insondables... En fin, era necesario tener mi calma, mi espíritu analítico, para no olvidar completamente que se trataba de una experiencia de psicología, de que impresiones fuertes e inesperadas descubriesen algún rincón del alma de una mujer destinada a ser toda la vida mi amante compañera... Me dediqué, solícito, a explicar lo que allí iba a suceder, y desde el primer momento sufrí una decepción: Bertina sabía perfectamente los mínimos detalles de la fiesta nacional. Periódicos y conversaciones la tenían bien enterada. ¡Cualquier enseña nada nuevo a nadie en la época presente! No quedan divinas ignorancias. Me sentí contrariado de veras. ¡Qué iniciación me perdía!... Mi amor propio sufrió involuntariamente. ¡Cuánto placer en el capullo cerrado, cuánta delicia en rasgar el velo...! Para más mortificarme, trocándose los papeles, ella misma, experta por intuición, me iba guiando a mí... —Ahora es lo más lucido: el despejo de la plaza y salida de la cuadrilla. ¡Qué precioso! Ahí vienen Sombrerito Chico y El Pajel, con unos andares... Los trajes me encantan. Un ascua de oro el de Pajel y una pura filigrana de plata el de Sombrerito. Visten mejor que nosotras... El Pajel es muy elegante, muy esbelto. De cara morena... Es chistosa su cara... —De cerca, picado de viruelas, con cada agujero así —advertí, porque a ningún novio le hace maldita la gracia que su novia ensalce a otro hombre—. Un tío más bruto que un cerrojo. Si le zamarrean, echa bellotas. —¡Bah! De cerca creo que no habrá muchas ocasiones de contemplarle —respondió Bertina, riendo coquetamente, penetrando mi intención con agudeza de mujer—, por más que a él y a los de su cuadrilla me los encuentro en la calle vestidos de corto y me echan chicoleos. ¡Ay!... Mira: acaba de entregar el capote de paseo a Félix Nieva... Son muy amigotes. —Veo que estás informadísima... —¡Ah, el toro! —exclamó vivamente. La fiera, que había salido corriendo, se plantó en mitad de la plaza. Era un bicho negro, poderoso, que parecía modelado por Benlliure. Sus astas, finísimas en la punta, curvadas con brío amenazador, contrastaban con la cabeza estúpida, casi dulce, casi pacífica. La ferocidad vendría a su hora, cuando hubiesen acosado a la res, desgarrado su piel, acribillado su carne, inflamado su sangre, excitado su desesperación, hinchando sus pulmones con la queja cavernosa del mugido; pero en aquel instante, sorprendido y deslumbrado, molestado sólo por el picotazo de la divisa, el toro no sentía más que extrañeza y la nostalgia con que el instinto le recordaba los frescores de la dehesa, los aromas de los pastos, el borboteo del agua del arroyo... Iba a comenzar la faena de caballos. Allí esperaba yo a Bertina. Espiaba, en el lago pérfido de sus pupilas, la agitación de la sensibilidad. Por mucho que se la hubiesen explicado, la suerte de varas tiene siempre lo imprevisto y brutal del espectáculo cruento; la sensación material es nueva necesariamente, aunque la inteligencia la haya razonado de antemano. Rígidos, terciada la pica, los varilargueros esperaban la embestida de la fiera, que, después de recorrer a escape el redondel dos o tres vueltas, distraída y desdeñosa, se fijó, por fin, en aquellas macizas estantiguas ecuestres, en los famélicos bultos que las soportaban, y cuya línea angulosa, desvencijada, se exageraba caricaturesca en la proyección de sombra. Resopló el toro, partió como un rayo, y mientras la puya se le hincaba en la carne, rasgó él con la aguda cuerna el arca del vientre del caballo... Brotó de la rasgadura larga, humeante, todo el paquete intestinal; fiemo y sangre, en hedionda mescolanza, se emplastaron en la arena; las patas del caballo, al querer arrancar en espantada huida, se enredaron en el revoltijo de tripas colgantes, y lo pisotearon y despedazaron, sacudiendo trozos y piltrafas; el jaco, vacío, titubeó, tembló convulsivo sobre sus cuatro remos, y en tanto que el picador se zafaba pesadamente, tumbose desplomado, mascando el aire con bascas de agonía... Fijamente miraba a Bertina yo. Su perfil, de entre las ondas de la mantilla, salía acentuado, como adelgazado por una contracción nerviosa. Las alas de su nariz delicada, palpitaban, y sus mejillas eran dos hojas de magnolia, recién abierta, tersas y blancas, que jamás ha regado el rocío... Es indudable que siente —pensé al pronto—. Es el horror lo que hace aletear su corazón y albear su tez. Va a volverse y a decirme que no la traiga más a esta carnicería. Volvíase Bertina, en efecto. Su rostro, al buscar el mío, sonreía, con travesura deliciosa, con una mezcla de queja y mimo, de resignación y chuscada, que desafiaba el pincel del retratista más expresivo. Y su mano, cual relicario de anillos de pedrería, engaste de la joya más valiosa aún de los deditos ebúrneos y las uñas rosadas, alzaba airosamente el abierto abanico madrileño, poniéndolo como un biombo ante la vista del cuerpo de la sardina despanzurrada, y dejando, a la parte que el país exornado con extravagantes flores no interceptaba, libre el campo para contemplar ávidamente cómo El Pajel iba a parear: una galantería al público, un rasgo de condescendencia del diestro... —De estas cosas feas, lo mejor es defenderse con el abanico —murmuró, traduciendo a su manera la pregunta de mis ojos—. Porque no viéndolas, ¿verdad?, es lo mismo que si no las hubiese...

—¿Te basta a ti con el abanico? —respondí en el mismo tono confidencial y afable. —Claro que sí... Ya no se ve ese asco —afirmó, acercando a su nariz el esenciero, que con otros dijes minúsculos colgaba de su cadena de oro. Me precio de prudente, de hábil, y tardé aún seis meses en retirar de un modo suave e insensible mi candidatura a la mano ensortijada de Bertina. En este tiempo pude cerciorarme de que el sistema del abanico lo aplicaba a todos los casos posibles. Tapar, tapar, que ojos que no ven, corazón que no quiebra... ¡Y yo no quiero un corazón que se regula por la materialidad de los ojos! —No estaba usted enamorado de Bertina —objeté—. Si lo estuviese, prescindiría de estos tiquis miquis; y aun sin estarlo, debió usted comprender que su actitud era eminentemente social. Nadie hace otra cosa. No se mira lo que no puede evitarse. La sociedad esgrime un abanico inmenso.

La Adopción

El hombre, sin ser redondo, rueda tanto, que no me admiró oír lo que sigue en boca de un aragonés que, después de varias vicisitudes, había llegado a ejercer su profesión de médico en el ejército inglés de Bengala. Dotado de un espíritu de aventurero ardiente, de una naturaleza propia de los siglos de conquistas y descubrimientos, el aragonés se encontró bien en las comarcas descritas por Kipling; pero las vio de otra manera que Kipling, pues lejos de reconocer que los ingleses son sabios colonizadores, sacó en limpio que son crueles, ávidos y aprovechados, y que si no hacen con los colonos bengalíes lo que hicieron con los indígenas de la Tasmania, que fue no dejar uno a vida, es porque de indios hay millones y el sistema resultaba inaplicable. Además, aprendió en la India el castizo español secretos que no quería comunicar, recetas y específicos con que los indios logran curaciones sorprendentes, y al hablar de esto, arrollando la manga de la americana y la camisa, me enseñó su brazo prolijamente picado a puntitos muy menudos, y exclamó: —Aquí tiene usted el modo de no padecer de reuma... Tatuarse. Allá me hicieron la operación, muy delicadamente. —Pero los indios no se tatúan —objeté. —¡Los indios, los indios! Hay gran variedad de ellos, y se conservan todavía las tribus autóctonas que los arianos encontraron cuando hicieron su irrupción y que jamás han logrado vencer, ¿lo oye usted?, porque los tales salvajes son... muy aragoneses. Se han retirado los infelices a una meseta pantanosa, donde los mosquitos de la fiebre les garantizan la independencia, y allí se resisten como pueden a ser absorbidos, primero por los adoradores de Brahma o Buda, y ahora por los luteranos. Ellos tienen sus divinidades, sus creencias, sus ideas, y no se mezclan con los vencedores. ¡Si viese usted cómo los tratan éstos! ¡Qué muro, entre los Klondos y las castas superiores! ¡Cómo les han degradado! La idea corriente es que el contacto de los sometidos mancha, corrompe, que su sombra impurifica el agua. Sólo se les llama cerdos y carroñas. No se les permite ni aprender a leer, ni vestirse sino de andrajos, ni construir una casa cómoda, ni beber en cacharro nuevo, sino que primero lo han de desportillar. ¿Qué más? ¡Lavarse les está prohibido! —La humanidad —asentí— parece la misma en todas partes... Sin embargo, nosotros los españoles nunca hemos degradado al vencido. No hemos hecho castas. Eso hay que reconocérnoslo.

—¡Ah! ¡Pues allí, la noción de raza superior y de casta superior es tremenda! Le contaré un caso... Usted sabe que, cuando se condena a una raza o a un ser a la ignominia, involuntariamente se teme que esa raza o ese ser desarrollen una especie de fuerza maléfica, dañando en la sombra por ocultas artes. Así se ha supuesto de las brujas y aun de los judíos. ¿Qué ha de hacer el paria, que casi está fuera de la humanidad? Vengarse: transmitir contagios, lanzar ojeadas funestas y acaso, de noche, transformarse en tigre o serpiente y salir al camino de brahmín o del guerrero para devorarle, quebrantar sus huesos y destilar ponzoña en su venas. A los niños, a la esperanza de la raza opresora, los parias envían la viruela o alguna de esas misteriosas enfermedades que se atribuyen al aojamiento, pues no se explican por causa natural... Mi profesión, el crédito ganado en ella, fue motivo de que visitase la residencia de una aristocrática señora llamada Kandyra, viuda de un rajá, a la cual los ingleses salvaron del célebre sacrificio vidual, ya casi caído en desuso. Kandyra era en su país una rica hembra llena de orgullo; no hubiese titubeado un punto ante la muerte, y hubiese subido a la hoguera con la frente alta, rehusando el brebaje insensibilizador, de datura y opio. Pero era madre; tenía tres hijos cuando la conocí, y las madres no son nunca enteramente fuertes ni enteramente altivas. Hay un punto por donde flaquean. Cierto día me avisaron para que viese al mayor de los muchachos, de unos seis años, y desde que entré comprendí que no tenía remedio. Hice lo posible para consolar a la madre, y cuando el chiquillo exhaló el último aliento, la señora, en vez de acusarme, me advirtió que ya sabía de antemano que yo no podía curar a su hijo..., porque estaba hechizado. —He tropezado —prosiguió trémula de dolor— con una de esas mujeres de la casta inmunda, habitantes de los charcos, una koregaresa... Me paseaba con mis niños al borde del río, aspirando el fresco del agua, cuando vi, entre unas cañas, muy cerca, a la maldita, que
nos fijaba, que nos enviaba su fétido aliento... La cerda estaba criando; de su seno, colgante y negruzco, pendía su retoño, que lo chupaba ansiosamente. Mis servidores la quisieron alejar: «¿No sabes —la dijeron— que debes guardar siempre una distancia de noventa varas cuando pasa un noble?». Y uno de ellos, con una pértiga, desde lejos, la golpeó. El muñeco rompió a llorar... ¡Qué amenaza en los ojos de la impura, de la que come viandas sangrientas! En vez de huir, se acercó más; llegó a tocar a mi hijo con su mano infame... Al día siguiente, mi hijo enfermaba... ¡Yo sabía que tus medicamentos no le salvarían! En vano combatí la supersticiosa idea. Pasó una semana y me avisaron para el hijo segundo de Kandyra. No pude menos de sentir alguna preocupación al ver que se moría, lo mismo que su hermano, de meningitis fulminante. La madre se retorcía en el suelo; al quererla auxiliar, sus lágrimas candentes abrasaban las manos donde caían. —¿Lo ves, extranjero? —repetía—. ¿Lo ves? Así que el enfermito no dio señales de vida, la madre, alzándose solemne y grave, me suplicó: —No me queda más que uno ya. Es preciso que no muera, y el único medio es llamar a esa carroña vil y que deshaga el conjuro; que adopte a mi hijo... ¿Quieres encargarte de traer aquí a la maldecida? No me atrevo a fiar esta comisión a los sirvientes. ¡Sentirían horror! ¡El heredero del rajá de Visapura adoptado por la koregaresa! ¡Mamando de su leche inficionada! ¡Ah! ¿Por qué no me habrán permitido subir a la hoguera, acompañar a mi esposo? En fin, ve tú, extranjero, tú que no temes al contacto de ningún nacido. —Claro que no lo temo —respondí, aprovechando la ocasión para moralizar un poco—. Esa koregaresa, y tú, Kandyra, y yo, el cristiano, somos lo mismo: somos hijos de un mismo Padre. La respuesta a mi homilía fue una mirada inexplicable de hondo, de terrible desprecio... Al punto trató de corregirse, humilde, y me imploró: —Espero en ti... Salva a mi niño de pecho. ¡Si él se muere, no viviré yo!... ¿Qué quería usted que hiciera? Cumplí el cargo y busqué a la mujer a quien tanto temía Kandyra. No fue fácil al pronto dar con ella, porque se había retirado hacia su montaña natal, temerosa, sin duda, de las iras de la poderosa dama. Gracias a las noticias de algunos pescadores ribereños pude descubrirla, y gracias a algunas dádivas, decidirla a acompañarme. No he visto jamás cosa más repugnante que aquella hembra. La higiene en los países cálidos es el baño, y como a estos parias se les prohíbe contaminar los ríos, el hábito de la suciedad ha venido a ser naturaleza en ellos. La maternidad, siempre tan hermosa, parecía en ella repulsiva, y el niño que se agarraba a su pecho tenía los ojitos llenos de moscas, que la madre ni aun se cuidaba de apartar con la mano. Sostuve una lucha para obligarla a asearse un poco y a limpiar a su crío, y después de varias fricciones, la humanidad reapareció en las dos caras semibestiales, de pómulos salientes y párpados oblicuos, porque estos pueblos, anteriores a la llegada de los arianos, son realmente mongoles. Después de la toilette, nos dirigimos a casa de Kandyra. La altiva dama recibió a la koregaresa con una sumisión, una dulzura, que me asombró... Es decir, no debiera asombrarme: ¡era madre Kandyra! Colmó de obsequios a la salvaje; la regaló arroz, aceite, rupias de oro, un collar de cobre, que estas tribus estiman mucho, y hechas las paces, aplacado el numen, la tendió el niño de seis meses, ¡el único que quedaba vivo!, para obtener el supremo favor, lo que había de prevenir toda desdicha y todo mal: la adopción por medio de la leche... La cara de sufrimiento de Kandyra cuando su hijo llevó la boca al seno inmundo, al seno infecto, no puede describirse: ¡era un poema! En cambio, la salvaje se ufanaba, se engreía. Aquella criatura había dejado de pertenecer a la raza superior, a la de los amos y vencedores. Por la leche y la adopción, por una pulserilla de hierro que acababa de ceñirle al puño, el pequeñuelo aristócrata, de dorada y fina piel, estaba bajo la protección de la diosa tutelar de la tribu vencida —la gran Tari Loha, la sanguinaria—. Y la koregaresa, dirigiéndose al hijo de Kandyra, repetía: —¡Ya eres nuestro! ¡Ya eres koregar...! —¿Y vivió ese niño? —pregunté curiosamente. —Vivió y vive... Es el rajá de Visapura... Su madre sí que no tardó en morir, agobiada por el horrible secreto de que el futuro rajá era un paria...

Aire

Tenemos otra loca; pero ésa, interesante —díjome el director del manicomio, después de la descorazonadora visita al departamento de mujeres—. Otra loca que forma el más perfecto contraste con las infelices que acabamos de ver, y que se agarran al gabán de los visitantes, con risa cínica... Y figúrese usted que esta loca está enamorada...; pero enamorada hasta el delirio. No habla más que de su novio, el cual, por señas, desde que la pobrecilla ha sido recluida aquí, no vino a verla ni una vez sola... Si yo creo que esta muchacha, suprimido el amor, estaría completamente cuerda. Verdad que
lo mismo les pasa a muchos mortales. La pasión es quizá una forma transitoria de la alienación mental, desde que nos hemos civilizado... —No —contesté—. En la Antigüedad precisamente es donde se encuentran los casos característicos de pasión: Fedra, Mirra, Hero y Leandro... —¡Ah! Es que ya entonces estaba civilizada la especie. Yo me refiero a épocas primitivas. —Sabe Dios —objeté— lo que pasaba en esas épocas, de las cuales no nos han quedado testimonios ni documentos. Lo indudable es que el sufrir tanto por cuestión de amor es uno de los tristes privilegios de la Humanidad, signo de nobleza y castigo a la vez... ¿Se puede ver a esa muchacha? —Vamos; pero antes pondré a usted en algunos antecedentes... Ésta es una joven bien educada, hija de un empleado, que se quedó huérfana de padre y madre y tuvo que trabajar para comer. Se llama, deje usted que me acuerde, Cecilia, Cecilia Bohorques. Quiso dar lecciones de piano, pero no era lo que se dice una profesora, y por ese camino no consiguió nada. Pretendió acompañar señoritas, y le contestaron en todas partes que preferían francesas o inglesas, con las cuales se aprende... ¡sabe Dios qué! Entonces, la chica se decidió a coser por las casas, y en esta forma ya encontró medio de vivir: dicen que tiene habilidad y gracia para la cuestión de trapos... Se la disputaban y la traían en palma sus clientes. De su conducta todo el mundo se deshacía en alabanzas. Entonces la salió un novio, el hijo del médico Gandea, muchacho guapo, algo perdido. Amoríos, vehementes, una novela en acción. Según parece, el muchacho quería llevar la novela a su último capítulo, y ella se defendía, defensa que tiene mucho mérito, porque, repito, y los hechos lo han demostrado, que se encontraba absolutamente bajo el imperio de la más férvida ilusión amorosa. Una de las señales que caracterizan el poderío de
esta ilusión es el efecto extraordinario, absolutamente fuera de toda relación con su causa, que produce una palabra o una frase del ser querido. Dijérase que es como palabra del Evangelio, que se graba indeleblemente en los senos mentales, y de la cual se deriva, a veces, todo el contenido de una existencia humana ¡Extraño dominio psíquico el que otorga la pasión! El novio de Cecilia, al final de las escenas en que él solicitaba lo que ella negaba dominando todo el torrente de su voluntad rendida, solía exclamar en tono despreciativo: —¡Tú no eres nadie; eres más fría que el aire! Con su asonamiento y todo, la frasecilla acusadora se clavó como bala bien dirigida dentro del espíritu de la muchacha, y allí quedó, engendrando un convencimiento profundo... Ella era, seguramente, aire no más... Lo repetía a todas horas —y ésta fue la primera señal que dio de su trastorno—. Como que no hizo otra cosa de raro, ni menos de inconveniente. Con el mismo aspecto de pudor y de reserva que va usted a verla ahora, siguió presentándose en las casas de las señoras para quienes trabajaba, y de estas señoras ha partido la idea de traerla aquí, a fin de que yo intente su curación. Se interesan por ella muchísimo. —¿Y usted espera que cure? —No —respondió el médico en tono decisivo y melancólico—. La experiencia me ha demostrado que estas locuras de agua mansa, sin arrebatos, sonrientes, dulces, apacibles en apariencia, son las que agarran y no se van. No temo a las brutales locuras de la sangre, sino a las poéticas, las refinadas, las delicadas, las finas... Yo les he puesto, allá en mi nomenclatura interna, este nombre: «locuras del aire»... —¡Como la de Ofelia! —respondí.

—Como la de Ofelia, justamente... Aquel gran médico alienista que se llamó —o no se llamó— Guillermo Shakespeare, conocía maravillosamente el diagnóstico y el pronóstico... Después de estas palabras de mal agüero, el médico me guió a la celda de la «loca del aire». Estaba muy limpio el cuartito, y Cecilia, sentada en una silleta baja, miraba al través de la reja, con ansia infinita, el espacio azul del cielo y el espacio verde del jardín. Apenas volvió la cabeza al saludarle nosotros. Era la demente una muchacha delgadita y pálida; sus facciones aniñadas, menudas, serían bonitas si las animasen la alegría y la salud; pero es cierto que hay muy pocas locas hermosas, y Cecilia no lo era sino por la expresión realmente divina de sus grandes ojos negros cercados de livor azul y enrojecidos por el llanto cuando respondió a nuestras preguntas: —¡Va a venir, va a venir a verme de un momento a otro! ¡Me quiere a perder, y yo..., vamos, no sé decir lo que le quiero! Lo malo es que, acaso, al tiempo de venir, ya no me encontrará... Porque yo, aquí donde ustedes me ven, no soy nada, no soy nadie... ¡Soy más fría que el aire! Como que soy eso, aire... No tengo cuerpo, señores... ¡Y como no tengo cuerpo, no he podido obedecerle con el cuerpo ¿Se puede obedecer con lo que uno no tiene? ¿Verdad que no? Yo soy aire tan solamente. ¿No me creen? Si no fuese esa reja, verían cómo es verdad que soy aire... Y el día que quiera, a pesar de la reja, se convencerán de que aire soy. ¡Y nada más que aire! Él me lo dijo..., y él dice siempre la verdad. ¿Saben ustedes cuándo me lo dijo la primera vez? Una tarde que fuimos de paseo a orillas del río, a las Delicias... ¡Qué bien olía el campo! Él me quería estrechar, y como soy aire, no pudo. ¡Y claro! ¡Se convenció!... ¡Soy aire, aire solamente! Comentó estas declaraciones una carcajada súbita, infantil. Salimos de la celda previo ofrecimiento de avisar al novio, si le encontrábamos, de que su amiga le esperaba con impaciencia. Y fue una semana después, a lo sumo, cuando leí la noticia en los periódicos. Llevaba este epígrafe: «Suceso novelesco...». ¡Novelesco! Vital, querrían decir: porque la vida es la grande y eterna noveladora. Aprovechando quizá un descuido de los encargados de su custodia, presa de un vértigo y aferrada a la idea de que era «aire», Cecilia trepó hasta la azotea de uno de los pabellones, se puso en pie en el alero y, exhalando un grito de placer (realizaba al fin su dicha), se arrojó al espacio. Cayó sobre un montón de arena, desde una altura de veinte metros. Quedó inmóvil, amodorrada por la conmoción cerebral. Aún alentó y vivió angustiosamente dos días. El conocimiento no lo recobró. Su última sensación fue la de beber el aire, de confundirse con él y de absorber en él el filtro de la muerte, que cura el amor.

El alba del Viernes Santo

Cuando creyendo hacer bien hacemos mal —dijo Celio—, el corazón sangra, y nos acordamos de la frase de una heroína de Tolstoi: «No son nuestros defectos, sino nuestras cualidades, las que nos pierden.» Cada Semana Santa experimento mayor inquietud en la conciencia, porque una vez quise atribuirme el papel de Dios. Si algún día sabéis que me he metido fraile, será que la memoria de aquella Semana Santa ha resucitado en forma aguda, de remordimiento. Así que me hayáis oído, diréis si soy o no soy tan culpable como creo ser. Es el caso que —por huir de días en que Madrid está insoportable, sin distracciones ni comodidades, sin coches ni teatros y hasta sin grandes solemnidades religiosas— se me ocurrió ir a pasar la Semana Santa a un pueblo donde hubiese catedral, y donde lo inusitado y pintoresco de la impresión me refrescase el espíritu. Metí ropa en una maleta y el Miércoles Santo me dirigí a la estación; el pueblo elegido fue S***, una de las ciudades más arcaicas de España, en la cual se venera un devotísimo Cristo, famoso por sus milagros y su antigüedad y por la leyenda corriente de que está vestido de humana piel. En el mismo departamento que yo viajaba una señora, con quien establecí, si no amistad, esa comunicación casi íntima que suele crearse a las pocas horas de ir dos seres sociables juntos, encerrados en un espacio estrecho. La corriente de simpatía se hizo más viva al confesarme la señora que se dirigía también a S*** para detenerse allí los días de Semana Santa. No empiecen ustedes a suponer que amaga algún episodio amoroso, de esos que en viaje caminan tan rápidos como el tren mismo. No me echó sus redes el amor, sino algo tan dañoso como él: la piedad. Era mi compañera de departamento una señora como de unos cuarenta y pico de años, con señales de grande y extraordinaria belleza, destruida por hondísimas y lacerantes penas, más que por la edad. Sus perfectas facciones estaban marchitas y adelgazadas; sus ojos, negros y grandes, revelaban cierto extravío y los cercaban cárdenas ojeras; su boca mostraba la contracción de la amargura y del miedo. Vestía de luto. Para expresar con una frase la impresión que producía, diré que se asemejaba a las imágenes de la Virgen de los Dolores; y apenas me refirió su corta y terrible historia, la semejanza se precisó, y hasta creí ver sobre su pecho anhelante brillar los cuchillos; seis hincados en el corazón, el séptimo ya a punto de clavarse del todo.
—Yo soy de S*** —declaró con voz gemidora—. He tenido siete hijos, ¡siete!, a cuál más guapo, a cuál más bueno, a cuál más propio para envanecer a una reina. Tres eran niñas, y cuatro, niños. Nos consagramos a ellos por completo mi marido y yo, y logramos criarlos sanos de cuerpo y alma. Llegado el momento de darles educación, nos trasladamos a Madrid, y ahí empiezan las pruebas inauditas a que Dios quiso someternos. Poco a poco, de enfermedades diversas, fueron muriéndose seis de mis hijos..., ¡seis!, ¡seis!, y al cabo, mi marido, que más feliz que yo sucumbió al dolor, porque su mal fue un padecimiento del hígado, de esos que la melancolía engendra y agrava. ¿Comprende usted mi situación moral? ¿Se da usted cuenta de lo que seré yo, después de asistir, velar, medicinar a siete; de presenciar siete agonías, de secar siete veces el sudor de la muerte en las heladas sienes, de recoger siete últimos suspiros que eran el aliento de mi vida propia, y de amortajar siete rígidos cuerpos que habían palpitado de cariño bajo mis besos y mis ternezas? Pues bien: lo acepté todo, ¡todo!, porque me lo enviaba Dios; no me rebelé, y sólo pedí que me dejasen al hijo que me quedaba, al más pequeño, una criatura como un ángel, que, estoy segura de ello, no ha perdido la inocencia bautismal. Así se lo manifesté a Dios en mis continuos rezos: ¡que no me quite a mi Jacinto y conservaré fuerzas para conformarme y aceptar todo lo demás, en descargo de mis culpas!... Y ahora... Al llegar aquí, la madre dolorosa se cubrió los ojos con el pañuelo y su cuerpo se estremeció convulsivamente al batir de los sollozos que ya no salían afuera. —Y ahora, caballero..., figúrese usted que también mi Jacinto se me muere. Salté en el asiento; la lástima me exaltaba como exaltan las pasiones. —Señora, ¡no es posible! —exclamé sin saber lo que decía.

—¡Sí lo es! —repitió ella, fijándome los ojos secos ya, por falta de lágrimas—. Jacinto, creen los médicos, tiene un principio de tisis; me voy a quedar sola..., es decir, ¡no, quedarme no!, porque Dios no tiene derecho a exigir que viva, si me arrebata lo único que me dejó. ¡Ah! ¡Si Dios se me lleva a Jacinto..., he sufrido bastante, soy libre! ¡No faltaba otra cosa! —añadió sombríamente—. ¡A la Virgen sólo se le murió uno! —Dios no se lo llevará —afirmé por calmar a la infeliz. —Así lo creo —contestó ella con serenidad que encontré asombrosa—. Así le creó, así lo espero y a eso voy a mi pueblo, donde está el Santo Cristo, del que nunca debí apartarme. El Santo Cristo fue siempre mi abogado y protector y a Él vengo, porque Él puede hacerlo, a pedir el milagro: la salud de mi hijo, que allá queda en una cama, sin fuerzas para levantarse. Cuando yo me eche a los pies del Cristo, ¡veremos si me lo niega! Transfigurada por la esperanza, irradiando luz sus ojos, encendido su rostro, la señora había recobrado, momentáneamente, una belleza sublime. ——¿Usted no ha oído del Santo Cristo de mi pueblo? Dicen que es antiquísimo, y que lo modelaron sobre el propio cuerpo sagrado del Señor, cubriéndolo con la piel de un santo mártir, a quien se la arrancaron los verdugos. Su pelo y su barba crecen; su frente suda; sus ojos lloran, y cuando quiere conceder la gracia que se le pide, su cabeza, moviéndose, se inclina en señal de asentimiento al otro lado... No me atreví a preguntar a la desolada señora si lo que afirmaba tenía fundamento y prueba. Al contrario: la fuerza sugestiva de la fe es tal, que me puse a desear creer, y, por consecuencia, a creer ya casi, toda aquella leyenda dorada de los primitivos siglos. Ella prosiguió, entusiasta, exaltadísima:
—Y dicen que cuando se le implora al amanecer del día de Viernes Santo, no se niega nunca... Iré, pues, ese día, de rodillas, arrastrándome, hasta el camarín del Cristo. Así terminó aquella conversación fatal. Prodigué a la viajera, lo mejor que supe, atenciones y cuidados, y al bajarnos en S*** nos dirigimos a la misma fonda —tal vez la única del pueblo—. Dejando ya a la desdichada madre, fui a visitar la catedral, que es de las más características del siglo XII: entre fortaleza e iglesia, y con su ábside rodeado de capillas obscuras, misteriosas, húmedas, donde el aire es una mezcla de incienso y frío sepulcral, parecido al ritmo, ya solemnemente tranquilo, de las generaciones muertas. Una de estas capillas era la del Cristo, y naturalmente despertó mi curiosidad. Di generosa propina al sacristán, que era un jorobado bilioso y servil, y obtuve quedarme solo con la efigie, a horas en que los devotos no se aparecían por allí y podía, sin irreverencia ni escándalo, contemplarla y hasta tocarla, mirándola de cerca. Era una escultura mediocre, defectuosa, que no debía de haber sido modelada sobre ningún cuerpo humano. Poseía, no obstante, como otros muchos Cristos legendarios, cierta peculiar belleza, una sugestión romántica indudable. Sus melenas lacias caían sobre el demacrado pecho; sus pupilas de vidrio parecían llorar efectivamente. Lo envolvía una piel gruesa, amarillenta, flexible, de poros anchos, que sin ser humana podía parecerlo. Bajo los pies contraídos y enclavados, tres huevos de avestruz atestiguaban la devoción de algún navegante. Su enagüilla era de blanca seda, con fleco de oro. Registrando bien, armado de palmatoria, vi que el altar donde campea el Cristo, destacándose sobre un fondo de rojo damasco, está desviado de la pared, y que, por detrás, queda un hueco en que puede caber una persona. Carcomida escalerilla sube hasta la altura de las piernas de la efigie, y encaramándose por ella, noté que el paño de damasco tenía una abertura, un descosido entre dos lienzos, y que por él asomaba la punta de un cordel recio, del cual tiré maquinalmente. Al bajar de nuevo a la capilla y mirar al Cristo, observé con asombro, al pronto, con terror, que su cabeza, antes inclinada a la derecha, lo estaba a la izquierda ahora. Sin embargo, casi inmediatamente comprendí: subí la escalera de nuevo, tiré otra vez, bajé, y me cercioré de que la cabeza había girado al lado contrario. ¡Vamos, entendido! Había un mecanismo, el cordel lo ponía en actividad, y el efecto, para quien, ignorándolo, estuviese de rodillas al pie de la efigie, debía de ser completo y fulminante. Creo que ya entonces germinó en mí la funesta idea que luego puse por obra. No lo puedo asegurar, porque no es fácil saber cómo se precisa y actúa sobre nosotros un propósito, latente en la voluntad. Acaso no me di cuenta de mi inspiración (llamémosle así) hasta que mi compañera de viaje me advirtió, la noche del Jueves Santo, que pensaba salir a las tres, antes de amanecer, a la capilla del Cristo, y me encargó de sobornar al sacristán para que abriese la catedral a una hora tan insólita. —Yo deseaba más aún —advirtió ella—. Deseaba quedarme en la capilla toda la noche velando y rezando. Pero tengo miedo a desmayarme. ¡Estoy tan débil! ¡Se me confunden tanto las ideas! Cumplí el encargo, y cuando todavía las estrellas brillaban, nos dirigimos hacia la catedral. Nos abrieron la puerta excusada del claustro, luego otra lateral que comunica con las dos primeras capillas absidales, y pretextando que me retiraba para dejar en libertad a la señora —cuyo brazo sentí temblar sobre el mío todo el camino—, aproveché la obscuridad y un momento favorable para deslizarme detrás de la efigie, en lo alto de la escalera, donde aguardé palpitándome el corazón. Dos minutos después entró la señora y se arrodilló, abismándose en rezos silenciosos. El alba no lucía aún.
Transcurrió media hora. Poco a poco una claridad blanquecina empezó a descubrir la forma de los objetos, y vi la hendidura, y vi el cordoncito, saliente, al alcance de mi mano. Al mismo tiempo escuché elevarse una voz, ¡qué voz!... Ardiente, de intensidad sobrehumana, clamando, como si se dirigiese no a una imagen, sino a una persona real y efectiva: —¡No me lo lleves! Promételo... ¡Es lo único que me queda, es mi solo amor, Jesús! ¡Dios mío! ¡Promete! ¡No me lo lleves! Trastornado, sin reflexionar, tiré pausadamente del cordoncito... Hubo un gran silencio, pavoroso; después oí un grito ronco, terrible, y la caída de un cuerpo contra el suelo... Me precipité... —¿Se había desmayado? —preguntamos a Celio todos. —Eso sería lo de menos... Volvió en sí..., ¡pero con la razón enteramente perdida! Nos burlamos de las locuras repentinas en novelas y comedias... ¡Y existen! Cierto que aquélla venía preparada de tiempo atrás, y sólo esperaba para mostrarse un choque, un chispazo. —¿Y el hijo? ¿Se murió al fin? —El hijo salvó, para mayor confusión y vergüenza mía —murmuró Celio.


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SUEÑOS DE CUARENTENA
SUEÑO NÚM.46 (8 DE MAYO DEL 2020)



Ocho de mayo. Quincuagésimo sexto día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, DOSCIENTOS veintiún mil quinentos contagiados, y veintiseis mil muertos, —cifras oficiales, por supuesto— (porque se dice que las cifras reales casi llegan a cuarenta mil, y hay un exceso de maquillaje en las oficiales. De hecho, un estudio de la Universidad Carlos III lo sitúa en 45.000). ¡Como para no tener miedo!

Quizá ha podido ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se han ido sucediendo. Al menos un tiempo de cada jornada espero que hayan sido la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que siempre llevan las buenas palabras.

Calculé que estaríamos arrestados una sesentena, prescindiendo de lo que pudiera decidir el gobierno, y por tanto he podido tener previstos “Sueños” para ese periodo, pero quizá, vista la frenética actividad que se ha destapado con el último permiso, ya no se tenga tiempo ni necesidad de entretenerse “soñando”. Por ahora, continuaré los envíos.

Un saludo, en el permanente recuerdo a cada uno de los que nos han dejado
     Alfredo Vílchez

(Leyendas de Ávila,   recogidas de diversas fuentes)

 El rey niño Hacia 1109, el belicoso Alfonso I el Batallador, rey de Aragón, se esposa con Doña Urraca, reina de Castilla. Como era habitual, fue un matrimonio de conveniencia y ellos nunca se llevaron bien: ninguno de los dos cedió poder y territorio al otro y continuaron reinando en sus respectivos territorios. Ella, una mujer de recio carácter, tenía un hijo de su matrimonio previo con Raimundo de Borgoña de nombre Alfonso que, en principio, heredaría el reino de su madre. Y claro, para Alfonso el Batallador el niño representaba un obstáculo para hacerse con el reino castellano así que hostigó a su esposa que huyó con el crío ayudada por algunos nobles afines. El niño es trasladado a la ciudad de Ávila ya que sus dirigentes, encabezados por Blasco Jimeno, son partidarios de que Castilla siguiera siendo independiente y no se anexionase al reino de Aragón. El padrastro aragonés llega a Ávila con fines poco “paternales”, deseando apoderarse del crío que tantos quebraderos de cabeza le está ocasionando y pide que se lo entreguen, que el será su tutor pero, la respuesta desde dentro de la muralla es que ni hablar, que el Niño Rey se queda en Ávila. Quizás como maniobra dilatoria o porque realmente le surge la duda de si realmente está allí y sigue vivo, el rey pide que se lo muestren y los habitantes de la ciudad se lo enseñan por encima de las almenas de la muralla. Estaba demasiado lejos para poder reconocerlo, por lo que Alfonso I solicita unos rehenes para garantizar su seguridad al acercarse a la muralla. Por la Puerta de la Malaventura salen setenta caballeros que son apresados mientras que el rey se acerca al Cimorro de la Catedral y comprueba aquel era su hijastro y estaba vivo. Como el asalto a la ciudad es imposible, decide retirarse de Ávila pero, en un acto de gran crueldad, hace sumergir en grandes ollas de aceite hirviendo a los apresados. Aquel lugar pasó a denominarse y aún sigue nombrándose así, Las Hervencias, al norte de la ciudad. Fue grande el dolor que provocó semejante acción y los caballeros abulenses “ovieron gran dolor i plañían e mesaban sus barbas e cabelleras”. No podían enfrentarse a aquel ejército en campo abierto así que envían al más valeroso de lo suyos, a Blasco Jimeno y a su escudero que partieron tras el monarca y su séquito que se dirigían a Zamora. Les dieron alcance en un llano entre Fontiveros y Cantiveros. Allí el hidalgo le retó a duelo, diciéndole que era “malo, alevoso y perjuro” pero el rey, indignado, mandó a los lanceros y saeteros acribillarles y descuartizar sus cuerpos. El Concejo de Ávila, orgulloso de su conciudadano, mandó erigir allí una cruz que aún se conserva y que recibe el nombre de La Cruz del Reto

La Edad Media en la meseta castellana fue turbulenta en cuanto a la seguridad ya que, a los ataques de los musulmanes que habitaban los reinos del sur, se unían las desavenencias entre el reino de León y el de Castilla. Las aparentemente inexpugnables murallas de Ávila únicamente podían ser vencidas con un largo asedio o aprovechando un gran descuido de los defensores. Esta fue la ocasión que se les presentó a los batallones musulmanes: las tropas abulenses tuvieron que salir en dirección al Puerto de Menga, necesitando a todos los hombres en edad de luchar, posiblemente esperando sorprender a los atacantes. Sin embargo, éstos les habían engañado y deciden atacar la ciudad por otro frente al encontrarse indefensa. Sin embargo, antes de partir, se nombró gobernadora a la brava Jimena Blázquez, mujer del alcalde. Sin saber de esta circunstancia, los moros deciden atacar la muralla. Con los primeros movimientos de tropa, Jimena reúne a todas las mujeres y éstas se visten con ropajes de guerreros, disponiéndose en las zonas más visibles de la muralla con teas encendidas, gritando y tocando las trompetas de guerra. Ante la circunstancia de que Ávila se encuentra bien defendida, los árabes ni siquiera intentan el asedio. Jimena había salvado a la ciudad. A partir de este momento, las mujeres abulenses tuvieron el privilegio de participar en las reuniones del Ayuntamiento.
El castillo de Mal Que Os Pese La batalla de las Navas de Tolosa (Jaén, 1212) fue un momento decisivo en el avance cristiano hacia el sur, venciendo a los musulmanes. La participación abulense en la misma fue notable. Pues bien, volviendo victoriosos de esta batalla, los guerreros entraron en Ávila desfilando con gran pompa. Uno de los batallones estaba comandado por Alvar Dávila cuyo señorío se extendía por la zona de Sotalvo, una localidad a escasa distancia de la capital. Era apuesto y marchaba orgulloso sobre su caballo. Y claro, al pasar por delante del palacio de Don Diego de Zúñiga, la hija de éste, Doña Guiomar, quedó hondamente impresionada. Pero no fue la única: Alvar se enamoró perdidamente de la doncella y el resto del desfile fue un sin vivir pensando en la dulce serrana. Sin embargo y como era norma en aquella época, el destino de Guiomar no dependía de ella misma y su padre, Don Diego, ya tenía previsto su futuro que había de pasar por ingresar en un convento y dedicar su vida a Dios. Tras unos pocos días, Alvar se decidió a pedir licencia para esposarse con la mocita ya que, desde que la conoció, no comía ni bebía alimentándose únicamente de su recuerdo. Y se presentó ante Don Diego con estos fines. Pero era terco el suegro y no le gustaba en absoluto el pretendiente por lo que le echó de su palacio, asegurándole que nunca más volvería a ver a su hija. Alvar estaba dolido pero no se resignaba a que no podría contemplar jamás a su amada por lo que replicó: —Dª Guiomar y yo seguiremos amándonos; y aún más, viéndonos:¡mal que os pese!. Y se retiró a su señorío de Sotalvo ya que la guardia de palacio tenía orden de hacerle prisionero si osaba merodear por Ávila. Allí, en lo alto de un risco construyó un castillo, dirigido hacia la ciudad para poder ver, o más bien intuir, a su amada. Ella se asomaba a la ventana de la alcoba, que sobresalía ligeramente por encima de las murallas y él hacía todo tipo de señales para que ella pudiera saber que estaba allí, amándola en la distancia. Posiblemente de amor, al poco falleció Guiomar y Alvar lo supo coincidiendo con su partida hacia el frente de guerra ese mismo día. Y no sabemos si por dolor, se dejó matar y ya no volvió de aquella nueva batalla. Hoy en día, el castillo conocido como Mal que os pese se alza desafiante en Sotalvo y aún, una cancioncilla recuerda aquella historia de enamorados al más puro estilo de Romeo y Julieta a la abulense: Guiomar esta triste, ¡Cómo se miran! su amor está lejos, ¡Cuánto se quieren! entrambos se mueren, Y son sus suspiros entrambos son presos, las únicas prendas que van y que vienen.

La princesa mora Fruto entre los inestables tratados entre cristianos y musulmanes, una bella doncella mora, Aixa Galiana hija de Al-Menón de Toledo y sobrina del rey Al-Mamún es conducida a Ávila. Casi una niña, con sus catorce años, llegó triste y abatida ya que sufría de mal de amores: había dejado atrás, en Toledo, a su amado. Ni las fiestas celebradas en su honor ni la tutela de Doña Urraca, hija del rey Alfonso VI, la devolvían la sonrisa. Era tal su belleza que fueron muchos los caballeros que se interesaron por ella pero el más prendado resultó ser el valeroso Nalvillos Blázquez, que llegó a concertar su boda con ella por medio de su tutora Doña Urraca. Pero resultaba que los padres del doncel ya habían concertado su matrimonio con otra hija de la nobleza abulense, Arias Galindo. Y que el rey, en agradecimiento a su colaboración, había hecho lo propio con la mora, en este caso, su prometido sería un jefe árabe llamado Jezmín Yahia. Nalvillos, terco como él sólo, se empeñó tanto que consiguió casarse con Aixa (convertida al cristianismo) pero se granjeó el odio de Jezmín y el desengaño de Arias, enamorada perdidamente de él y que debió conformarse con esposar con su hermano Blasco. Ignorando de quién se trata, Nalvillos traba amistad con Jezmín en un viaje a Talavera. Y tanto le agasaja el primero, que el cristiano no tiene por menos que invitarle a los esponsales de su hermano Blasco, incluso, dándole aposento en su casa palaciega. Ya en Ávila ambos y dentro de las celebraciones por la boda entre Arias y Blasco, se celebraban torneos y justas y al abulense reta a su nuevo amigo a combatir a espada. Le vence con cierta facilidad y el musulmán se siente humillado, no tanto por el escarnio público sino por ver entre los asistentes a su amada Aixa y apreciar como ésta le observa desesperada, acosada. Y si, el amor que había dejado atrás la mora al ser llevada a Ávila, no era otro que Jezmín.

La tristeza que acompaña a Aixa y cuyo motivo desconoce, duele cada vez más a Nalvillos que pensando que sufre en la ciudad amurallada, construye para ella una hacienda con todo tipo de lujos en el paraje de Palazuelos, a escasas leguas hacia el norte siguiendo el cauce del río Adaja. Pero ella continuó aquejada por sus dolencias sentimentales, sólo consolada por las visitas secretas de Jezmín que aprovechaba las frecuentes ausencias del esposo capitaneando incursiones militares, para ver a su querida aprovechando la noche. Aquello desembocó de la única forma posible: los amantes se fugaron para retornar a Talavera. El guerrero vuelve de sus contiendas y encuentra la hacienda vacía y, sabedor de la afrenta, decide ir en busca de los adúlteros. Se hace acompañar por su más leales caballeros. Sin embargo, no ataca la ciudad toledana sino que les hace acampar en las inmediaciones, adentrándose en la villa en solitario disfrazado con vestiduras árabes. Eso sí, da orden de atacar si no retorna en dos días. El ultrajado caballero se dirigió al palacio de Jezmín y logró alcanzar el jardín de esta residencia donde su amada Aixa restaba sola. Tapando su rostro con el esbozo, la dedicó frases lisonjeras, ésta, embelesada, terminó por dejarle acceder hasta su alcoba. Allí, Nalvillos se descubrió y ella llamó presurosa a la guardia que lo apresaron. Ya el ofendido no albergaba ningún sentimiento hacia su esposa al comprobar su adúltera conducta que no era fruto únicamente de un secuestro. Jezmín decide ejecutar a Nalvillos en una plaza pública quemándole en una pira. Como último deseo, el cristiano pide hacer sonar una trompa de guerra. Accede a ello el árabe, sin saber que aquella era la señal que los caballeros leales al reo aguardaban para atacar la ciudad. La matanza fue cruenta y el noble abulense vengó su afrenta particular quemando a los amantes en el lugar preparado para su propia ejecución. El resto de su vida la dedicó a guerrear incansablemente ya que no había otro objetivo en su vida que no fuera luchar. A su muerte, fue enterrado en la Iglesia de Santiago, entre los llantos de los abulenses que valoraron su carácter heroico aunque todos conocían el porqué nunca llegó a ser feliz en vida.

Monje por desamor En el Palacio de Núñez Vela vivía la bella Lucinda, la hija de un noble abulense que destacaba por su piedad a la par que por su belleza serena. Pese a lo halagos de ciertos pretendientes que pretendían su corazón, ella hacía caso omiso a los envites del corazón. Además, para espantarlas, varias ayas o criadas la acompañaban siempre por orden expresa de sus padres. Sin embargo, en sus paseos por la ciudad comenzó a notar la presencia de un apuesto joven que la seguía en la distancia. El balcón de su alcoba, que se mantiene en la actualidad, sobresale por encima de la muralla y cuenta con una magnífica perspectiva sobre el Valle de Amblés. Pues bien, cuando se asomaba al mismo, allí encontraba apostado al misterioso joven. La curiosidad que sentía por el doncel fue tornando en enamoramiento hasta que la pasión hizo que, ambos, lograran hablar. Este coloquio les llevó a un enamoramiento pleno. Cuando comenzaban a conocerse aconteció la tragedia: el joven que no era sino un noble de alta alcurnia llamado Enrique Blázquez Dávila, fue acusado de conspiración y obligado al destierro. Algunos consideraron que fue una maniobra urdida por el padre de la joven para alejarle de su hija. Lo cierto es que la noche antes de la partida, los amantes se vieron por última vez y se juraron amor eterno: —¿Me querréis siempre? —dijo la joven. —Siempre hasta la muerte —gritó emocionado Enrique mientras se alejaba de la muralla cabalgando presuroso. Durante un buen trayecto aún intuyó la presencia de su amada allá arriba, encima de la muralla. A partir de ese día, Lucinda pasaba varias horas diarias asomada al balcón, oteando el horizonte por si regresaba su amado o alguien le daba noticias del mismo. Pero no soportó la ausencia mucho tiempo: cayó enferma y murió al poco sin sufrir enfermedad alguna, posiblemente de amor. Enrique pudo reponer su honor participando en mil batallas y cuando pudo volver a Ávila, rápidamente retornó al palacio donde le dieron noticia de la muerte de su amada. Enloqueció por no haber podido ni siquiera verla antes de morir así que logró colarse dentro de la iglesia del convento donde descansaban sus restos e intentó abrir su sepulcro. Sin embargo, por alguna magia sobrenatural, sus manos quedaron soldadas a la tapa del sarcófago. Tras unos minutos angustiosos en los que intentó despegarlos del frío granito, logró hacerlo y huyó despavorido. Ello evitó que profanase la tumba y tuviera una imagen tétrica que le hubiera acompañado toda su vida. Tras una noche de tortura, el caballero volvió a aquel convento y pidió ingresar en el mismo como monje. Y allí pasó el resto de su vida, viviendo al lado de su amada muerta. Hay dos galerías que se vuelcan sobre la muralla y la más conocida es la del Palacio de Núñez Vela, lugar donde vivió el amor y el dolor la doncella Lucinda. Cuentan que el lugar en el que fue enterrada fue el Convento de San Francisco, situado en la zona norte de la ciudad. Pero, de momento, nadie ha visto al caballero que seguiría velando el sueño eterno de su dama.

El cubo de la mula Hacia 1088 nace Pedro en las inmediaciones de la localidad de El Barco de Ávila. A medida que va creciendo, todo su entorno aprecia sus grandes cualidades y su bondad algo que, en aquella época, conducía a la vida monacal o el sacerdocio. Y él opta por lo segundo. Al poco tiempo queda huérfano y se retira a un lugar retirado donde se dedica a cultivar la tierra y roturar zonas boscosas. Él vive con lo mínimo y lo que produce, lo reparte entre los más necesitados. Poco a poco su fama se extiende y el obispado le reclama para cumplir con algunas misiones de la Iglesia. Tras muchos años de servicio, regresa a su localidad natal y a sus ocupaciones campesinas. Sin embargo, sobrepasa los setenta años y debe buscar un ayudante, un mozo que le ayude. Algo le reconcome por dentro y es saber cuando morirá: había tenido la experiencia de sus progenitores y deseaba conocer con antelación cuando dejaría el mundo terrenal. Y así lo pide en oración. Recibió su contestación en forma de señal: “Morirás cuando el agua de la fuente se convierta en vino”. Corría el año 1155 y al poco de la revelación, mandó a su mozo a por agua a un manantial cercano. El chaval tornó muy azorado con un cuenco lleno de vino entre sus manos. A los tres días, Pedro (conocido después como San Pedro del Barco) murió.

Estos hechos milagrosos y su propia santidad eran conocidos en muchos kilómetros a la redonda y varias villas querían llevar los restos mortales a sus iglesias. Y es que poder orar junto a los mismos irradiaba virtud a aquellos fieles que lo hacían. Así que Ávila lo solicitó como sede episcopal, Barco como localidad natal y Piedrahita como lugar de nacimiento de su madre. Como no había acuerdo, se toma una decisión en la que intervendría la suerte o los designios divinos: los restos, conservados en sal, se montaron a lomos de una mula y se condujo al animal a uno de los caminos que circundan la localidad de Barco. Y se la dejó suelta. Pese a la proximidad de la localidad barcense, la mula comienza a avanzar hacia el este, por la calzada que conduce a Piedrahita. Pero, al llegar a este pueblo, continuó avanzando con paso decidido a pesar de las muchas gentes que le salían al paso y le pedían que, por favor, se parase allí. Por fin, llegó a Ávila, entró en la Basílica de San Vicente y en un punto muy próximo al Altar Mayor, pegó un fuerte golpe contra el suelo con una de sus pezuñas y se desplomó muerta. Todos interpretaron que el designio divino había sido el que San Pedro del Barco yaciera en aquel templo. Y la esforzada mula fue enterrada al lado de un cubo de la muralla.

Los cuatro postes La Reconquista española seguía rindiendo tierras y comarcas con ansias de eterna unidad. Reinaba entonces en Castilla el Rey Sancho III. Días de jubilosa alegría, dieron a la Ciudad los resonantes triunfos de sus hijos. En lucha intrépida y valerosa, las mesnadas de Avila, al derrotar a los ejércitos almohades del caudillo Aben-Jacub en las vegas andaluzas se cubrían con un nuevo manto de gloria: «Se llamará abilés en esta tierra el que más habil-es para la guerra.»
Todos llevaban impreso en su imaginación el panorama de los muros almenados y grandiosos que con sus torres dominaban la ciudad, constituyendo el reducto y defensa de las Castillas, todos consideraban como un honor y privilegio marchar los primeros en la batalla. Pero Dios con sus designios, quiso probar la fe y religiosidad de los pocos abulenses que se acogían a la sombra de su Catedral y al amparo de sus altivas y guerreras murallas. Una epidemia, inundó en pocas horas a toda la capital, segando avasalladora muchas vidas humanas, las más en flor de juventud. La mortandad es elevada, las campanas de los templos doblaron constantemente con gemidos de dolor impetrando su oración ferviente por las víctimas que considerablemente aumentaban de día en día vistiendo a Ávila con las negras tocas del luto maternal. De nada sirvieron las medidas de saneamiento establecidas. Cada minuto, se escapaban al aire los postreros suspiros de nobles y humildes al nimbarles la muerte con la aureola de felicidad o con las espinas del dolor—según sus méritos—en el trasunto impresionante de la eternidad.

La ciudad vivió horas preñadas de dolor inmenso al ver segadas por la muerte las vidas de muchos de sus preclaros hijos. Y como la peste no cediera, acordó el Concejo celebrar rogativas públicas. En el morir de la tarde, se congregaban las gentes de la ciudad, dispuestas a tomar parte en la gran rogativa que se organizó a la Iglesia de San Leonardo, extramuros de Ávila, que se encontraba sita en la dehesa hoy llamada de «Pancaliente». Enfervorizados pasaban por el burgo del puente. Los cánticos se entremezclaban con dolorosos gemidos, impetrando del cielo el perdón de los pecados. La luz de las antorchas en la oscuridad profunda de la noche, descubría el rodar de las lágrimas en los macilentos rostros de las mujeres y la intensa aflicción de los hombres. Y la ciudad quedaba en aquellos tiempos peligrosos, sin hombres que la defendieran contra un posible y repentino golpe de audacia. Conocido tal extremo por los árabes que ocupaban la sierra del mediodía y poniente, encaminaron sus pasos en marchas forzadas a Ávila, deseosos de saquearla vengándose así de las repetidas derrotas y afrentas caballerescas de los cristianos. Pocas leguas tuvieron que trotar los corceles árabes para dar vista a la ciudad, y ningún esfuerzo, para ver colmado nuevamente el deseo de pasar bajo los arcos de triunfo de sus inexpugnables murallas. Con su entrada comenzó una ola de devastación e indescriptibles profanaciones, apoderándose del más valioso botín, producto de saqueos en templos y hogares. Llegada la noticia a la ermita de San Leonardo, los abulenses volvieron presurosos a Ávila encolerizados por el repentino acontecimiento y dispuestos a vengarse de los ultrajes y afrentas recibidas.

Sonaron atabales y trompetas, y en medio de los frenéticos gritos de la multitud, apiñada en una de sus plazas, se pidió venganza contra el árabe. Pronto se alzaba un caudillo, Gómez Acedo, apuesto doncel que en cálidas arengas exhortó a la lucha contra el profanador de los cristianos templos y tranquilos hogares. Al terminar su discurso —vibrante y caluroso—se alzaban los estandartes cristianos y formaban tras ellos los primeros caballeros dispuestos a blandir su espada contra la morisma. Y las mesnadas partieron caminando silenciosas —como sombras—por el anchuroso Valle de Ambles. No tardaron en desertar un reducido grupo de caballeros sin espíritu y sin honor, pero no obstante, la expedición seguía adelante dispuesta a dar a las huestes muslímicas, escondidas en las estribaciones de la sierra, su merecido. Cuentan los cronistas, que, llegados a las cercanías de Solosancho en las primeras horas de la alborada, y en un escarpado cerro de sus inmediaciones, los caballeros formaron en orden de combate ante la proximidad del enemigo. En la paz augusta y sedante de la mañana y desde la cima del monte, Gómez Acedo puesto en pie en su blanco corcel arengó por última vez a las tropas puestas bajo su mando. Les recordó las proezas de los hijos de Ávila en todos los tiempos y en todas las tierras y las glorias perennes de sus estandartes y blasones, incitándoles a combatir con el mejor espíritu de lucha para alcanzar la victoria. Y terminó la cálida arenga mesándose su barba y jurando por ella dar alcance a los moros, Y así fu e. El estruendo del combate resonó en el tranquilo amanecer, y al fin ya entrada la mañana un silencio impresionante y el ondear victorioso de los estandartes cristianos en las posiciones enemigas anunciaban la terrible derrota sufrida por el árabe.

El ejército moro había sido derrotado y los cristianos tenían en sus manos el botín y los productos del saqueo de la ciudad. Había llegado la hora del retornar victorioso para compartir las alegrías del triunfo. Cubierto de laureles regresaba el ejército abulense a su ciudadela, esperando la alegría y el alborozo de los hijos de la ciudad, y cual no sería su sorpresa al encontrar cerradas las puertas de las murallas. Los desertores, hombres sin honor, se habían apoderado de Ávila y pedían a los vencedores no solamente les restituyeran lo que los moros les llevaron, sino también tomar parte en el cuantioso botín ocupado a los árabes. Y cuentan los cronistas, que ante la resistencia manifestada por los traidores acudióse al Rey don Sancho para que procediese en justicia en contra de aquellos. Sabia fue la sentencia dictada por el Rey. Por ella se disponía quedasen privados —los que ofrecían la resistencia en el interior de Avila— de los títulos nobiliarios que poseyeran u otros privilegios, obligándoles al mismo tiempo a abandonar la ciudad y establecerse en justo castigo a su deserción, en los arrabales. Algunos no resistieron tal humillación y se alistaron al servicio del monarca leonés. El Concejo de Avila por haber tenido lugar en el mismo día la desaparición de la terrible epidemia y la aplastante victoria contra la media luna instituyó una romería anual en San Lorenzo, con procesión al templo en acción de gracias por los favores recibidos. Y éste—según todas las tradiciones—parece ser el origen de los Cuatro Postes que cumplieron posteriorment

El príncipe que murió de amor El príncipe Juan, hijo de los Reyes Católicos, nació en Sevilla en 1477, y en 1497, con diecinueve años, casó con la princesa Isabel, hija del emperdor Maximiliano I. Seis meses después, a consecuencia de unas fiebres, murió en Salamanca, creándose rápidamente la leyenda de que había fallecido a causa de gran pasión marital que sentía por su esposa. En la primera parte del relato de su leyenda “El príncipe que murió de amor”, describe José Belmonte estos acontecimientos, con  excesivo tono literario, pero, como no tiene que ver con Ávila, incluimos sólo la segunda parte, que es la que sigue:

El día 8 de Noviembre, sus restos mortales [se refiere a los del príncipe Juan, lógicamente] llegaban a Ávila. Esta ciudad, conoció la muerte por la mujer del caballero don Fernando Gómez Dávila, doña Bríanda. Ávila, como todas las ciudades castellanas, sintió con dolor tan triste noticia. Más de setecientos caballeros y sesenta moros notables—todos enjergados— recorrieron las calles principales hasta el «monasterio nuevo» donde hicieron partícipe a doña Juana de Aragón,—a la sazón en dicho Monasterio— su sentimiento por la muerte del joven Príncipe. Aquel día de otoño, cuando las hojas secas cubrían la enamorada superficie de la, tierra y parecían gritar que la belleza y el gozo son facultades impuestas a nuestra naturaleza, llegaban los despojos del Príncipe a la ciudad. Toda Ávila se conmovió. Las gentes se cobijaban en los viejos palacios para ampararse del frío. Al fin, por el camino de Salamanca aparecía el fúnebre cortejo. Marchaba lento y a duras penas. Caballeros, guerreros, clérigos, criados... encapotados marchaban apesadumbrados junto al ataúd del Príncipe. En los Cuatro Postes hizo alto la comitiva. Desde allí, la ciudad perfilábase envuelta en grandes nubes. El viento traía de vez en cuando el tañer de las campanas de San Segundo, San Juan, San Vicente...

Al sol poco radiante de la tarde del día otoñal, sucedió el tono gris. Los torreones, las murallas, los castillos se dibujan enhiestos, recortando sus siluetas en el cielo cuajado de nubes. Unos instantes de descanso y los hombros de los caballeros de la Corte de Isabel volvían a cargar con el féretro, ricamente labrado en el que se ostentaban las armas de Castilla. El paso sobre el río y la llegada al Puente, es de una emoción inenarrable. Las trompas y los atabales resuenan, dejando en el Valle clamores de hondo dolor. A la puerta del Puente, el Concejo se hace cargo de los restos continuando la comitiva cuesta arriba, atravesando el barrio judío, el Mercado Chico... El cortejo marcha precedido de las cofradías de Sonsoles, Santa María, San Nicolás, San Mateo, la Soterraña, San Bartolomé, la Trinidad, Santiago, San Miguel, San Gil, San Juan y San Esteban. Cruces, velas encendidas, caballeros «enxergados» y enlutada muchedumbre. Blanda y lentamente las campanas de las parroquias y conventos continúan sus volteos, lentos, meditados al paso del Príncipe, mientras las mujeres lloran. El entierro ha llegado a la Catedral. Las armoniosas y vibrantes notas del órgano, hacen un momento emotivo del paso de los restos del Príncipe bajo las bóvedas de crucería. El cortejo desciende ahora por la cuesta de Santo Tomás. En los alféizares del barrio moro asoman rasgados ojos negros orientales que también parecen teñirse de tristeza por la muerte del Príncipe. Ya llega el cortejo al Real Monasterio de Santo Tomás donde los despojos se confundirán con la piedra fría y granítica de su templo. En el patio del Monasterio, se encuentran los Reyes de Castilla rodeados de los altos dignatarios de la Corte. Sus rostros —mudos y silenciosos— contemplan la entrada de la comitiva. Isabel de Castilla, su madre, está llorando. Vedla junto a Fernando enjugarse las lágrimas de sus ojos. Tal vez en estos supremos instantes piensa en sus reinossin Príncipe... o tal vez, en la muerte que pronto la arrebatará para marchar con su «ángel». El Monasterio, en pleno Valle de Ambles, cobra en estos momentos, en el cielo plomizo de la tarde, su línea castrense y religiosa, y mientras sigue el fúnebre tañer de las campanas de las iglesias y conventos, el ataúd del Príncipe pasa al atrio del Monasterio. Están presentes los Cabildos de la Catedral y San Benito, monjes de San Francisco y Santa María del Carmen, que juntamente con los padres dominicos pueblan la iglesia de hábitos monacales. Al fin, los restos del malogrado Príncipe reciben sepultura en el crucero ante las lágrimas de sus padres, los Reyes Católicos, y los alaridos del perro «Bruto» (el manchado blanco y prieto) que no se separó de su amo. Se escuchan voces roncas de frailes de hábito blanco que encapuchados, entonan desde el isabelino coro un solemne responso, de notas tan emotivas y solemnes, que parece adivinarse aquel «miserere» que escuchara el joven—idealizado por Bécquer— entre las ruinas de un Monasterio, también en un día de otoño. Avila quedaba de luto, muda y silenciosa, «ningún oficial sastre —decía el pregón del Concejo— será osado de cortar ropa de paño de color alegría..ni tocar gaytas, atambores, cheremías, vigüelas, nin otros estrumentos ni baylas, ni cantar en bodas, bautismos y fiestas». España, había perdido al Príncipe don Juan, cuando era toda una promesa. Si aceptamos las dos clases de vida de que nos habló Jorge Manrique: la temporal y perecedera y la perdurable de la fama, vida de honor que se gana con trabajos y aflicciones, don Juan apenas si gozó de la primera y no pudo merecer la segunda por causa de su muerte. Fue una esperanza marchita.

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SUEÑOS DE CUARENTENA
SUEÑO NÚM.45 (7 DE MAYO DEL 2020)


Siete de mayo. Quincuagésimo quinto día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, DOSCIENTOS veinte mil trescientos contagiados, y veinticinco mil ochocientos cincuenta muertos, —cifras oficiales, por supuesto— (porque se dice que las cifras reales casi llegan a cuarenta mil, y hay un exceso de maquillaje en las oficiales. De hecho, un estudio de la Universidad Carlos III lo sitúa en 45.000). ¡Como para no tener miedo!
Quizá ha podido ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se han ido sucediendo. Al menos un tiempo de cada jornada espero que hayan sido la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que siempre llevan las buenas palabras.
Calculé que estaríamos arrestados una sesentena, prescindiendo de lo que pudiera decidir el gobierno, y por tanto he podido tener previstos “Sueños” para ese periodo, pero quizá, vista la frenética actividad que se ha destapado con el último permiso, ya no se tenga tiempo ni necesidad de entretenerse “soñando”. Por ahora, continuaré los envíos.
Un saludo, en el permanente recuerdo a cada uno de los que nos han dejado
     Alfredo Vílchez


( de “Fray Gerundio de Campazas”  de José Francisco Isla)

Fray Gerundio de Campazas es un personaje de ficción, protagonista de la novela cuyo título completo es “Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zotes”, del escritor jesuita José Francisco de Isla y Rojo (conocido comúnmente como el Padre Isla) (1703-1781), que describe a su personaje de la siguiente manera: Gerundio nació en Campazas, una localidad en la comarca de la Tierra de Campos leonesa. Era hijo de Antón Zotes, un rico labrador que pertenecía a una familia arraigada en esta comarca y muy extendida por toda ella. La madre de Gerundio se llamaba Catalina Rebollo, vecina de la misma localidad, conocida como la tía Catuja. Se le puso el nombre de Gerundio en recuerdo del gran éxito que tuvo él de estudiante demostrando saber mucho sobre el gerundio gramatical. Desde pequeñito tuvo grandes dotes para aprender y recitar de memoria cualquier cosa que oyese, y como por su casa pasaban a menudo frailes y capellanes predicadores, los imitaba recitando extensos discursos en castellano con intercalaciones de latinajos que poco tenían de latín auténtico. Los familiares y los vecinos lugareños admiraban y celebraban al niño y le auguraban grandes éxitos si alguna vez llegara a ser predicador.

Éralo un cojo, el cual, siendo de diez años, se había quebrado una pierna por ir a coger un nido. Había sido discípulo en León de un maestro famoso, que de un rasgo hacía una pájara, de otro un pabellón, y, con una A o una M al principio de una carta, cubría toda aquella primera llana de garambainas. Hacía carteles que dedicaba a grandes personajes, los cuales por lo común se los pagaban bien; y, aunque le llamaban por esto el maestro Socaliñas, a él se le daba poco de los murmuradores, y no por eso dejaba de hacer sus ridículos cortejos. Sobre todo era eminente en dibujar aquellos carteles que llaman de letras de humo, y, con efecto, pintaba un Alabado que podía arder en un candil. De este insigne maestro fue discípulo el cojo de Villaornate, y era fama que por lo menos había salido tan primoroso garambainista como su mismo maestro. Siendo cosa averiguada que los cojos por lo común son ladinos y avisados, este tal cojo de quien vamos hablando no era lerdo, aunque picaba un poco en presumido y en extravagante. Como salió tan buen pendolista, desde luego hizo ánimo a seguir la carrera de las escuelas; esto es, a ser maestro de niños, y para soltarse en la letra, se acomodó por dos o tres años de escribiente con el notario de la vicaría de San Millán, el cual era hombre curioso y tenía algunos libros romancistas, unos buenos y otros malos. Entre éstos había tres libritos de ortografía, cuyos autores seguían rumbos diferentes y aun opuestos, queriendo uno que se escribiese según la etimología o derivación de las voces, otro defendiendo que se había de escribir como se pronunciaba, y otro que se debía seguir la costumbre. Cada uno alegaba por su parte razones, ejemplos, autoridades, citando academias, diccionarios, lexicones ex omni lingua, tribu, populo et natione; y cada cual esforzaba su partido con el mayor empeño, como si de este punto dependiera la conservación o el trastornamiento y ruina universal de todo el orbe literario, conviniendo todos tres en que la ortografía era la verdadera clavis scientiarum, el fundamento de todo el buen saber, la puerta principal del templo de Minerva, y que si alguno entraba en él sin ser buen ortografista, entraba por la puerta falsa, no habiendo en el mundo cosa más lastimosa que el que se llamasen escritores los que no sabían escribir. Sobre este pie metía cada autor una zambra de todos los diantres en defensa de su particular opinión. Al etimologista y derivativo se le partía el corazón de dolor viendo a innumerables españoles indignos que escribían España sin H, en gravísimo deshonor de la gloria de su misma patria, siendo así que se deriva de Hispania, y ésta de Hispaan, aquel héroe que hizo tantas proezas en la caza de conejos, de donde en lengua púnica se vino a llamar Hispania toda tierra donde había mucha gazapina. Y si se quiere que se derive de Héspero, aún tiene origen y cuna más brillante, pues no viene menos que del lucero vespertino, que es ayuda de cámara del Sol cuando se acuesta y le sirve el gorro para dormir; el cual a ojos vistas se ve que está en el territorio celestial de nuestra amada patria; y quitándola a ésta la H con sacrílega impiedad, oscureciose todo el esplendor de su clarísimo origen. ¡Y los que hacen esto se han de llamar españoles! ¡Oh indignidad! ¡Oh indecencia! Pero donde perdía todos los estribos de la paciencia y aun de la razón, era en la torpe, en la bárbara, en la escandalosa costumbre o corruptela de haber introducido la y griega, cuando servía de conjunción, en lugar de la i latina, que sobre ser más pulida y más pelada tenía más parentesco con el et de la misma lengua, de donde tomamos nosotros nuestra i. Fuera de que la y griega tiene una figura basta, rústica y grosera, pues se parece a la horquilla con que los labradores cargan los haces en el carro; y, aunque no fuera más que por esta gravísima razón, debía desterrarse de toda escritura culta y aseada. —Por esto —decía dicho etimologista— siempre que leo en algún autor y Pedro, y Juan, y Diego, en lugar de i Diego, i Pedro, i Juan, se me revuelven las tripas, se me conmueven de rabia las entrañas, i no me puedo contener sin decir entre dientes hi de pu... !; al contrario, no me harto de echar mil bendiciones a aquellos celebérrimos autores que saben cuál es su i derecha, i entre otros a dos catedráticos de dos famosas universidades, ambos inmortal honor de nuestro siglo i envidia de los futuros, los cuales en sus dos importantísimos tratados de ortografía han trabajado con glorioso empeño en restituir la i latina al trono de sus antepasados; por lo cual digo i diré mil veces que son benditos entre todos los benditos.

No le iba en zaga el otro autor que, despreciando la etimología y la derivación, pretendía que en las lenguas vivas se debía escribir como se hablaba, sin quitar ni añadir letra alguna que no se pronunciase. Era gusto ver cómo se encendía, cómo se irritaba, cómo se enfurecía contra la introducción de tantas hh, nn, ss y otras letras impertinentes que no suenan en nuestra pronunciación. —Aquí de Dios y del Rey —decía el tal autor, que no parecía sino portugués en lo fanfarrón y en lo arrogante—; si pronunciamos ombre, onra, ijo, sin aspiración ni alforjas, ¿a qué tenemos de pegar a estas palabras aquella h arrimadiza, que no es letra ni calabaza, sino un recuerdo, o un punto aspirativo? Y si se debe aspirar con la h siempre que se pone, ¿por qué nos reímos del andaluz cuando pronuncia jijo, jonra, jombre? Una de dos: o él jabla bien, o nosotros escribimos mal. Pues ¿qué diré de las nn, ss, rr, pp y demás letras dobles que desperdiciamos lo más lastimosamente del mundo? Si suena lo mismo pasión con una s que con dos, inocente con una n que con dos, Filipo con una p que con dos, ut quid perditio haec? «Que doblemos las letras en aquellas palabras en que se pronuncian con particular fortaleza, o en las cuales, si no se doblan, se puede confundir su significado con otro, como en perro para distinguirle de pero, en parro para diferenciarle de paro, y en cerro para que no se equivoque con cero, vaya; pero en buro, que ya se sabe lo que es y no puede equivocarse con otro algún significado, ¿para qué emos de gastar una r más, que después puede acernos falta para mil cosas? ¿Es esto más que gastar tinta, papel y tiempo contra todas las reglas de la buena economía? «No digo nada de la prodigalidad con que malbaratamos un prodigioso caudal de uu, que para nada nos sirven a nosotros, y con las cuales se podían remediar muchísimas pobres naciones que no tienen una u que llegar a la boca. Verbigracia: en qué, en por qué, en para qué, en quiero, et reliquia. ¿No me dirán ustedes qué falta nos ace la u, puesto que no se pronuncia? ¿Estaría peor escrito qiero, qé, por qé, para qé, etcétera? Añado que, como la misma q lleva envuelta en su misma pronunciación la u, podíamos aorrar muchísimo caudal de uu para una urgencia, aun en aquellas voces en que claramente suena esta letra; porque, ¿qé inconveniente tendría qe escribiésemos qerno, qando, qales, para pronunciar querno, quando, quales? Aún hay más en la materia: puesto que la k tiene la misma fuerza que la q, todas las veces que la u no se declara, distingamos de tiempos y concordaremos derechos; quiero decir, desterremos la q de todas aquellas palabras en que no se pronuncia la u, y valgámonos de la k, pues aunque así se parecerá la escritura a los kiries de la misa, no perderá nada por eso. Vaya un verbigracia de toda esta ortografía: «El ombre ke kiera escribir coretamente, uya qanto pudiere de escribir akellas letras ke no se egspresan en la pronunciación; porke es desonra de la pluma, ke debe ser buena ija de la lengua, no aprender lo ke la enseña su madre, etc. Cuéntense las uu que se aorran en sólo este período, y por aquí se sacará las que se podían aorrar al cabo del año en libros, instrumentos y cartas; y luego extrañarán que se haya encarecido el papel. Por el contrario, el ortografista que era de opinión que en esto de escribir se había de seguir la costumbre, no se metía en dibujos; y haciendo gran burla de los que gastaban el calor natural en estas bagatelas, decía que en escribiendo como habían escrito nuestros abuelos, se cumplía bastantemente; y más, cuando en esto de ortografía hasta ahora no se habían establecido principios ciertos y generalmente admitidos, más que unos pocos, y que en lo restante cada uno fingía los que se le antojaba. El cojo que, como ya dijimos, era un si es no es muchísimo extravagante, leyó todos los tres tratados; y como vio que la materia tenía mucho de arbitraria, y que cada cual discurría según los senderos de su corazón, le vino a la imaginación un extraño pensamiento. Pareciole que él tenía tanto caudal como cualquiera para ser inventor, fundador y patriarca de un nuevo sistema ortográfico; y aun se lisonjeó su vanidad, que acaso daría con uno jamás oído ni imaginado que fuese más racional y más justo que todos los descubiertos; figurándosele que si acertaba con él se haría el maestro de niños más famoso que había habido en el mundo, desde la fundación de las escuelas hasta la institución de los esculapios inclusive. Con esta idea comenzó a razonar allá para consigo, diciéndose a sí mismo: —¡Válgame Dios! Las palabras son imágenes de los conceptos, y las letras se inventaron para ser representación de las palabras; conque, por fin y postre, ellas también vienen a ser representación de los conceptos. Pues ahora, aquellas letras que representaren mejor lo que se concibe, ésas serán las más propias y adecuadas; y así, cuando yo concibo una cosa pequeña, la debo escribir con letra pequeña, y cuando grande, con letra grande. Verbigracia: ¿qué cosa más impertinente que, hablando de una Pierna de Vaca, escribirla con una p tan pequeña como si se hablara de una pierna de hormiga, y tratando de un Monte, usar una m tan ruin como si tratara de un mosquito? Esto no se puede tolerar, y ha sido una inadvertencia fatal y crasísima de todos cuantos han escrito hasta aquí. «¿Hay una cosa más graciosa o, por mejor decir, más ridícula que igualar a Zaqueo en la z con Zorobabel y con Zabulón, siendo así que consta de la Escritura que el primero era pequeñito y casi enano, y los otros dos, cualquiera hombre de juicio los concibe por lo menos tan grandes y tan corpulentos como el mayor gigantón del día del Corpus? Porque pensar que no llenaban tanto espacio de aire como llenan de boca, proportine servata, es cuento de niños. Pues ve aquí, ¡que salgan Zaqueo y Zabulón en un escrito y que, siendo o habiendo sido en sí mismos tan desiguales en el tamaño, han de parecer iguales en la escritura! ¡Vaya, que es un grandísimo despropósito! Ítem:

si se habla de un hombre en quien todas las cosas fueron grandes, como si dijéramos un San Agustín, ponderando su talento, su genio, su comprehensión, ¿hemos de escribir y pintar en el papel estas agigantadas prendas con unas letricas tan menudas y tan indivisibles, como si habláramos, por comparanza, de las del autor del poema épico de la vida de San Antón y otros de la misma calaña? Eso sería cosa ridícula y aun ofensiva a la grandeza de un Santo Padre de tanta magnitud. «Fuera de que, ¿dónde puede haber mayor primor que el hacer que cualquiera lector, sólo con abrir un libro y antes de leer ni una sola palabra, conozca, por el mismo tamaño y multitud de las letras grandes, que allí se trata de cosas grandiosas, magníficas y abultadas; y al contrario, en viendo que todas las letras son de estatura regular, menos tal cual que sobresale a trechos como los pendones en la procesión, cierre incontinenti el libro y no pierda tiempo en leerle, conociendo desde luego que no se contienen en él sino cosas muy ordinarias y comunes? Quiero explicar esto con el ejemplo de un estupendo sermón predicado al mismo San Agustín, el mejor que he oído, ni pienso oír en los días de mi vida. Preguntaba el predicador por qué a San Agustín se le llamaba el Gran Padre de la Iglesia, y a ningún otro Santo Padre ni Doctor de ella se le daba este epíteto. (Así decía él.) Y respondió: «”Porque mi Agustino no sólo fue Gran Padre, sino Gran Madre y Gran Abuelo de la Iglesia. Gran Padre, porque antes de su Conversión tuvo muchos Hijos, aunque no se le logró más que uno. Gran Madre, porque Concibió y Parió muchos Libros. Gran Abuelo, porque Engendró a los Ermitaños de San Agustín, y los Ermitaños de San Agustín engendraron después todas las Religiones mendicantes, que siguen su Santa Regla, las cuales todas son Nietas del Grande Agustino. Y note de paso el discreto que la Regla destruye la Maternidad, y la Regla fue la que aseguró la Paternidad de mi Gran Padre.

«Este trozo de sermón, que oí con estos mismísimos oídos que han de comer la tierra, y un pobre ignorante y mentecato, aunque tenía crédito de gran letrado y hombre maduro, trató de puerco, sucio, hediondo y digno del fuego; pero a mí me pareció, y hoy me lo parece, la cosa mayor del mundo: digo que este trozo de sermón, escrito como está escrito, esto es, con letras mayúsculas y garrafales en todo lo que toca a San Agustín, desde la primera vista llama la atención del lector y le hace conocer que allí se contienen cosas grandes, y sin poderse contener luego se abalanza a leerlo. Cuando al contrario, si estuviera escrito con letras ordinarias, no pararía mientes en él, y quizá le arrimaría sin haber leído un letra. «Así que en esta mi ortografía se logra, lo primero, la propiedad de las letras con los conceptos que representan; lo segundo, el decoro de las personas de quien se trata; lo tercero, el llamar la atención de los lectores. Y podía añadir lo cuarto, que también se logra la hermosura del mismo escrito; porque son las letras grandes en el papel lo que los árboles en la huerta, que la amenizan y la agracian, y desde luego da a entender que aquélla es huerta de señor, cuando un libro todo de letras iguales y pequeñas parece huerta de verdura y hortaliza, que es cosa de frailes y gente ordinaria. Con estas disparatadas consideraciones se enamoró tanto el extravagante cojo de su ideada ortografía, que resolvió seguirla, entablarla y enseñarla. Y habiendo vacado por aquel tiempo la escuela de Villaornate, por ascenso del maestro actual a fiel de fechos de Cojeces de Abajo, la pretendió y la logró a dos paletadas, porque ya había cobrado mucha fama en toda la tierra con ocasión de los litigantes que acudían a la vicaría. Llovían niños como paja de todo el contorno a la fama de tan estupendo maestro; y Antón Zotes y su mujer resolvieron enviar allá a su Gerundico, para que no se malograse la viveza que mostraba. El cojo le hizo mil caricias, y desde luego comenzó a distinguirle entre todos los demás niños. Sentábale junto a sí, hacíale punteros, limpiábale los mocos, dábale avellanas y mondaduras de peras; y cuando el niño tenía gana de proveerse, el mismo maestro le soltaba los dos cuartos traseros de las bragas (porque consta de instrumentos de aquel tiempo que eran abiertas), y arremangándole la camisita, le llevaba en esta postura hasta el corral, donde el chicuelo hacía lo que había menester. No era oro todo lo que relucía, y el bellaco del cojo sabía bien que no echaba en saco roto los cariños que hacía a Gerundico, porque a los buenos de sus padres se les caía con esto la baba; y además de pagarle muy puntualmente el real del mes, la rosca del sábado que llevaba su hijo era la primera y la mayor, y siempre acompañada con dos huevos de pava, que no parecían sino mesmamente como dos bolas de trucos. Amén de eso, en tiempo de matanza eran corrientes y seguras tres morcillas, con un buen pedazo de solomo; esto sin entrar en cuenta la morcilla cagalar, con dos buenas varas de longaniza, que era el colgajo del día de San Martín, nombre que tenía el maestro. Y cuando paría señora (así llamaban los niños a la maestra), era cosa sabida que la tía Catanla la regalaba con dos gallinas, las más gordas que había en todo su gallinero, y con una libra de bizcochos, que se traían exprofesamente de la confitería de Villamañán. Con esto se esmeraban maestro y maestra en acariciar al niño, tanto, que la maestra todos los sábados le cortaba las uñas, y de quince en quince días le espulgaba la cabeza y sacaba las liendres.
Cap.VI-En que se parte del capítulo quinto, porque ya va largo

Pues con este cuidado que el maestro tenía de Gerundico, con la aplicación del niño y con su viveza e ingenio, que realmente le tenía, aprendió fácilmente y presto todo cuando le enseñaban. Su desgracia fue que siempre le deparó la suerte maestros estrafalarios y estrambóticos como el cojo, que en todas las facultades le enseñaban mil sandeces, formándole desde niño un gusto tan particular a todo lo ridículo, impertinente y extravagante, que jamás hubo forma de quitársele. Y aunque muchas veces se encontró con sujetos hábiles, cuerdos y maduros, que intentaron abrirle los ojos para que distinguiese lo bueno de lo malo (como se verá en el discurso de esta puntual historia), nunca fue posible apearle de su capricho: tanta impresión habían hecho en su ánimo los primeros disparates. El cojo los inventaba cada día mayores; y habiendo leído en un libro, que se intitula Maestro del maestro de niños, que éste debe poner particular cuidado en enseñarlos la lengua propia, nativa y materna con pureza y con propiedad, por cuanto enseña la experiencia que la incongruidad, barbarismos y solecismos con que la hablan toda la vida muchos nacionales dependen de los malos modos, impropiedades y frases desacertadas que se les pegan cuando niños, él hacía grandísimo estudio de enseñarlos a hablar bien la lengua castellana. Pero era el caso que él mismo no la podía hablar peor; porque, como era tan presumido y tan exótico en el modo de concebir, así como había inventado una extravagantísima ortografía, así también se le había puesto en la cabeza que podía inventar una lengua no menos extravagante. Mientras fue escribiente del notario de San Millán, había notado en varios procesos que se decía así: cuarto testigo examinado, María Gavilán; octavo testigo examinado, Sebastiana Palomo. Esto le chocaba infinitamente, porque decía que si los hombres eran testigos, las
mujeres se habían de llamar testigas, pues lo contrario era confundir los sexos, y parecía romance de vizcaíno. De la misma manera no podía sufrir que el autor de la Vida de Santa Catalina dijese Catalina, sujeto de nuestra historia; pareciéndole que Catalina y sujeto eran mala concordancia, pues venía a ser lo mismo que si se dijera Catalina, el hombre de nuestra historia, siendo cosa averiguada que solamente los hombres se deben llamar sujetos, y las mujeres sujetas. Pues, ¿qué, cuando encontraba en un libro, era una mujer no común, era un gigante? Entonces perdía los estribos de la paciencia, y decía a sus chicos todo en cólera y furioso: —Ya no falta más sino que nos quiten las barbas y los calzones, y se los pongan a las mujeres. ¿Por qué no se dirá era una mujer no comuna, era una giganta? Y por esta misma regla los enseñaba que nunca dijesen el alma, el arte, el agua, sino la alma, la agua, la arte, pues lo contrario era ridicularia, como dice el indigesto y docto Barbadiño. Sobre todo, estaba de malísimo humor con aquellos verbos y nombres de la lengua castellana que comenzaban con arre, como arrepentirse, arremangarse, arreglarse, arreo, etcétera, jurando y perjurando que no había de parar hasta desterrarlos de todos los dominios de España, porque era imposible que no los hubiesen introducido en ella algunos arrieros de los que conducían el bagaje de los godos y de los árabes. Decía a sus niños que hablar de esta manera era mala crianza, porque era tratar de burros o de machos a las personas. Y a este propósito los contaba que, yendo un padre maestro de cierta religión por Salamanca y llevando por compañero a un frailecito irlandés recién trasplantado de Irlanda, que aún no entendía bien nuestra lengua, encontraron en la calle del Río muchos aguadores con sus burros delante, que iban diciendo arre, arre. Preguntó el irlandesillo al padre maestro qué quería decir are, pronunciando la r blandamente, como lo acostumbran los extranjeros. Respondiole el maestro que aquello quería decir que anduviesen los burros adelante. A poco trecho después encontró el maestro a un amigo suyo, con quien se paró a parlar en medio de la calle. La conversación iba algo larga, cansábase el irlandés, y no sabiendo otro modo de explicarse, cogió de la manga a su compañero, y le dijo con mucha gracia: «Are, padre maestro, are»; lo cual se celebró con grande risa en Salamanca. —Pues ahora —decía el cojo hecho un veneno—, que el arre vaya solo, que vaya con la comitiva y acompañamiento de otras letras, siempre es arre, y siempre es una grandísima desvergüenza y descortesía que a los racionales nos traten de esta manera. Y así tenga entendido todo aquel que me arreare las orejas, que yo le he de arrear a él el cu... -y acabólo de pronunciar redondamente. A este tiempo le vino gana de hacer cierto menester a un niño, que todavía andaba en sayas. Fuese delante de la mesa donde estaba el maestro, puso las manicas y le pidió la caca con grandísima inocencia, pero le dijo que no sabía arremangarse. —Pues yo te enseñaré, grandísimo bellaco —le respondió el cojo enfurecido. Y diciendo y haciendo, le levantó las faldas y le asentó unos buenos azotes, repitiéndole a cada uno de ellos: —Anda, para que otra vez no vengas a arremangarnos los livianos. Todas estas lecciones las tomaba de memoria admirablemente nuestro Gerundico; y como, por otra parte, en poco más de un año aprendió a leer por libro, por carta y por proceso, y aun a hacer palotes y a escribir de a ocho, el maestro se empeñó en cultivarle más y más, enseñándole lo más recóndito que él mismo sabía, y con lo que lo había lucido en más de dos convites de cofradía, asistiendo a la mesa algunos curas que eran tenidos por los mayores moralistones de toda la comarca; y uno, que tenía en la uña todo el Lárraga y era un hombre que se perdía de vista, se quedó embobado habiéndole oído en cierta ocasión. Fue, pues, el caso, que, como la fortuna o la mala trampa deparaban al buen cojo todas las cosas ridículas, y él tenía tanta habilidad para que lo fuesen en su boca las más discretas, por no saber entenderlas ni aprovecharse de ellas, llegó a sus manos, no se sabe cómo, una comedia castellana intitulada El villano caballero, que es copia mal sacada y peor zurcida de otra que escribió en francés el incomparable Molière, casi con el mismo título. En ella se hace una graciosísima burla de aquellos maestros pedantes que pierden el tiempo en enseñar a los niños cosas impertinentes y ridículas, que tanto importa ignorarlas como saberlas; y para esto se introduce al maestro o al preceptor del repentino caballero, que con grande aparato y ostentación de voces, le enseña cómo se pronuncian las letras vocales y las consonantes. El cojo de mis pecados tomó de memoria todo aquel chistosísimo pasaje; y como era tan cojo de entendederas como de pies, entendiole con la mayor seriedad del mundo, la que en realidad no es más que una delicadísima sátira se le representó como una lección tan importante, que sin ella no podía haber maestro de niños que en Dios y en conciencia mereciese serlo. Un día, pues, habiendo corregido las planas más aprisa de lo acostumbrado, llamó a Gerundico, hízole poner en pie delante de la mesa, tocó la campanilla a silencio, intimó atención a todos los muchachos, y dirigiendo la palabra al niño Gerundio, le preguntó con mucha gravedad: —Dime, hijo, ¿cuántas son las letras? Respondió el niño prontamente: —Señor maestro, yo no lo sé, porque no las he contado. —Pues has de saber —continuó el cojo— que son veinte y cuatro; y si no, cuéntalas. Contolas el niño y dijo con intrepidez:

—Señor maestro, en mi cartilla salen veinte y cinco. —Eres un tonto —le replicó el maestro—, porque las dos A a primeras no son más que una letra con forma o con figura diferente. Conoció que se había cortado el chico, y para alentarle añadió: —No extraño que siendo tú un niño, y no habiendo más que un año que andas a la escuela, no supieses el número de las letras, porque hombres conozco yo que están llenos de canas, se llaman doctísimos y se ven en grandes puestos, y no saben cuántas son las letras del abecedario. Pero, ¡así anda el mundo! Y al decir esto, arrancó un profundísimo suspiro. —La culpa de esta fatal ignorancia la tienen las repúblicas y los magistrados, que admiten para maestros de escuela a unos idiotas que no valían aun para monacillos; pero esto no es para vosotros ni para aquí; tiempo vendrá en que sabrá el rey lo que pasa. Vamos adelante. «De estas veinte y cuatro letras, unas se llaman vocales, y otras consonantes. Las vocales son cinco: a, e, i, o, u. Llámanse vocales porque se pronuncian con la boca. —Pues, ¿acaso las otras, señor maestro —le interrumpió Gerundico con su natural viveza-, se pronuncian con el cu...? —y díjolo por entero. Los muchachos se rieron mucho; el cojo se corrió un poco; pero, tomándolo a gracia, se contentó con ponerse un poco serio, diciéndole: —No seas intrépido, y déjame acabar lo que iba a decir. Digo, pues, que las vocales se llaman así, porque se pronuncian con la boca, y puramente con la voz, pero las consonantes se pronuncian con otras vocales. Esto se explica mejor con los ejemplos. A, primera vocal, se pronuncia abriendo mucho la boca: a. Luego que oyó esto Gerundico, abrió su boquita, y mirando a todas partes, repetía muchas veces: —A, a, a; tiene razón el señor maestro. Y éste prosiguió: —La e se pronuncia acercando la mandíbula inferior a la superior, esto es, la quijada de abajo a la de arriba: e. —A ver, a ver cómo lo hago yo, señor maestro —dijo el niño—: e, e, e, a, a, a, e. ¡Jesús, y qué cosa tan buena! —La i se pronuncia acercando más las quijadas una a otra, y retirando igualmente las dos extremidades de la boca hacia las orejas: i, i. —Deje usted, a ver si yo sé hacerlo: i, i, i. —Ni más ni menos, hijo mío, y pronuncias la i a la perfección. La o se forma abriendo las quijadas, y después juntando los labios por los extremos, sacándolos un poco hacia fuera, y formando la misma figura de ellos como una cosa redonda, que representa una o. Gerundillo, con su acostumbrada intrepidez, luego comenzó a hacer la prueba y a gritar: o, o, o. El maestro quiso saber si los demás muchachos habían aprendido también las importantísimas lecciones que los acababa de enseñar, y mandó que todos a un tiempo y en voz alta pronunciasen las letras que les había explicado. Al punto se oyó una gritería, una confusión y una algarabía de todos los diantres: unos gritaban a, a; otros e, e; otros i, i; otros o, o. El cojo andaba de banco en banco, mirando a unos, observando a otros y enmendando a todos: a éste le abría más las mandíbulas; a aquél se las cerraba un poco; a uno le plegaba los labios; a otro se los descosía; y en fin, era tal la gritería, la confusión y la zambra, que parecía la escuela ni más ni menos al coro de la Santa Iglesia de Toledo en las vísperas de la Expectación. Bien atestada la cabeza de estas impertinencias, y muy aprovechado en necedades y en extravagancias, leyendo mal y escribiendo peor, se volvió nuestro Gerundio a Campazas; porque el maestro había dicho a sus padres que ya era cargo de conciencia tenerle más tiempo en la escuela, siendo un muchacho que se perdía de vista, y encargándoles que no dejasen de ponerle luego a la gramática, porque había de ser la honra de la tierra. La misma noche que llegó hizo nuestro escolín ostentación de sus habilidades y de lo mucho que había aprendido en la escuela, delante de sus padres, del cura del lugar y de un fraile que iba con obediencia a otro convento, porque de éstos apenas se limpiaba la casa. Gerundico preguntó al cura: —¿A que no sabe usted cuántas son las letras de la cartilla? El cura se cortó oyendo una pregunta que jamás se la habían hecho, y respondió: —Hijo, yo nunca las he contado. —Pues cuéntelas usted —prosiguió el chico— ¿y va un ochavo a que, aun después de haberlas contado, no sabe cuántas son? Contó el cura veinte y cinco, después de haberse errado dos veces en el a, b, c, y el niño, dando muchas palmadas, decía: —¡Ay, ay!, que le cogí, que le gané, porque cuenta por dos letras las dos A a primeras, y no es más que una letra escrita de dos modos diferentes. Después preguntó al padre: -¿Vaya otro ochavo a que no me dice usted cómo se escribe burro, con b pequeña, o con B grande? —Hijo —respondió el buen religioso—, yo siempre le he visto escrito con b pequeña. —¡No señor! ¡No, señor! —le replicó el muchacho—. Si el burro es pequeñito y anda todavía a la escuela, se escribe con b pequeña; pero si es un burro grande, como el burro de mi padre, se escribe con B grande; porque dice señor maestro que las cosas se han de escribir como ellas son, y que por eso una pierna de vaca se ha de escribir conuna P mayor que una pierna de carnero. A todos les hizo gran fuerza la razón, y no quedaron menos admirados de la profunda sabiduría del maestro, que del adelantamiento del discípulo; y el buen padre confesó que, aunque había cursado en las dos Universidades de Salamanca y Valladolid, jamás había oído en ellas cosa semejante. Y vuelto a Antón Zotes y a su mujer, los dijo muy ponderado: —Señores hermanos, no tienen que arrepentirse de lo que han gastado con el maestro de Villaornate, porque lo han empleado bien. Cuando el niño oyó arrepentirse, comenzó a hacer grandes aspamientos, y a decir: —¡Jesús! ¡Jesús! ¡Qué mala palabra, arrepentirse! ¡No, señor! ¡No, señor! No se dice arrepentirse, ni cosa que lleve arre; que eso, dice señor maestro, que es bueno para los burros, o para las ruecas. —Recuas querrás decir, hijo —le interrumpió Antón Zotes, cayéndole la baba. —Sí, señor, para las recuas, y no para los cristianos, los cuales debemos decir enrepentir, enremangar, enreglar el papel, y cosas semejantes. El cura estaba aturdido, el religioso se hacía cruces, la buena de la Catanla lloraba de gozo, y Antón Zotes no se pudo contener sin exclamar: —¡Vaya, que es una bobada! —que es la frase con que se pondera en Campos una cosa nunca vista ni oída. Como Gerundico vio el aplauso con que se celebraron sus agudezas, quiso echar todos los registros; y volviéndose segunda vez al cura, le dijo: —Señor cura, pregúnteme usted de las vocales y de las consonantes. El cura, que no entendía palabra de lo que el niño quería decir, le respondió: -¿De qué brocales, hijo? ¿Del brocal del pozo del Humilladero, y del otro que está junto a la ermita de San Blas? —No, señor, de las letras consonantes y de las letras vocales. Cortóse el bueno del cura, confesando que a él nunca le habían enseñado cosas tan hondas. —Pues a mí, sí —continuó el niño. Y de rabo a oreja, sin faltarle punto ni coma, los encajó toda la ridícula arenga que había oído al cojo de su maestro sobre las letras vocales y consonantes; y en acabando, para ver si la habían entendido, dijo a su madre: —Madrica, ¿cómo se pronuncia la a? —Hijo, ¿cómo se ha de pronunciar? Así: a, abriendo la boca. —No, madre; pero ¿cómo se abre la boca? —¿Cómo se ha de abrir, hijo? De esta manera: a. —Que no es eso, señora; pero cuando usted la abre para pronunciar la a, ¿qué es lo que hace? —Abrirla, hijo mío —respondió la bonísima Catanla. —¡Abrirla! Eso cualquiera lo dice. También se abre para pronunciar e, y para pronunciar i, o, u, y entonces no se pronuncia a. Mire usté, para pronunciar a, se baja una quijada y se levanta otra, de esta manera. Y cogiendo con sus manos las mandíbulas de la madre, la bajaba la inferior y la subía la superior, diciéndola que cuanto más abriese la boca, mayor sería la a que pronunciaría. Hizo después que el padre pronunciase la e, el cura la i, el fraile la o, y él escogió por la más dificultosa de todas la pronunciación de la u, encargándolos que todos a un tiempo pronunciasen la letra que tocaba a cada uno, levantando la voz todo cuanto pudiesen y observando unos a otros la postura de la boca, para que viesen la puntualidad de las reglas que le había  enseñado el señor maestro. El metal de las voces era muy diferente: porque la tía Catanla la tenía hombruna y carraspeña; Antón Zotes, clueca y algo aternerada; el cura, gangosa y tabacuna; el padre, que estaba ya aperdigado para vicario de coro, corpulenta y becerril; Gerundico, atiplada y de chillido. Comenzó cada uno a representar su papel y a pronunciar su letra, levantando el grito a cuál más podía: hundíase el cuarto, atronábase la casa. Era noche de verano, y todo el lugar estaba tomando el fresco a las puertas de la calle. Al estruendo y a la algazara de la casa de Antón Zotes, acudieron todos los vecinos, creyendo que se quemaba, o que había sucedido alguna desgracia: entran en la sala, prosiguen los gritos descompensados, ven aquellas figuras, y como ignoraban lo que había pasado, juzgan que todos se han vuelto locos. Ya iban a atarlos, cuando sucedió una cosa nunca creída ni imaginada, que hizo cesar de repente la gritería y por poco no convirtió la música en responsos. Como la buena de la Catanla abría tanto la boca para pronunciar su a, y naturaleza liberal la había proveído de este órgano abundantísimamente, siendo mujer que de un bocado se engullía una pera de donguindo hasta el pezón, quiso su desgracia que se la desencajó la mandíbula inferior tan descompasadamente, que se quedó hecha un mascarón de retablo, viéndosela toda la entrada del esófago y de la traquiarteria, con los conductos salivales, tan clara y distintamente, que el barbero dijo descubría hasta los vasos linfáticos, donde excretaba la respiración. Cesaron las voces, asustáronse todos, hiciéronse mil diligencias para restituir la mandíbula a su lugar; pero todas sin fruto, hasta que al barbero le ocurrió cogerla de repente y darla por debajo de la barba un cachete tan furioso, que se la volvió a encajar en su sitio natural, bien que como estaba desprevenida, se mordió un poco la lengua y escupió algo de sangre.

Con esto paró en risa la función; y habiéndose instruido los concurrentes del motivo de ella, quedaron pasmados de lo que sabía el niño Gerundio, y todos dijeron a su padre que le diese estudios, porque sin duda había de ser obispo.



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SUEÑOS DE CUARENTENA
SUEÑO NÚM.44  (6 DE MAYO DEL 2020)

Seis de mayo. Quincuagésimo cuarto día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, DOSCIENTOS diecinueve mil trescientos contagiados, y veinticinco mil seiscientos muertos, —cifras oficiales, por supuesto— (porque se dice que las cifras reales casi llegan a cuarenta mil, y hay un exceso de maquillaje en las oficiales). ¡Como para no tener miedo!
Quizá ha podido ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se han ido sucediendo. Al menos un tiempo de cada jornada espero que hayan sido la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que siempre llevan las buenas palabras.
Calculé que estaríamos arrestados una sesentena, prescindiendo de lo que pudiera decidir el gobierno, y por tanto he podido tener previstos “Sueños” para ese periodo, pero quizá, vista la frenética actividad que se ha destapado con el último permiso, ya no se tenga tiempo ni necesidad de entretenerse “soñando”. Por ahora, continuaré los envíos.
Un saludo, en el permanente recuerdo a cada uno de los que nos han dejado
     Alfredo Vílchez


( de “Tradiciones granadinas”-2  de José Soler -1849)

 La torre de la cautiva

El camino que llaman de Fuente-Peña, en la Alhambra, es un barranco que divide a ésta de Generalife, y es de lo mas pintoresco que puede concebirse. Mezquina sería toda descripción, pues las dulces y melancólicas sensaciones que su vista inspira, no es posible hacerlas conocer por una simple narración. Es necesario admirarlo. Ademas que poco o nada pudiéramos añadir a lo que de él han dicho ya hombres célebres, y no hace falta a la corona que los mismos le han dedicado, la mustia flor que habríamos de ofrecerle; solo llevamos a nuestros lectores a este sitio, con el fin de conducirlos al lugar de la escena que vamos a trazar en el siguiente relato. Sigamos, pues, el camino de Fuente-Peña que guía a la Cuesta del Rey Chico, cuya tradición ya conocen. ¿Veis hacia la izquierda esa carcomida muralla, de la que sobresalen tres elevadas y sombrías torres? ¿No os parecen graves gigantes que guardan el mágico silencio de estos contornos? Pues la primera se llama de las Infantas; la segunda de la Cautiva, y la tercera del Candil. No imaginéis que vamos a hablaros de las tres torres, ni de la de los Picos que mas allá alza su negra cabeza sobre la Puerta de Hierro, no: cada una de ellas debe ocultar su interesante tradición; pero hasta ahora no hemos podido desgarrar el velo que las aparta de nuestro pensamiento, y solo la de la Cautiva es la que va a presentarse ahora con sus misterios a vuestros ojos: mas antes, ya que habéis visto la sencilla forma de la torre por de fuera, con sus cien pies de altura y su moderna fortificación, penetrad con nosotros en el interior por la pequeña puerta a espaldas del camino, y ved este primer recinto, que no parece sino que el miedo reina en él, húmedo y oscuro, con cuatro pilastras en el centro, sin que tenga otras luces que las tenues que se introducen por una alta claraboya en la azotea de la torre. A pesar de los graciosos adornos de esta estancia, y de los bonitos ajimeces que dan a ella, infunde tristeza y desaliento. Pero no nos detengamos mucho rato en tan melancólico sitio, y pasemos con afán al segundo departamento.  ¿Veis esa ventana de la izquierda, precioso ajimez en otros días y hoy restaurado de tan tosca manera? Pues como buenos católicos, descubrámonos al llegar a ella, y recemos una oración por el descanso de un alma cristiana. ¡Fue el camino do un sepulcro! ¡Fue el de la eternidad para un triste ser! Salgamos, salgamos de esta torre; si antes refrescaba su ambiente, sofoca ahora con este recuerdo: aspiremos el aura de la Alhambra, y bajo sus frescos bosques oiréis, y nosotros podremos referir con mas aliento los trágicos sucesos de la mansión que acabamos de visitar, y que la dieron el nombre de Torre de la Cautiva.

Era en el año de 1491. Los ejércitos del rey Don Fernando sitiaban a Granada, siendo la vega, durante el bloqueo, teatro de continuas y reñidas escaramuzas entre los valerosos caballeros que siguieron al rey, y los no menos valientes moros de la ciudad. Era una noche del invierno. Corría un viento helado y seco, y todo el campamento se hallaba al parecer disfrutando de reposo; solo velaban las centinelas que de tiempo en tiempo repetían sus gritos de alerta con voz torpe y confusa. Sin embargo, en una tienda de campaña, no lejos de la de los reyes, y en cuyo centro algunos enrojecidos tizones indicaban que pocos momentos antes habían dado una llama vivificadora, tres guerreros envueltos en prolongados y negros ferreruelos, sobre los que descollaban relucientes y puntiagudos cascos, se veían sentados sobre pequeños troncos de encina. A juzgar por lo expresivo de sus movimientos y el calor de sus palabras, trataban sin duda de algún asunto serio e interesante. —¡Juro por el mismo Santiago, que mañana hemos de rescatarla! —decía uno de los caballeros, dándose con su manopla un fuerte golpe en el peto. —¡ Ay, Aguilera! —respondió otro exhalando un grande suspiro— nadie es tan interesado como yo en libertar a la hermosa doña Isabel de la esclavitud que arrastra; pero el amor no me ciega y conozco lo insuperable de la empresa, a menos que un poder sobrenatural nos ayude. —¿Quién habla de poder sobrenatural? —contestó el llamado Aguilera dando una terrible patada en el suelo—. ¡Vive Dios! que solo el nuestro es bastante y sobra. —Dice bien, dice bien —exclamó el que callara hasta ahora—, nosotros y nadie mas que nosotros libertaremos a tu amada, Ponce. —¡Voto al infierno! —continuó Aguilera— ¿no nos la hicieron cautiva esos perros en el impensado rebato de Andujar? ¿Pues por qué siendo nosotros treinta veces de mayor pujanza que ellos, no hemos de sacársela de entre la uñas? responde, ¡vive Cristo! —Lo mismo digo —contestó Diego de Baena—soy de tu parecer: pero cuando así hablas, debes de tener formado algún plan; yo también lo tengo: explícate y veré si estamos conformes. — Oidlo, y por quien soy os aseguro que vais a quedar contentos. Ya sabemos, por el negro Osmio, el espía, que se encuentra doña Isabel prisionera en una de las torres que circundan la Alhambra por la parte de Levante cercana al Generalife. «Mañana al anochecer estamos dispuestos los tres y cuantos nos quieran seguir. Tristán de Montemayor, con una gruesa partida, marchará al mismo tiempo sobre Granada y promoverá un rebato hacia la Puerta de Bib-Taubin. Los moros, asustados, correrán a defenderla, y mientras tanto, vivos como la centella, llegamos a la Alhambra, nos dirigimos a la torre, y a mi cargo queda lo demás. ¿Qué os parece? ¿podré llegar a ser un buen estratégico? —¡Bravo! bravo! —contestó Baena, batiendo las palmas— y creo y prometo y aseguro que se dará buena cima a esta empresa. — ¡ Dios os oiga! —respondió tristemente Ponce de León— ¡Pobre doña Isabel, cuánto deberá sufrir! —Yo me encargo de arreglarlo todo —continuó Aguilera—. Mañana pediré permiso a nuestro rey, hablaré con el de Boherques, que será sin duda alguna de los nuestros, y a la noche presentaremos en el campamento nuestra hermosa rescatada. Ahora vamos a dormir. Buenas noches, caballeros. Y acomodándose cada cual lo mejor que pudo, se dispusieron a pasar la noche. A los cinco minutos todos dormían profundamente,a excepción de el de León, que, como enamorado, pensaba en su querida Isabel, a quien pretendía con ansia ver y salvar del yugo de los musulmanes. Iba a emprenderse una peligrosísima acometida que tal vez imposibilitaría para siempre la esperanza de poseerla, y estos pensamientos combatían al apesadumbrado caballero sin dejarle sosegar, Pero era joven, y a la media hora solo las ateridas centinelas velaban en el campamento.

— Hermosísima cristiana, fragante flor de la Andalucía, no desdeñes las súplicas de un moro que tiene en ti su corazón. Ámame , ámame por piedad, dirígeme una mirada cariñosa y me contemplaré el moro mas feliz del Oriente y Mediodía. No ignoras que gozo los favores del rey de Granada, del poderoso Boabdil, por quien soy alcaide de esta torre, que para ti es un palacio, donde te cercan los diamantes, el oro y los esclavos; ¿tienes el mas leve deseo? Dime por favor lo que apeteces, y aun cuando fuera la pérdida de Granada, veríasme gustoso contribuir a ella como en pago me dieses tu amor, tu amor que es lo único que ambiciono, lo único que me deslumbra. «¡Áh! ¡no sabes el fuego intenso y voraz que concentra un corazón africano! No, no lo puedes saber.... Mira, te ama tanto Muhamad, que es a tu presencia un humilde esclavo. ¡Él! ¡Muhamad, a quien llaman bárbaro y feroz entre sus gentes! «¡Nazarena, mitiga ese rigor con que me tratas, da treguas a tus desdenes y duélete al fin del tormento que padece esta alma destrozada, concediéndole lo que tanto desea y por lo que tanto suspira! Estas palabras las decía el moro Aben-Muhamad a doña Isabel de Lara, su prisionera en la torre de su alcaidia. En un rebato de los moros de Andujar y en una impensada salida que hicieron contra los cristianos, les ocasionaron muchas pérdidas, siendo una de ellas la prisión de la joven doña Isabel, hija de uno de los capitanes del ejército de la Cruz y prometida del caballero don Manuel Ponce de León. Enamoróse perdidamente Aben-Muhamad el africano de la cautiva, y la compró al moro que la hizo prisionera, trayéndola a Granada y encerrándola en una de las torres que le había cedido el monarca, quien dispensaba al africano grande favor por la influencia que ejercía sobre la mayor parte de las tribus del reino: sabidas son las disensiones que había entre los linajes moriscos durante la época de Boabdil, que hacían vacilar a cada momento el escabel de su trono. No había escaseado Muhamad atención ni lujo alguno con su bella prisionera, para vencer el odio que. le profesaba casi tan grande como el amor del moro. En el segundo departamento de la torre de que se ha hecho ya mención, adornado con el gusto oriental mas exquisito, estaba doña Isabel escuchando con angustia las tiernas palabras del amartelado moro. Recostada la joven sobre el antepecho del labrado ajimez del Norte, miraba al cielo, apoyando la cabeza en su mano.

El feroz Muhamad, arrastrado por la violencia de su amor, estaba en pie detrás de ella, sumiso y débil, como el negro ante su amo. AI largo discurso del musulmán, no contestó doña Isabel, y se cubrió el rostro con un delicado pañuelo. Era cerca del anochecer y apenas el crepúsculo iluminaba aquel recinto. —Isabel, —tornó a repetir el moro— ¿por qué tanta dureza cuando sabes lo que te adoro? ¿No merecen mis desvelos ni una sola mirada que augure una esperanza lisonjera, que arrulle el halagüeño pensamiento de que algún día consentirás en pertenecerme? La mano de doña Isabel se extendió hacía el moro, crispados sus dedos del horror que la causaba esta idea, y dijo con voz sorda y débil: —jNunca..! ¡Nunca...! Contrayéronse violentamente las facciones del moro. Una palidez mortal cubrió su rostro, y sus párpados se dilataron extremadamente; el furor lo dominaba: el manso cordero había vuelto a ser tigre: era Muhamad en su verdadero ser, desnudo de toda apariencia engañadora. Logró sin embargo dominarse, Y haciendo un violento esfuerzo, hincó en tierra una rodilla y elevó sus manos en actitud suplicante detrás de doña Isabel —Mírame —le dijo con la voz mas dulce que pudo —mírame a tus pies cual esclavo impotente; ¡Muhamad, terror de su raza y de los extraños, que no dobla la cerviz ante su rey poderoso, se encuentra humillado a tu presencia, como el criminal que implora su perdón del árbitro de su destino...! ¿Y qué es lo que pide el moro?.... un poco de amor para apagar el voraz incendio de su alma.... ¡Él! que pudiera usar de su derecho de amo, solo se ampara de la triste facultad del siervo; gemir y suplicar..., ¡Isabel! no abuses del poderío a que mi pasión te eleva de felicidad! Y al decir estas palabras extendió tanto sus brazos, que llegó a tocar con sus manos el vestido de doña Isabel; quien al sentir este contacto replegóse hacia el ajimez gritando: —¡No me toquéis, no, no: huid de mí! —¡Ingrata! —prosiguió Muhamad, acometido de un voluptuoso delirio, arrastrándose hacia su cautiva. —Teneos, repito —exclamó con entereza doña Isabel, a quien daba fuerzas lo crítico de su posición: si os acercáis un paso más me arrojo desde el ajimez —y sacó hacia fuera casi la mitad de su cuerpo— ¿Cuántas veces he de deciros —continuó desde allí— que es inútil lo que hagáis para agradarme; que os aborrezco; y todos vuestros obsequios, en vez de halagarme me mortifican tanto como vuestra odiosa presencia: que antes de perteneceros prefiero la muerte, pues me será mucho mas dulce que tan infando crimen? Estas mismas palabras son las que siempre habéis escuchado de mi boca: y si tuvierais un poco corazón; si en algo estimarais la dignidad de hombre, hubierais dejado de perseguirme. Dadme de una vez Ja muerte; que es mi único deseo, si he de ser siempre vuestra esclava. El moro, que al oír tan duras palabras se había ido levantando, fijó luego una terrible mirada sobre la joven, y le preguntó con irritada voz: —¿Es esa vuestra última resolución? — Esa ha sido mi primera y también es mi última. Jamás seré de otro que del de León —contestó tranquilamente la cristiana. —Bien, esclava.... no te quejes de la suerte que te espera: tú lo has querido. ¡Hola, Hakin! —dijo llamando con estentórea voz. Un negro se presentó en la estancia; doña Isabel permanecía en el ajimez. —Mas no —exclamó de repente el moro variando de pensamiento— no dirán que una mujer me ha vencido. En este instante has de ser mía.... —y se abalanzó a la pobre cautiva. —Atrás —dijo ésta con firmeza: atrás digo,  me precipito.
Pero el moro no escucha, y su mano ha cogido la de doña Isabel. —¡Asesino! ¡no lograrás tu intento! —exclamó la jóven. —¡Perdonadme, Dios mío! —y al decir estas palabras sacó su mano de entre las del moro y se arrojó por el ajimez. —¡Alá, qué es esto! —dijo asombrado y lleno de pavor Muhamad tirándose sobre el ajimez y extendiendo los brazos. —¡ah! ¡la salvé! —se le oyó exclamar de pronto, mas no lo había acabado aun de decir cuando se retiró del ajimez exhalando una horrorosa imprecación, que hizo estremecer al mismo negro. Un pedazo informe de tela blanca traía apretado entre sus crispados dedos. Era un pliegue del vestido de doña Isabel. En este momento se oyó un espantoso tumulto al pié de la torre.

Los cristianos habían puesto por obra su plan. Al anochecer del día siguiente al en que formaron la idea de la acometida, cubierto Aguilera de sus mejores armas, y seguido del amante de doña Isabel, de Bedmar, y de otros varios caballeros que quisieron participar de los peligros de tan descomunal empresa, habían salido de la vega con dirección a la Silla del Moro. Al mismo tiempo una partida de seiscientas lanzas al mando de Tristan de Montemayor, se encaminó a Granada acercándose hostilmente hacia la Puerta de Bib-Taubin.  Pronto corrió la alarma por la ciudad, y las tribus, asustadas con esta sorpresa, marcharon en el mas completo desorden a defender el sitio que creían amenazado por las huestes castellanas. Los destacamentos que había por los contornos de Generalife,  sin disciplina y sin organización, abandonaron sus puestos y corrieron también a Bib-Taubin dejando franca y libre entrada al de Aguilera y los suyos que en estos momentos de confusión se acercaban a la Alhambra sin que nadie lo notase, y se dirigían hacia la torre de Muhamad que pronto lograron ver. Dejaron los caballos a alguna distancia, y fueron aproximándose con sigilo hacia la muralla, donde sujetaron una escala que llevaba Aguilera, a favor de la cual se vieron pronto a la puerta de la torre. Los pocos moros que la guardaban, viéndose atacados tan de improviso, solo tuvieron tiempo para cerrar la puerta, que no tardó en ser hecha pedazos, merced a los desmesurados golpes de hacha de los caballeros. Abierta brecha, penetraron osadamente en la fortaleza, sin que los moros acobardados opusieran la mas leve resistencia. Subieron precipitadamente la escalera, y antes de que Muhamad pudiera saber la causa de tan extraño alboroto, entraron en la estancia Aguilera, Bedmár y Ponce de León. —Ánimo, nuestra es la empresa, —gritó Bedmar al entrar con la espada desenvainada. — Isabel, ¿dónde estás? Vengo a librarte, serás mía para siempre —exclamó León. — Moro, somos tus amos ahora —dijo Aguilera a Muhamad, que, cruzado de brazos miraba con desprecio a los cristianos —de nada te servirá la resistencia; entréganos al momento a la joven que retienes cautiva. Una feroz sonrisa asomó a los labios del muslim. —¿La queréis? —dijo— Venid conmigo, tomadla, ahí la tenéis, y al decir estas palabras llevó a los cristianos al ajimez y Ies señaló hacia fuera. Un grito penetrante salió de los labios del infortunado Ponce de León. El cuerpo de doña Isabel se miraba hecho pedazos en un barranco al pie de la torre. La sangre que brotaba de sus tronchados miembros había teñido de rojo su blanco ropaje. — ¡Miserable! —exclamó con frenesí Ponce. Y listo como la corza saltó sobre el moro, atravesándole el pecho con su espada antes de que tuviese aquél tiempo para huir el golpe.

Pero en el momento en que el de León sacaba la espada del cuerpo de Muhamad, siente que rasga sus espaldas una acerada gumía, que le penetró hasta el corazón. Era el esclavo Hakin, que al presenciar la muerte de su amo quiso vengarla. — Pobre cristiano! —dijo al mismo tiempo. Ni muerta ni viva tendrás a esa mujer, destinada a mi dueño y señor. — Ahora llevarás el pago de tu interés, —gritó Aguilera: y tirando un fuerte mandoble al cuerpo del negro, hizo saltar al suelo su cabeza.
Tres cadáveres habían cubierto de sangre en pocos instantes aquel recinto, y otro yacía al pié de la torre. — ¡Pobres muchachos! —exclamó tristemente Aguilera, limpiando su enrojecida espada— ¿Quién había de presentir este fin desastroso? Un guerrero se presentó en este momento a Bedmar. —Amigo, dijo con precipitación: uno de los moros que defendían esta torre, logró escaparse y ha corrido al Alcázar a noticiar nuestra venida. Hemos visto desde el terraplén a una turba de Zenetes tomar la dirección de este sitio, y vendrán sin duda a proteger esta guardia. Nuestra permanencia aquí por mas tiempo atraería serios lances a  mi entender. —Vámonos, Aguilera —dijo Bedmar— y ya que contamos dos víctimas no contemos mas. —Sí —contestó aquel—volvamos a nuestro campo antes de la llegada de esos moros; pero llevémonos los desgraciados restos de Isabel y Ponce de León. Así lo hicieron: bajaron de la muralla, y ambos cadáveres fueron colocados sobre un brioso corcel.

En seguida abandonaron los cristianos aquel lugar, volviendo a encumbrarse por el cerro donde vinieran. Cuando llegaron las fuerzas que el rey enviaba a socorrer a los de la torre, solo hallaron al mutilado Hakin y su dueño rodeados de los moros de la fortaleza, aún no repuestos del susto que la impensada acometida de los cristianos les causara. A los desgraciados amantes se les dio sepultura en el panteón de la familia de los Ponce de León. Bedmar y Aguilera, apesadumbrados por este fatal suceso, juraron no volver a pisar la ciudad hasta que entrasen como dueños; pero su genio ardiente y emprendedor les hizo quebrantar este juramento para ser de la gloriosa partida que acompañó al valiente y temerario Pulgar en la ardua y azarosa empresa del Triunfo del Ave María.

La cerca de don Gonzalo I Mágnifica zambra tenia lugar en el famoso SaIón de Comares de la Casa Real de Granada, cuyo trono ocupaba a la sazón Aben-Ismail, décimo octavo monarca de esta ciudad, después de haberlo arrancado a Mohamed Abenozin, llamado el Cojo. Los Abenamares y Mazas, Zegries y Gómeles pululaban por entre el Patio de los Leones y el de los Arrayanes, vistiendo deslumbrantes y riquísimos alquiceles. Viéranse entre ellos al valiente Abibdar, al joven y gigantesco Malique Alabez de esclarecida y antiquísíma prosapia, y a otros moros flor de la corte granadina y prez de los infieles estandartes. Paseábanse éstos conversando unos con otros al rededor del estanque, desde cuyo sitio se escuchaba el blando son de las gaitas y chirimias que tocaban en el salón. Era afines de una tarde del mes de setiembre. El sol había desaparecido del horizonte, dejando teñidas de rojo algunas nubecillas que empañaban el diáfano azul del cielo. El susurro de la fuente del Patio de los Leones, debilitaba los armoniosos sonidos del salón de la zambra, y por una de las calles formadas de columnas de mármol blanco que adornan aquel recinto, paseaban apartados de los otros grupos dos moros, embebidos al parecer en una interesante plática. Apoyado en un hueco del arco de la Sala de las dos Hermanas, se hallaba otro moro, envuelto en un blanco albornoz, cerca del que pasaban con frecuencia los otros dos. —Sí, Abibdar, —decía uno de ellos— es necesario desterrar la molicie y holgura en que nos hallamos sumidos para volver a la antigua vida guerrera; los cristianos extienden considerablemente sus dominios, y no pasa día sin que cuenten en su reino una plaza mas. Basta de fiestas, basta de torneos; toda esa cuadrilla de valientes que puebla ahora mi palacio, debe de estar cansada como yo de diversiones, y anhelará aprestarse para el combate, —Todos son fuertes, Ismail; respondo de ellos, que a la menor señal tuya, pronto los verás dispuestos a la guerra. —Lo primero, lo mas indispensable que es preciso hacer, y en lo que pienso desde algunos días, es concluir esa nueva cerca de Granada empezada ya hace tiempo, a fin de ponerla a cubierto de cualquiera tentativa en lo sucesivo. Los restos de la antigua que existen se hallan casi destruidos y para nada nos sirven. —Pero ¿cuentas con medios para esa obra? —¡Ay, Abibdar! ese es el dolor que acibara mis placeres hace algún tiempo, Mohamed Abenozin, mi indigno antecesor, ha gastado tanto, en sus casas de recreo y en este mismo palacio, que me es imposible en el día esa construcción. Callaron ambos interlocutores y siguieron en silencio sus paseos.

—¿No te se ocurre, amigo, algún medio —dijo Ismail al cabo de pocos instantes —un medio que baste a mis designios? —Sultán —contestó Abibdar —reúne a los jefes de tribu, hazles presente tu situación, y pídeles..... —Calla, calla, no prosigas... ¿Crees que humillaría mi dignidad real hasta el extremo de pedir una limosna a mis súbditos? Nunca, nunca.....¿Piensas que no me ha ocurrido esa idea en la tortura que he dado a mi imaginación para que sacara adelante ese proyecto? Pues sí, te lo confieso; ha sido tan estéril que solo me ha presentado tan humillante recurso: y en este caso ¿qué he de hacer? ¿quién me sacará de esta penosa angustia? Porque esa cerca es indispensable, absolutamente precisa para la seguridad de mi pueblo, —Pero si desechas mi pensamiento ¿quién te ha de favorecer en tu plan? — Solamente Alá—contestó Ismail suspirando. — Y yo después —exclamó una voz detrás de los musulmanes. Volviéronse repentinamente, y se encontraron con el moro del blanco albornoz que estaba en la Sala de las Dos Hermanas. — ¡Reduan! —expresó Ismail admirado —¿nos estabas escuchando? —Perdóname, señor, si el acaso ha hecho llegar a mis oídos vuestra plática. —¿Dónde te encontrabas? —A la entrada de esta sala. — ¿Y qué hacías ahí? — Reflexionar en la palabra que te di un día, y que justamente es la razón en que me he fundado para interrumpirte. —Habla, — Prometí, hallándonos no hace mucho en el recreo del Gene
ralife, que solo en una noche ganaría a Jaén... Recuerdas? —Y siendo mío Jaén ¿en qué ha de contribuir al logro de mis planes? —¿No son cristianos los de aquel reino? —Bien, despacha. —Se les exige un impuesto bastante a satisfacer tus intenciones. —Dices bien, Reduan, eres un buen muslim; dentro de tres días partiremos para Jaén. Quiero acompañarte. ¿Cuánta gente necesitas? —Me bastarán mil hombres. —Abibdar, haz venir a mi presencia todos los jefes de tribu que se hallen en mi palacio. Salió el mensajero, volviendo a poco a entrar en compañía de los llamados por el Rey. Entonces, dirigiéndose éste a los recien venidos, exclamó: — Abencerrajes y Gómeles , Alabeces y Zegries: con todos vosotros cuento para la expedición que dentro de tres días ha de salir para Jaén al mando de Reduan. Preparad cada uno de vosotros las lanzas de que podáis disponer, y hacedlo de modo que pasado mañana se hallen reunidas ante la Puerta de Elvira. A la larde revistaré las tropas, y al día siguiente marcharemos todos a dicha ciudad, pues yo también quiero ser de la partida. Todos inclinaron la cabeza en señal de respeto y obediencia, —Oye, Reduan, continuó el rey, llevándoselo hacia un lado; si logro mi intento y la cerca se construye, a ti lo deberé todo. Serás acreedor a una gracia. El deseo que entonces me manifiestes quedará satisfecho. — Cuento con tu promesa, señor. — Musulmanes, la reina y sus damas nos esperan, añadió en voz alta Ismail; id; divertíos esta noche, para pensar mañana en la campaña. Todos se dirigieron al salón, que estaba espléndidamente iluminado. II Melancólica y hermosa aparecía la Alhambra la noche anterior al día señalado para la expedición de Jaén, Brillaba la luna sobre un cielo despejado, dibujando en la arena, cual fantásticas sombras, las copas de los árboles de sus frondosas alamedas: el leve ruido que producían al tocar al suelo algunas amarillas hojas desprendidas de ellos, confundíase con el marmullo de los arroyos y el blando susurro de las fuentes, que, reflejando en ellas el astro encantador, las hacia aparecer como otros tantos grupos de espuma y plata. Era una noche deliciosa; una de esas noches que pinta a su placer la ardiente imaginación de un poeta; era.... una noche en la Alhambra. Por una de sus calles, en la que apenas la luna podía penetrar, a causa de las entrelazadas copas de sus nogales, que la descarnada mano del invierno no había aún deshojado, paseaba lentamente una mujer. Iba cubierta de un tupido velo que nacía de su turbante rojo, bastante encajado sobre la frente. Estaba sola; y un pergamino que arrugaba entre su mano, lo leía de cuando en cuando, parándose en algunos sitios donde la luna, habiendo encontrado un hueco, asomaba un rayo pálido, como ofendida de que la vedasen la entrada en aquel recinto. Después de leerlo, suspiraba clavando la vista hacia el final de la alameda. Una de estas veces vio dibujarse en el fondo el blanco albornoz de un árabe; corrió hacía aquel sitio, y no tardó en oírse su amoroso coloquio. —jReduan! ¡Luz de mi vida! ¡Con qué impaciencia he esperado la llegada de tus pasos! —Hurí del paraíso! Hacia aquí volaba en busca de la felicidad. —¡Ah! Reduan, no me abandones; no olvides nunca a esta pobre esclava: tú , el que prestas atractivo a mis cadenas; sin ti moriría la desventurada Jarifa. —¡Ángel mió! —Pero dime: ¿por qué me has citado antes del día de nuestras entrevistas? ¿qué debo esperar de esto? Habla, habla, Reduan; mi vida pende de tus labios. —Mañana parto, Jarifa, —¡Alá ! ¡qué escucho! —Tranquilízate, bien mió: tú eres la causa de esta ausencia. Prometí un día a Ismail ganarle la ciudad de Jaén en una noche, y ha llegado el caso de cumplir mi palabra. —¡Desdichado, cómo viertes la amargura en mi corazón! ¡Quieres arrostrar esa temeraria empresa por proporcionarle un estado mas a tu rey! ¡y dices que yo soy la causa! ¿Qué he de tener en pro de tan infausta expedición? ¡Ah! ¡luto, llanto eterno para la vida de Jarifa! —Mujer, tu imaginación se alucina, ¿Piensas que todos los monarcas de la tierra me harían separar de ti, si no fueras el móvil que me impulsara? Jarifa, una gracia, a mí arbitrio, me concede el rey si le pongo en posesión de ejecutar el designio que medita: tu libertad, que es mi deseo, será el fruto de mi empresa. «¿Piensas que no corroe mi corazón, cual víbora punzadora, el verte sometida como vil esclava al caprichoso deseo de una mujer? ¿Piensas que no se anegan en lágrimas mis ojos al recordar que tú, hija de reyes, mecida desde la infancia por el amor y la ventura, halagada por el adulador ambiente de los palacios, eres ahora la esclava que ha de adivinar el gusto de su ama para servirla con humildad? «No, Jarifa; mi corazón revienta en el pecho y clama por volverte a la antigua libertad en que te conoció. He ahí mi constante pensamiento: ve ahí la cansa de mi loco empeño.

—¡Ah! gracias, gracias, Reduan; pero sigue, háblame de ese modo; ¡me hacen tanto beneficio tus palabras...! encierran tanta ventura....! —¡Jarifa mia! —¿Por qué no te fuiste sin decirme nada? Grande hubiera sido mi pena, sí, muy grande; ¿pero qué vale comparada con el dolor que vas a hacerme sentir a nuestra separación? —Imposible, mujer, imposible; necesitaba de tu vista para fortalecer mi valor. —¿Mas no es verdad que tu ausencia durará poco? ¡Ah! dime que sí, Reduan; dímelo, aunque después haya de cumplirse la voluntad de Alá. —Sera muy breve , así lo espero; ahora abrázame. —¿Te marchas ya? —Sí, es tiempo; vuelve al palacio, no aperciban tu falta. Regala al buen Jusef que nos proporciona esta felicidad, y ruega por mí. Nada respondió Jarifa. Las palabras se ahogaban en su garganta. Apoyada en el tronco de un árbol, mirando alejarse a su amante, dio rienda a su llanto de amargura. Calmada algún tanto con este bálsamo del corazón, postróse de hinojos sobre la arena, cruzó los brazos sobre el pecho, inclinó la cabeza y oró. A la mañana del día siguiente, salió por la Puerta de Elvira una brillante división compuesta de doce mil hombres entre infantes y jinetes al mando del valiente Reduan. Ismaíl  Abibdar y otros nobles y bravos moros acompañaban la expedición. Desde la Torre de la Vela miraba la reina con sus damas y esclavas la salida de este ejército escogido, y entre los pañuelos que ondeaban viose una blanca mano levantada al cielo. jEra Jarifa que pedía en silencio al Profeta le volviese a su amante con vida.
III En la espaciosa sala de una casa próxima al real convento de Santa Clara en Jaén, adornada con antiquísimos muebles de estilo gótico, estaba sentado don Gonzalo de Stúñiga, obispo de Jaén, jugando al ajedrez con don Iñigo Tablares, su mayordomo mayor; disgustado en extremo se hallaba el obispo, pues perdía aquella tarde contra su costumbre. Su adversario, caladas las gafas y encasquetado un gorro negro, seguía con minuciosa atención la marcha de las piezas contrarias, sufriendo resignadamente las rabietas de don Gonzalo cuando le comía alguna, y los dictados de mal jugador con que era apostrofado a cada jaque que llevaba. Un criado entró precipitadamente en el salón. —¿Qué vienes a hacer aquí sin que te llame? —dijo con mal humor don Gonzalo. — Señor, este pliego que acaba un hombre de traer con mucha prisa para vos: dice que los moros de Granada vienen contra nosotros. —¿Cómo? ¿qué dices? don Íñigo, esperad un poco, veamos esto. Rompió el pliego que le acababan de llevar, y comenzó á leer. —¡Diablo! —dijo después que hubo leído— El rey de Granada viene hacia aquí con un numeroso ejército: están a seis leguas de distancia. —¡Caramba! —exclamó el mayordomo levantándose de su asiento. — Pronto, pronto, que salgan mensajeros para Baeza, Úbeda y Cazorla, con orden de que apresten las fuerzas que puedan facilitar, a fin de que hoy mismo vengan a Jaén. Que toquen a rebato las campanas de las iglesias, y se reúna el pueblo en masa para hacer una salida, ayudado de los refuerzos de los pueblos comarcanos. ¡Vivo, don Iñigo, vivo! disponed se cumplimenten mis disposiciones.

En la tarde de aquel día una hueste numerosa, a cuya cabeza iba don Gonzalo, quien a pesar de su avanzada edad trocara sus hábitos religiosos por una armadura bien templada, salió de Jaén para hacer frente a los moros. Esta salida asombró extraordinariamente a los infieles, y sobre todo a Reduan, que creía tomar a Jaén por sorpresa, y lleno de rabia no pudo menos de exclamar: —¡Nos han vendido! Esta voz, que cual plomo mortífero atravesara de unos en otros los corazones de la morisma, infundió el desaliento y el temor. No obstante, empeñóse una lucha encarnizada y cruel. Reduan hizo prodigios; Ismail no se quedó atrás; los demás caudillos secundaron estos esfuerzos, mas en vano. Eran los cristianos muy fuertes y en mayor número; el estandarte agareno se rindió al de la cruz; los moros huyeron derrotados, pero llevando algunos cristianos, que el heroico arrojo de Reduan había hecho prisioneros. La tropa, que tan alegre y brillante salió de Granada, entró mustia y silenciosa como fúnebre comitiva.

IV Tres días eran pasados de estos sucesos. Estando la mañana del cuarto el rey Ismail en su palacio real de la Alhambra, rodeado de toda su corte, lamentaba con su favorito Abibdar el fatal resultado de la expedición de Jaén. Triste y cabizbajo se hallaba el infeliz Reduan, viendo desvanecidas sus lisonjeras esperanzas. Asomado a un ajimez, paseaba su distraída vista por los frondosos cármenes del Dauro, sumido en sus reflexiones. —Es cierto —se decía interiormente— es cierto que Jarifa me ama, como anoche me lo Juró, aún después de haber faltado a mi palabra, después de haber dejado de ser caballero.... ¡O h! ¡maldición sobre mí! Pero acaso ¿es eso bastante a calmar mi sufrimiento? ¿La he devuelto su libertad como anhelaba? ¿No se encuentra sometida a la voluntad de quien la manda? ¿Qué he hecho pues? ¡Miserable! agravar su situación.... la mía.. Oh Alá, Alá! cuánto sufro! Y el desgraciado se oprimía con ambas manos las sienes, que abrasaban cual candente metal. Entre tanto el rey también se quejaba de su suerte. — Ya lo has visto, decía a Abibdar: no puede haber monarca en quien el destino se encarnice con tanta ansia como en mí. El medio que nos presentó Reduan para la construcción de la cerca, ha desaparecido como la pavesa en el huracán; y henos aquí en el mismo estado que antes, con una derrota más y muchos soldados menos. —En verdad ¡oh rey! que no parece sino que el genio del mal se ha conjurado contra nosotros. —Esa cerca, esa maldita pesadilla que me persigue sin cesar, que nada es suficiente a distraerla y que no la puedo desechar ¿cuándo la veré desvanecida? Apenas había acabado Ismail de hacer esta exclamación, cuando un musulmán se llegó hasta él, y haciendo una respetuosa reverencia, le entregó un pergamino enrollado., —¡Mí rey y señor! es un cristiano de Jaén que han dejado subir a este sitio, y que espera tu resolución. Desenrolló el rey el pergamino, y lo pasó después a su favorito. —Lee, Abibdar, y explícame qué hay de esto. ¿Dónde están los cristianos cogidos en la batalla de Jaén? Sorprendido pareció Abibdar con la lectura de aquel escrito, que devolvió a su soberano diciendo: —¿Será posible que entre esos cristianos...? —¿Dónde están? —Reduan los tiene a su cargo, pues a él le pertenecen.

—Hazle comparecer. Abibdar distrajo las tétricas reflexiones del moro, comunicándole este mandato. —Acércate, Reduan; le dijo el rey viéndole llegar. Hace días que ofrecí concederte la gracia que me pidieras, si me facilitabas el medio de hacer una cerca a Granada. Ese medio está en tu mano, dámelo y pídeme lo que quieras. Atónito quedóse el moro. Miraba con desencajados ojos al monarca dudando de lo que oía, y no sabiendo si atribuir a mofa las palabras de su soberano. Conoció éste su embarazo y no quiso prolongar la admiración de su súbdito. — Ven acá —le dijo sonriendo— antes de usar de esa prerrogativa, facilítame ahora mismo el recurso. —Pero, señor..... —¿No te pertenecen los prisioneros de Jaén? —Tuyos son todos, y hasta yo mismo si ese es.. —¡Eh! no soy tan ambicioso, me basta con uno, ¿quieres entregármelo? —Dime cuál y..... —Don Gonzalo de Stúñiga, obispo de Jaén. —¡Será posible! ese cristiano.... —Es uno de los prisioneros; vestía de soldado y tuvo la desgracia (por nuestra fortuna) de caer en tus manos. Eso me dicen en este pliego los cristianos de Jaén, y me suplican ponga precio a su rescate. Ya ves que una ocasión mejor para nuestro propósito de la cerca no podía presentarse. Pidió Ismail una pluma y puso al pié del escrito: «Se pondrá en plena libertad al obispo don Gonzalo de Stúñiga, si se obligan los cristianos de Jaén a concluir el lienzo de muralla que circunda a toda Granada; entendiéndose, que solo se cumplirá aquello, cuando esté terminada la obra de un todo. Ismail, rey de Granada.” —Ahora, —dijo dirigiéndose a Reduan— te toca a ti hablar, ¿qué deseas? Embriagado de placer y loco de júbilo por aquella transición tan repentina, que al par que su honor le devolvía, poníalo en posición de quebrantar la esclavitud de su amada, Reduan se precipitó a los pies del rey. —Rey piadoso: nunca usara de la gracia que tu munificencia me concede, si lo que hubiere de pedir fuera para mí: mas, señor, adoro a una mora, a una hija de reyes, que los azares de la fortuna han venido a aprisionarla con pesados eslabones, e imploro su libertad. Dásela a Jarifa, a la esclava de vuestra esposa, y es el mayor bien que puedes hacer a tu humilde súbdito. —Levanta, Reduan —contestó Ismail—tuya es Jarifa; tuya su libertad: ¿estás contento? —Bendígate Alá, señor. Dos días despues, libre Jarifa de los hierros de la esclavitud, era mujer de Reduan. El rey Ismail vió también su deseo cumplido. El rescate del obispo de Jaén, que no quiso en un principio revelar su clase por parecerle mas fácil su libertad creyéndolo simple soldado, le valió su cerca tan apetecida. En el cerro donde existe la ermita de San Miguel, antes torreón morisco llamado del Aceituno, se ven aun algunos vestigios de ella; la cual empezaba en la Puerta de Elvira, seguía por detrás del convento de la Merced con dirección al de San Diego, Puerta de Fajalauza, cerro de San Miguel, hasta la dicha torre del Aceituno, y bajaba al camino del Sacromonte, enlazándose con parte de la cerca anterior en el Barrio del Bajeriz, hacia la Cuesta del Chapiz.



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SUEÑOS DE CUARENTENA
SUEÑO NÚM.43  (5 DE MAYO DEL 2020)

Cinco de mayo. Quincuagésimo tercer día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, DOSCIENTOS dieciocho mil contagiados, y veinticinco mil quinientos muertos, —cifras oficiales, por supuesto— (porque se dice que las cifras reales casi llegan a cuarenta mil, y hay un exceso de maquillaje en las oficiales). ¡Como para no tener miedo!
En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.

Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.

En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.

     Alfredo Vílchez


( de “Tradiciones granadinas”  de José Soler -1849)

 El laurel de la Zubia

—Por mi vida, conde, que el día es placentero. — Las brisas de la mañana convidan, don Alonso, — ¿Dónde vais? — ¿Y vos? — Pss, ni lo sé; pero deseo pasear. —Vamos pues, don Alonso, puesto que lo mismo anhelo. Y asiéndose del brazo los dos interlocutores, que no eran otros que el conde de Ureña y don Alonso de Aguilar, dieron la vuelta al real de Santafé, ciudad entonces compuesta de tiendas de campaña que formaban la misma traza de cruz que aun conserva, donde la reina Católica había establecido su campo con toda la nobleza guerrera, y desde cuyo sitio dirigía las maniobras de las fuerzas castellanas que a sus órdenes militaban. Nuestros paseantes, después de haber rodeado toda aquella ciudad de lienzo, se alejaban del campo con dirección al sitio donde se encuentra el montecillo llamado hoy Golilla de Cartuja, queriendo prolongar aquel matutino paseo, cuando oyeron a sus espaldas precipitados pasos. Detuviéronse volviendo atrás la cabeza, y vieron a Lope, el escudero del conde de Ureña, que no tardó en alcanzarlos. —¿Qué ocurre, Lope? preguntóle éste, ¿por qué corres de ese modo....? ¿vienes acaso en nuestra busca? —Precisamente, señor, la reina os llama con urgencia, y a vos también, don Alonso; vuestro escudero corre de tienda en tienda para encontraros. —Vamos, conde, dejemos para otro día nuestro paseo, pues que la reina nos necesita. Volvamos a Santafé.

Tomaron el camino de la ciudad. Llegados a ella, dirigiéronse a la tienda de la magnánima soberana de Castilla, y encontraron a la puerta al duque de Cádiz, al de Escalona, y a los condes de Tendilla, de Alcaudete y de Montemayor. Tres palafrenes lujosamente enjaezados, se hallaban en aquel sitio, y los caballerizos que tenían las riendas estaban con su uniforme de gala. Aquellos preparativos indicaban que la reina iba a salir. Efectivamente, poco tardó en aparecer a la entrada de su tienda. Llevaba un vestido de terciopelo negro de mangas sueltas y abierto por delante, y una gorrita del propio color sujetaba los abundantes rizos de su cabellera caída graciosamente sobre sus espaldas. La banda real cruzaba su pecho, y un bastoncito con puño de oro, señal del mando que usaba con la exquisita táctica del general mas diestro, aparecía en su mano derecha. Sus hijos el príncipe don Juan y la infanta doña Juana, también estaban con ella. Saludó afablemente a todos los caballeros, y contestaron descubriéndose con la mas respetuosa reverencia. En seguida la reina les habló en estos términos: — Caballeros, los mas cumplidos de la corte de Castilla: os he llamado para que me sirváis de escolta, con algunas lanzas que mandará el duque de Cádiz, a quien encomiendo este encargo, en el paseo que pienso dar por estos alrededores. Desde el día en que me asustó el arrojo de Gonzalo de Córdoba penetrando en aquella fortaleza, que dijo ser de Gallinas, no he vuelto a gozar de la deliciosa perspectiva que tiene Granada, vista por cualquier parte, y hoy deseo acercarme un poco con este fin. Id, caballeros, disponeos a acompañarme, y disfrutaremos todos del espectáculo. Inclináronse los capitanes, y partieron a prepararse para seguir a su reina.

El día estaba, como dijo don Alonso de Aguilar, bello, cual un día despejado en la vega de Granada. No puede hacerse mejor comparación. Era el sábado 25 de agosto de 1491. Brillaba el sol sobre un horizonte límpido y hermoso, y el fuego de sus rayos lo templaban frescas brisas. A las nueve salió de Santafé la brillante comitiva que había dispuesto la reina para su escolta. Iban ésta y sus hijos sobre mansas cabalgaduras conducidas por engalanados palafreneros, rodeada de los capitanes que había escogido, y el duque de Cádiz cerraba la marcha con dos mil caballos. En este orden se alejaron por medio de la ancha vega.

Grande silencio había en los floridos jardines del real de Generalife. Sobre el blando y fresco césped que aquel suelo alfombraba, veíase a Boabdil muellemente recostado y medio dormido; una esclava hacíale aire con un abanico de plumas de cisne. Todo era calma en aquel melancólico paraje, y el rey de Granada, perezoso como un hijo del oriente, aprovechaba las horas mas calurosas del día para irse a la gruta que le proporcionaba la estancia mas grata que otro cualquier recinto de su palacio. A las diez del mismo día en que doña Isabel dispuso la salida del real, penetró un moro en Generalife, y se dirigió al sitio que acabamos de describir. No atreviéndose a entrar de pronto en la gruta, aplicó el oído por si percibía algún rumor, y no escuchándolo, dio una palmada, que fue  respondida por otra que sonó dentro. Esta era la señal para prevenir a Boabdil que alguien deseaba verlo. —Están —dijo para sí el árabe— démonos prisa —, y entró en la oscura gruta. Boaddil no varió de postura a la aparición del moro; pero sus ojos estaban abiertos. La esclava seguía echando aire a su señor. —Cosa muy urgente debe ser, —exclamó éste con dejadez— cuando se me viene a incomodar a este retiro: habla, moro, ¿qué te ha determinado a interrumpir el sueño de tu amo? — Señor, —contestó aquel sin detenerse un momento—, tus fieles servidores respetan como deben el descanso de su rey, y no lo alterarían jamás por asuntos frívolos; pero el de que te vengo a hablar, atañe a la monarquía. Dando ahora un acertado golpe, puede levantarse orgullosa e imponente, —Habla, —dijo Boabdil incorporándose—, ¿qué golpe es ese de que tratas? —En tu mano está darlo, y con él vida y esplendor al muslímico imperio. — Di, moro, di, y no impacientes a tu señor. —El vigía de la atalaya frontera a la puerta de Elvira, acaba de llegar presuroso al real alcázar. Trae la importante nueva de que la reina enemiga, acompañada de sus hijos y varios caballeros, con una reducida escolta, ha salido de ese pueblo que han formado a dos leguas de Granada con el nombre de Santafé, dirigiéndose hacia la talada aldea de la Zubia. Si dispones que un buen número de soldados les dé alcance antes de que puedan recibir socorros, ni volverse a su campo, es segura la victoria; la reina será tu prisionera, y las cosas variarán de aspecto. ¿Qué decides? Reflexionó un momento Boabdil, y dijo al cabo: — ¿Cuánta gente, sobre poco mas o menos, acompaña a la reina? — Quinientas lanzas, según ha dicho el vigía. Volvió a pensar un instante el rey. — Pues bien, exclamó de repente; que se toque a reunión por los atabales y chirimías,  que se dispongan los dos tiros que hay en la Torre de las Prisiones, y se apresten para la lucha cuatro mil de mis mejores almorávides e igual numero de los refugiados de Baza y Antequera.... Vuela; dispón lo conveniente para que tenga cumplido efecto mi mandato en el instante; y di al propio tiempo al zegrí Alhamar que ponga el arnés de guerra a su mejor caballo y venga a verme. Aquí espero. Salió el árabe a cumplir las órdenes que había recibido, y Boabdil, que durante el diálogo con el moro se fue levantando poco a poco hasta ponerse de pié; comenzó a pasearse, agitado con la esperanza de la prisión de la reina, que casi veía ya realizada. La esclava, con el abanico bajo, esperaba las órdenes de su amo en un rincón de la gruta. No tardó en presentarse el zegrí: venia ricamente vestido y con el alfanje y gumía que llevaba a los combates. —¿Sabes que la soberana de Castilla ha salido de su campo? preguntó Boabdil al recién llegado. —Toda la ciudad se halla alterada, señor,—contestó el zegrí haciendo una reverencia. — Ocho mil soldados de todas armas, con los dos tiros de la Torre de las Prisiones, estarán dentro de pocos momentos prontos a marchar donde se les conduzca. A ti te he elegido para que dirijas esta expedición. Te conozco, buen Alhamar; otras veces me ha sacado tu valor de grandes empresas, y por eso te confío ésta, la mas delicada y de la que quizás pende la salvación de mi reino. —Juro por la tumba de Mahoma, —respondió el Zegrí engreído con las alabanzas de su rey—, morir en este lance o traer prisioneros cuantos cristianos no tiñan el suelo de la vega con su sangre. — Gracias, Alhamar, gracias. No pierdas momento alguno; sal ahora mismo con tu gente por la Puerto del Sol y dirígete hacia la que en su tiempo fue aldea de la Zubia; de esta suerte sales en su busca..... y nada te digo mas ; dame un abrazo y Alá vaya contigo.

A las diez y media de la mañana, una división de granadinos, compuesta de ocho mil hombres entre de a píe y a caballo, y dos tiros a las órdenes de Alhamar, salió de Granada con grande grita y alborozo y tocando recios atabales, dirigiéndose con buen paso hacia el sitio donde también se encaminaba doña Isabel, ignorando el encuentro que le esperaba.

En el año de 1485, en una de las correrías que hicieron los cristianos en la vega de Granada, talaron las aldeas de la Zubia y los Ojíjares, volviéndose después a los pueblos conquistados. Al sitio donde se hallaba situada la primera, de la que aun existían varios restos ahumados por el fuego, llegó doña Isabel con su acompañamiento. Hicieron alto; y apeándose aquella de su cabalgadura, con sus hijos y otros caballeros, se encaminaron a una casa ruinosa que conservaba entero un piso superior. Subió allí la reina, y por una ventana se puso a mirar, como hizo en la colina de la Casa de Gallinas, el pintoresco y halagüeño cuadro que por todos lados presenta Granada. Mas no bien tendió la vista por aquellas llanuras, cuando percibió el ejército enemigo, que, rodeado de un grande polvarín, marchaba hacia el mismo sitio donde se encontraba. Al instante bajó de la casa, y llamando al duque de Cádiz, que ya, como los otros caballeros había oído el eco de los morunos atabales, le refirió lo que viera desde la ventana. Pronto cundió por la soldadesca que se las tenían que haber con moros, y todos anhelaban con ansia el momento. No se hicieron esperar mucho tiempo los granadinos; y aunque la reina mandó que se hiciese cuanto fuera posible para evitar el combate, no pudieron lograrse sus deseos, porque los enemigos, animados por el número, avanzaban prontamente y con las mas hostiles intenciones. Las tropas castellanas salieron a su encuentro, y les cortaron el paso. Entonces los árabes capitaneados por Alhamar, cargaron con espantosa furia sobre los cristianos, y se trabó una encarnizada y tenaz refriega. Temiendo dona Isabel los resultados de aquella lucha cada vez mas obstinada y desigual por las superiores fuerzas mahometanas, se refugió con sus hijos en un espeso y grande bosque de laurel, que se extendía a la derecha de la aldea y próximo a la casita. Hincóse allí de rodillas, y elevando las manos al cielo exclamó con religioso entusiasmo: —¡Padre mió! porque me concedáis volver libre y salva con mis hijos y los caballeros que me han acompañado, al real de Santafé, hago voto solemne de no arriesgar mi vida ni la de mis soldados con caprichos semejantes, y edificar un convento al glorioso san Luis, cuyo día es hoy, en el mismo sitio donde vi avanzar las tropas enemigas. Después de esta promesa inclinó doña Isabel su cabeza sobre el pecho, y abrazando sus hijos, esperó con ciega confianza el resultado de la batalla. Prolongábase ésta bastante tiempo; pues aunque cada bote de lanza, mandoble de espada y golpe de maza de los castellanos tendía mas de un enemigo, eran éstos tantos, que neutralizaban la ventaja de los otros. Además los disparos de los tiros, aunque mal dirigidos, no dejaban de causar muchos estragos, y el zegrí Alhamar animaba continuamente a los suyos con su grande valor y pujanza. Ya los castellanos iban cediendo desalentados al ver que los moros se rehacían y reforzaban continuamente. Ya retrocedían poco a poco no obstante las voces de los capitanes. Ya los árabes con espantosa gritería iban ganando el terreno que dejaban los otros. La lucha tomaba un aspecto fatal para los soldados de la vega: otro impulso de los moros y se logra el proyecto de Boabdíl, cuando el conde de Alcaudete, lleno de indignación al ver la decadencia de espíritu de los soldados, levantó en alto su espada y gritó con voz de trueno: —Seguidme, soldados: ¡Viva Castilla! —y se precipitó en medio de los enemigos, blandiendo a todos lados su terrible tizona, seguido de los demás caballeros. Los soldados, llenos de vergüenza, hicieron un desesperado esfuerzo y se arrojaron con ímpetu sobre los contrarios. Fue tan impensada la acometida, que, sorprendidos éstos de aquel esfuerzo, cuando creían ya segura la victoria, retrocedieron un momento, que, aprovechado por el de Alcaudete y los otros, fue bastante para decidir el triunfo en favor suyo; merced también a los repetidísimos golpes que descargaban sobre las compactas masas agarenas. Huyeron por último éstas en completo desorden hacia Granada, hasta donde fueron perseguidas por Aguilar, el de Ureña y demás capitanes y soldados, causándoles la muerte de mil moros y la toma de los dos tiros, con tres mil quinientos prisioneros. Entre aquellos se contaba el zegrí Alhamar, que cumplió el juramento hecho a su rey, quien cayó en un profundo abatimiento al saber el doloroso fin del ataque. Esta victoria contribuyó no poco a la conquista de la ciudad. La reina, que durante el combate había permanecido abismada en sus pensamientos y en continua agitación oyendo el espantoso estruendo de las armas y gritos de los soldados, cuando cesó tanta algazara con la huida de los almorávides, no sabia si salir o no del bosque, ignorando el resultado; pero no tardó en ir a buscarla el conde de Ureña, quien le comunicó tan increíble triunfo. Entonces doña Isabel volvió a prosternarse, y mirando fijamente al cielo dio gracias al Todopoderoso y al bendito san Luis por haber atendido su ruego.

Después volvió a subir a su palafrén con los infantes, y tomaron el camino que conducía a Santafé acompañada de su escolta, cubiertos todos de polvo y sangre y en muy mal estado algunos; aunque pocos fueron los que murieron en la refriega. En el camino encontraron al rey, seguido de todo el ejército, que sabedor de aquel lance iba en ayuda de su esposa. Grande fue el alborozo de don Fernando cuando supo lo acaecido, y todos juntos volvieron a entrar en Santafé . La reina doña Isabel cumplió sus promesas. Algunos años después se edificó por su orden un convento en el lugar donde estuvo la casa referida, dándole por titular a san Luis, rey de Francia, en recuerdo de aquel memorable día. Este edificio, que fue habitado por religiosos franciscanos, ha sido destruido en su mayor parte; no quedaría el mas leve vestigio de tan histórico monumento, si don Andrés de Montes, rico propietario de la Zubia, con un celo digno de elogio, no hubiera comprado la iglesia, que es lo único que existe en la actualidad. De los espesos bosques de laurel que se extendían en aquel paraje, solo queda un corto espacio; pero lo bastante para que merezca ser visitado por los amantes de las glorias y gratos recuerdos de su patria; pues a la vista de este laurel es remontada la imaginación a tan caballerescos tiempos, y goza indefiniblemente el alma del poeta, al pensar que aquellos mismos árboles dieron protección a una reina , digna de las bendiciones de todos sus súbditos, y fueron testigos de las hazañas de unos héroes que honran las páginas de nuestra historia nacional.

La puerta de las orejas

En una estancia de mezquina apariencia, en la que dos sillas de madera blancas y una cama de tablas, componían todo el adorno, estaba sentado un hombre como hasta de cuarenta y cinco años, con una pierna tendida sobre la otra silla, vendada con un lienzo, por cuya superficie aparecían algunas manchas desangre. Una joven, linda como una flor y fresca como su tallo, apoyada contra la cama, hacia media a la luz de un velón, que atado en el lazo de una cuerda que pendía del techo, difundía una claridad tenue sobre el aposento. Serian las doce de la noche. El hombre se mostraba al parecer bastante impaciente, escuchando con avidez el mas leve rumor que oía; y cuando el ruido era ocasionado por los pasos de alguna persona que atravesaba la calle tan a deshora, brillaban sus ojos de alegría preguntando con entrecortada voz: — ¿Será él? La joven, paraba su trabajo alargando la cabeza, la movía con amargura al sentir que los pasos se alejaban, y volvía a su tarea. El reloj de la Chancillería marcó las doce y media. A poco se oyó el violento caminar de una persona que marchaba casi corriendo, y dieron con la mano dos golpes en la puerta. — ¡Él es! esclamaron1 a un tiempo el hombre y la joven. Dejó ésta su labor, y salió de la habitación, volviendo a entrar a poco acompañada de un muchacho de diez y seis a diez y siete años, pobremente vestido, quien dirigiéndose al de la pierna tendida, dijo con balbuciente voz por la agitación de la marcha: —Buenas noches, tío Marcelo, ¿qué ocurre para llamarme..... pero, ¿qué veo? ¿estáis herido ? —Luis, trabajando esta noche después que vinimos de la plaza, se me fue la azuela de la mano y me di en esta pierna... pero no se trata de eso; hace poco que he recibido una terminante orden del arquitecto, por la que se me manda que en esta misma noche construya otro tablado para la música, junto a la puerta de Bib-Rambla, a fin de que mañana aparezca puesto, y no se detengan las fiestas que van a ejecutarse. —Y cómo podréis..... —A eso voy. No aceptar, sería degradarme, pues no habiendo intervenido en los trabajos de la plaza mas carpintero que yo, sería un golpe fatal para mí que se ejercitasen otras manos que las mías, o las de personas de mi confianza en ese final de obra. —¿Y a quién pensáis encargarlo? —A ti. —jA mí! vaya, ¡sin duda os chanceáis! ¿Cómo queréis con ocho meses escasos que llevo de estar a vuestro lado, que dirija nada menos que un solar portátil, donde han de sostenerse qué sé yo cuántas personas? Un hondo suspiro fue la contestación de Marcelo. El reloj de la Chancillería dió la una. —Luis, ya he empeñado mi palabra; mi palabra que no ha faltado durante mi vida ni una sola vez.....No serías capaz..... ¡un esfuerzo.,..! ¿Tanto es necesario saber para levantar un tablado? — Bien, probaré..... — Anda, Luis, anda; si a las seis estás de vuelta y me noticias la conclusión de la obra, tuya será la mano de mi hija que tanto anhelas, tuyo mi establecimiento. — ¡Ah! ¿qué decís, tío Marcelo? Me excitáis de tal manera con esas esperanzas, que me voy sintiendo con impulsos para levantar no digo un tablado, un palacio con su torre y su mirador. Vamos.....¿pero,  y los palos?
— En el sitio hallarás todos los materiales. —¿Ha de ser muy grande? — Me han dicho que como para unas veinte personas. —Corriente, hasta la vista, tío Marcelo; cuento con vuestra promesa, pues ella es la que me anima. Antonia, pide a Dios salga con bien de mi empresa. — No olvides que a las seis has de estar de vuelta. Hasta las seis.

—He ganado la mano de vuestra hija, tío Marcelo; —dijo Luis entrando a las cinco de la mañana en la casa de donde partiera a la una. Marcelo se hallaba en el mismo sitio: Antonia seguía su tarea. Ninguno de los dos había dormido. —Ven, dame un abrazo —exclamó Marcelo, tendiendo los brazos hacia el aprendiz. Has sostenido mi palabra, tuya es Antonia, tuyo mi establecimiento. —Gracias, maestro, me hacéis el hombre mas dichoso....Y vaya, ¿cómo os sentís? —Mucho mejor, acudí con tiempo, y quizás mañana mismo podré usar de mis remos. Pero dime, ¿ha quedado eso firme? ¿cómo te has compuesto? —Cabalmente de eso venia también a hablaros. — ¡Qué! ¿habrás hecho alguna obra imperfecta? ¿No has tenido materiales? —-Escasillos han estado..... pero en fin, todas las tablas que se trajeron se han colocado, sin que quede una astilla. Clavados se hallan todos los clavos que me presentaron. El tablado ha sido puesto; no he podido hacer mas. —Luis, explícate, tus palabras me llenan de confusión; dices eso con un tono..,. ¿Podría temerse alguna catástrofe? —Tío Marcelo, voy a hablaros con franqueza lo que siento. Aunque novicio en el arte, hago bajo vuestra dirección mi aprendizaje, y de algo me ha de servir trabajar al lado de un maestro como vos. El tablado no ha quedado a mi satisfacción. Hubiera querido mas clavos, mas maderaje, pedí y se me contestó que no había tiempo para entretenerse en muchos requilorios; que no iba a sostener el templo de Salomon, ni la catedral, y que para cuatro músicos que tocasen la sinfonía, bastaba y sobraba con aquello. Callé, concluí mi obra y aquí me tenéis. — Bien, hijo, bien, no será tuya la culpa si por algún acaso.... —Os diré: si no pasan de veinte las personas que hayan de subir, respondo de su firmeza;  si cargan más..... En fin, el tablado ha sido hecho; vuestra palabra no ha sufrido menoscabo y yo he alcanzado la mano de mi querida Antonia, ¿no es eso todo? Pues bien; ¡viva el tablado! ¡viva don Felipe IV, pues a su proclamación debo la felicidad que disfruto! —Gracias, Luis, gracias, eres un hombre. —Una cosa tengo que pediros. Hoy es día de diversiones en Granada, Antonia querrá disfrutar de ellas, vuestro estado no os permite salir; toda vez que os sentís mejor, quisiera me concedieseis la gracia de acompañar a mi futura. ¿Qué respondéis....? —Sí, hijos míos, id y que el cielo vaya con vosotros.
Era la noche del 17 de mayo de 1621, víspera del día de la proclamación en Granada del rey don Felipe IV. La plaza de Bib-Rambla,  centro de las fiestas que se hicieran durante el día, relumbraba cual viva ascua, por el sin número de luces que aparecían en ella. El Zacatín y demás calles que desembocan en la plaza, vomitaban millares de personas, las que, al no poder entrar con desembarazo por las que se les oponían queriendo salir, se formaban complicados nudos que daban lugar a blasfemantes dicterios y a provocativos insultos, mezclados de doloridos ayes, por los que sufrían robustos pisotones o desmesurados codazos. Los miradores se hallaban magníficamente iluminados, como todas las ventanas de la plaza que ostentaban en ellas sus interesantes trajes y sus mas interesantes rostros las garridas y apuestas doncellas del poético Genil. El sordo murmullo de la multitud circulaba por toda la plaza como lejano zumbido, dejando apenas percibir los armoniosos sones de cuatro músicas, que colocadas sobre tablados en los ángulos de la plaza, marcaban la danza que algunas parejas de egipcios ejecutaban en el centro. Un mozuelo y una joven de modesto traje y asidos del brazo, pugnaban entre el gentío por ganar la puerta de Bib-Rambla, cansados sin duda de la bulla y confusión. Eran Luis el constructor del tablado, cerca del cual pasaba, y Antonia la hija del tío Marcelo, su futura. —Vámonos, Antonia, decía el aprendiz, vámonos, no puedo mirar al tablado sin que se me ericen los cabellos.....Mira, mira, dijeron que solo para unas veinte personas... y... ¿ves..? —¡Ave María! bien habrá cuarenta. Y era cierto, mas de cuarenta hombres, entre músicos y espectadores, ocupaban el tablado. No pudo éste resistir por mucho tiempo peso tan crecido, y apenas acababa Antonia de mirarlo santiguándose cuando crujió el armazón, y vino a tierra con toda la gente que sostenía Una exclamación de angustia resonó entre la muchedumbre arremolinada en torno del lugar de la catástrofe. A este grito de horror siguióse un desorden terrible. Todos se precipitaban sin saber la causa, y solo porque vieron correr, hacia la puerta cercana que era la de Bib-Rambla, buscando el peligro que no tenían donde se hallaban. No pudiendo la puerta dar salida de una vez a la multitud agolpada y oprimida ésta por los esfuerzos de los de atrás, se chocaban entre sí con espantosa furia, produciendo un impulso retroactivo semejante al reflujo de furiosa ola estrellada contra las rocas. En aquel espantoso desorden, vieron los rateros un medio de ejercer su oficio; y tanto se engolfaron en la rapiña, que despreciaban los simples pañuelos, escogiendo entre los collares y arracadas. El hilo de aquellos cedía a sus esfuerzos, pero no los pendientes; y llenos de ira al ver escapárseles de entre las manos parte de su presa, tomaron la sangrienta resolución de cortar las orejas que sostenían brillantes arracadas, como lo hicieron con algunas infelices.  Desde aquella fatal noche la puerta de Bib-Rambla tomó el nombre de Puerta de las Orejas,

—Ya estamos de vuelta, maestro, dijo Luís entrando con Antonia en la habitación de aqueL —Y a Dios gracias, continuó la joven; creí no volver a veros, padre. —Yo también me vi ya destrozado por la gente. —¿Pues qué ha pasado? —Maestro, lo que me temí. —¡Qué.,..! el tablado..... —Ha venido a tierra con todos los músicos. — ¡Desgraciado! Si nos exigen la responsabilidad, ¿qué va a ser de nosotros? —¿Olvidáis que exigí mas materiales, y que no se me dieron?

— Sí, pero y si a pesar de todo..... — Descuidad, tío Marcelo, que no vendrán. ¿Para cuántas personas os pidieron el tablado? — Para veinte, según te dije. —En ese caso hemos hecho un tablado para veinte y no para cuarenta, como estaban encima y es notorio. Con que fuera temores, y vamos a cenar, que quiero acompañaros para celebrar este lance que me pone en posesión de la que amo. ¡Viva mil veces don Felipe lV! El suceso del tablado trágico para algunas personas, no tuvo mas resultados para nuestros conocidos, que el pago de su trabajo y el enlace de Antonia y Luis que se verificó pocos días después.




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SUEÑOS DE CUARENTENA
SUEÑO NÚM.42  (4 DE MAYO DEL 2020)




Cuatro de mayo. Quincuagésimo segundo día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, DOSCIENTOS diecisiete mil quinientos contagiados, y veinticinco mil(1) trescientos muertos, —cifras oficiales, por supuesto— (porque se dice que las cifras reales casi llegan a cuarenta mil, y hay un exceso de maquillaje en las oficiales). ¡Como para no tener miedo!

En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.

Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.

En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.

     Alfredo Vílchez


(“El miserere” - de G.A. Becquer)

Hace algunos meses que, visitando la célebre abadía de Fitero y ocupándome en revolver algunos volúmenes en su abandonada biblioteca, descubrí en uno de sus rincones dos o tres cuadernos de música bastante antiguos cubiertos de polvo y hasta comenzados a roer por los ratones. Era un Miserere. Yo no sé la música, pero la tengo tanta afición que, aun sin entenderla, suelo coger a veces la partitura de una ópera y me paso las horas muertas hojeando sus páginas, mirando los grupos de notas más o menos apiñadas, las rayas, los semicírculos, los triángulos y las especies de etcéteras que llaman claves, y todo esto sin comprender una jota ni sacar maldito el provecho. Consecuente con mi manía, repasé los cuadernos, y lo primero que me llamó la atención fue que, aunque en la última página había esta palabra latina, tan vulgar en todas las obras, finis, la verdad era que el Miserere no estaba terminado porque la música no alcanzaba sino hasta el décimo versículo. Esto fue, sin duda, lo que me llamó la atención primeramente; pero luego que me fijé un poco en las hojas de música me chocó más aún el observar que, en vez de esas palabras italianas que ponen en todas, como maestoso, allegro, ritardando, più vivo, a piacere, había unos renglones escritos con letra muy menuda y en alemán, de los cuales algunos servían para advertir cosas tan difíciles de hacer como esta: “Crujen..., crujen los huesos, y de sus médulas han de parecer que salen los alaridos, o esta otra: La cuerda aúlla sin discordar, el metal atruena sin ensordecer; por eso suena todo y no se confunde nada, y todo es la humanidad que solloza y gime, o la más original de todas, sin duda, recomendaba al pie del último versículo: Las notas son huesos cubiertos de carne; lumbre inextinguible, los cielos y su armonía...; ¡fuerza!..., fuerza y dulzura”. —¿Sabéis qué es esto? —pregunté a un viejecito que me acompañaba al acabar de medio traducir estos renglones, que parecían frases escritas por un loco. El anciano me contó entonces la leyenda que voy a referiros.

Hace ya muchos años, en una noche lluviosa y obscura, llegó a la puerta claustral de esta abadía un romero y pidió un poco de lumbre para secar sus ropas, un pedazo de pan con que satisfacer su hambre y un albergue cualquiera donde esperar la mañana y proseguir con la luz del sol su camino. Su modesta colación, su pobre lecho y su encendido hogar puso el hermano a quien se hizo esta demanda a disposición del caminante, al cual, después que se hubo repuesto de su cansancio, interrogó acerca del objeto de su romería y del punto a que se encaminaba. —Yo soy músico —respondió el interpelado-, he nacido muy lejos de aquí y en mi patria gocé un día de gran renombre. En mi juventud hice de mi arte un arma poderosa de seducción y encendí con él pasiones que me arrastraron a un crimen. En mi vejez quiero convertir al bien las facultades que he empleado para el mal, redimiéndome por donde mismo pude condenarme. Como las enigmáticas palabras del desconocido no pareciesen del todo claras al hermano lego, en quien ya comenzaba la curiosidad a despertarse, e instigado por ésta, continuara en sus preguntas, su interlocutor prosiguió de este modo: —Lloraba yo en el fondo de mi alma la culpa que había cometido; mas al intentar pedirle a Dios misericordia, no encontraba palabras para expresar dignamente mi arrepentimiento cuando un día se fijaron mis ojos por casualidad sobre un libro santo. Abrí aquel libro y en una de sus páginas encontré un gigante grito de contrición verdadera, un salmo de David, el que comienza ¡Miserere mei, Deus! Desde el instante en que hube leído sus estrofas, mi único pensamiento fue hallar una forma musical tan magnífica, tan sublime, que bastase a contener el grandioso himno de dolor del Rey Profeta. Aún no la he encontrado; pero si logro expresar lo que siento en mi corazón, lo que oigo confusamente en mi cabeza, estoy seguro de hacer un Miserere tal y tan maravilloso que no hayan oído otro semejante los nacidos, tal y tan desgarrador, que al escuchar el primer acorde los arcángeles dirán conmigo, cubiertos los ojos de lágrimas y dirigiéndose al Señor: ¡Misericordia!, y el Señor la tendrá de su pobre criatura. El romero, al llegar a este punto de su narración, calló por un instante, y después, exhalando un suspiro, tornó a coger el hilo de su discurso. El hermano lego, algunos dependientes de la abadía y dos o tres pastores de la granja de los frailes, que formaban círculo alrededor del hogar, le escuchaban en un profundo silencio. —Después —continuó— de recorrer toda Alemania, toda Italia y la mayor parte de este país clásico para la música religiosa, aún no he oído un Miserere en que pueda inspirarme; ni uno, ni uno; y he oído tantos que puedo decir que los he oído todos. —¿Todos? —dijo entonces, interrumpiéndole, uno de los rabadanes—. ¿A qué no habéis oído el Miserere de la Montaña? —¡El Miserere de la Montaña! —exclamó el músico con aire de extrañeza-. ¿Qué Miserere es ése? —¿No dije? —murmuró el campesino, y luego prosiguió con una entonación misteriosa—. Ese Miserere, que sólo oyen por casualidad los que como yo andan día y noche tras el ganado por entre breñas y peñascales, es toda una historia; una historia muy antigua, pero tan verdadera como al parecer increíble. Es el caso que en lo más fragoso de esas cordilleras de montañas que limitan el horizonte del valle, en el fondo del cual se halla la abadía, hubo, hace ya muchos años, ¡que digo muchos años!, muchos siglos, un monasterio famoso, monasterio que, a lo que parece, edificó un señor con los bienes que había de legar a su hijo, al cual desheredó al morir en pena de sus maldades. Hasta aquí todo fue bueno; pero es el caso que este hijo que, por lo que se verá más adelante, debió de ser de la piel del diablo, si no era el mismo diablo en persona, sabedor de que sus bienes estaban en poder de los religiosos y de que su castillo se había transformado en iglesia, reunió a unos cuantos bandoleros, camaradas suyos en la vida de perdición que emprendiera al abandonar la casa de sus padres, y una noche de Jueves Santo, en que los monjes se hallaban en el coro, y en el punto y hora en que iban a comenzar o habían comenzado el Miserere, pusieron fuego al monasterio, saquearon la iglesia, y a éste quiero a aquél no, se dice que no dejaron fraile con vida. Después de esta atrocidad se marcharon los bandidos y su instigador con ellos adonde no se sabe, a los profundos tal vez. Las llamas redujeron el monasterio a escombros; de la iglesia aún quedan en pie las ruinas sobre el cóncavo peñón, de donde nace la cascada que, después de estrellarse de peña en peña, forma el riachuelo que viene a bañar los muros de esta abadía. —Pero —interrumpió impaciente el músico— ¿y el Miserere? —Aguardaos -continuó con gran sorna el rabadán—, que todo irá por partes. Dicho lo cual siguió así su historia: —Las gentes de los contornos se escandalizaron del crimen; de padres a hijos y de hijos a nietos se refirió con horror en las largas noches de velada; pero lo que mantiene más viva su memoria es que todos los años, tal noche como la en que se consumó, se ven brillar luces a través de las rotas ventanas de la iglesia; se oye como una especie de música extraña y unos cantos lúgubres y aterradores que se perciben a intervalos en las ráfagas del aire. Son los monjes, los cuales, muertos tal vez sin hallarse preparados para presentarse en el tribunal de Dios limpios de toda culpa, vienen aún del purgatorio a impetrar su misericordia cantando el Miserere. Los circunstantes se miraron unos a otros con muestras de incredulidad; sólo el romero, que parecía vivamente preocupado con la narración de la historia, preguntó con ansiedad al que la había referido: —¿Y decís que ese portento se repite aún? —Dentro de tres horas comenzarán, sin falta alguna, porque precisamente esta noche es la de Jueves Santo, y acaban de dar las ocho en el reloj de la abadía. —¿A qué distancia se encuentra el monasterio? —A una legua y media escasa...; pero ¿qué hacéis? ¿Adónde vais con una noche como ésta? ¡Estáis dejado de la mano de Dios! —exclamaron todos al ver que el romero, levantándose de su escaño y tomando el bordón, abandonaba el hogar para dirigirse a la puerta. —¿Adónde voy? A oír esa maravillosa música, a oír el grande, el verdadero Miserere, el Miserere de los que vuelven al mundo después de muertos y saben lo que es morir en el pecado. Y esto diciendo desapareció de la vista del espantado lego y de los no menos atónitos pastores. El viento zumbaba y hacía crujir las puertas, como si una mano poderosa pugnase por arrancarlas de sus quicios; la lluvia caía en turbiones, azotando los vidrios de las ventanas, y de cuando en cuando la luz de un relámpago iluminaba por un instante todo el horizonte que desde ellas se descubría.

Pasado el primer momento de estupor exclamó el lego: —¡Está loco! —¡Está loco! -—repitieron los pastores, y atizaron de nuevo la lumbre y se agruparon alrededor del hogar.
Después de una o dos horas de camino el misterioso personaje que calificaron de loco en la abadía, remontando la corriente del riachuelo que le indicó el rabadán de la historia, llegó al punto en que se levantaban negras e imponentes las ruinas del monasterio. La lluvia había cesado; las nubes flotaban en obscuras bandas, por entre cuyos jirones se deslizaba a veces un furtivo rayo de luz pálida y dudosa; y el aire, al azotar los fuertes machones y extenderse por los desiertos claustros, diríase que exhalaba gemidos. Sin embargo, nada sobrenatural, nada extraño venía a herir la imaginación. Al que había dormido más de una noche sin otro amparo que las ruinas de una torre abandonada o un castillo solitario; al que había arrostrado en su larga peregrinación cien y cien tormentas, todos aquellos ruidos le eran familiares. Las gotas de agua que se filtraban por entre las grietas de los rotos arcos y caían sobre las losas con un rumor acompasado, como el de la péndola de un reloj; los gritos del búho, que graznaba refugiado bajo el nimbo de piedra de una imagen, de pie aún en el hueco de un muro; el ruido de los reptiles, que, despiertos de su letargo por la tempestad, sacaban sus disformes cabezas de los agujeros donde duermen o se arrastraban por entre los jaramagos y los zarzales que crecían al pie del altar, entre las junturas de las lápidas sepulcrales que formaban el pavimento de la iglesia; todos esos extraños y misteriosos murmullos del campo, de la soledad y de la noche llegaban perceptibles al oído del romero, que, sentado sobre la mutilada estatua de una tumba, aguardaba ansioso la hora en que debiera realizarse el prodigio.

Transcurrió tiempo y tiempo y nada se percibió; aquellos mil confusos rumores seguían sonando y combinándose de mil maneras distintas, pero siempre los mismos. —¡Si me habrá engañado! —pensó el músico; pero en aquel instante se oyó un ruido nuevo, un ruido inexplicable en aquel lugar: como el que produce un reloj algunos segundos antes de sonar la hora; ruido de ruedas que giran, de cuerdas que se dilatan, de maquinaria que se agita sordamente y se dispone a usar de su misteriosa vitalidad mecánica, y sonó una campanada..., dos..., tres..., hasta once. En el derruido templo no había campana, ni reloj, ni torre ya siquiera. Aún no había expirado, debilitándose de eco en eco, la última campanada; todavía se escuchaba su vibración temblando en el aire, cuando los doseles de granito que cobijaban las esculturas, las gradas de mármol de los altares, los sillares de las ojivas, los calados antepechos del coro, los festones de tréboles de las cornisas, los negros machones de los muros, el pavimento, las bóvedas, la iglesia entera comenzó a iluminarse espontáneamente, sin que se viese una antorcha, un cirio o una lámpara que derramase aquella insólita claridad. Parecía como un esqueleto de cuyos huesos amarillos se desprende ese gas fosfórico que brilla y humea en la oscuridad como una luz azulada, inquieta y medrosa. Todo pareció animarse, pero con ese movimiento galvánico que imprime a la muerte contracciones que parodian la vida; movimiento instantáneo, más horrible aún que la inercia del cadáver que agita con su desconocida fuerza. Las piedras se reunieron a piedras; el ara, cuyos rotos fragmentos se veían antes esparcidos sin orden, se levantó intacta como si acabase de dar en ella su último golpe de cincel el artífice, y al par del ara se levantaron las derribadas capillas, los rotos capiteles y las destrozadas e inmensas series de arcos que, cruzándose y enlazándose caprichosamente entre sí, formaron con sus columnas un laberinto de pórfido.

Un vez reedificado el templo, comenzó a oírse un acorde lejano que pudiera confundirse con el zumbido del aire, pero que era un conjunto de voces lejanas y graves que parecía salir del seno de la tierra e irse elevando poco a poco, haciéndose cada vez más perceptible. El osado peregrino comenzaba a tener miedo; pero con su miedo luchaba aún su fanatismo por todo lo desusado y maravilloso, y, alentado por él, dejó la tumba sobre que reposaba, se inclinó al borde del abismo por entre cuyas rocas saltaba el torrente, despeñándose en un trueno incesante y espantoso, y sus cabellos se erizaron de horror. Mal envueltos en los jirones de sus hábitos, caladas las capuchas, bajo los pliegues de las cuales contrastaban con sus descarnadas mandíbulas y los blancos dientes las obscuras cavidades de los ojos de sus calaveras, vio los esqueletos de los monjes, que fueron arrojados desde el pretil de la iglesia a aquel precipicio, salir del fondo de las aguas, y agarrándose con los largos dedos de sus manos de hueso a las grietas de las peñas trepar por ellas hasta tocar el borde, diciendo con voz baja y sepulcral, pero con una desgarradora expresión de dolor, el primer versículo del salmo de David: Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam! Cuando los monjes llegaron al peristilo del templo se ordenaron en dos hileras y penetrando en él fueron a arrodillarse en el coro, donde con voz más levantada y solemne prosiguieron entonando los versículos del salmo. La música sonaba al compás de sus voces; aquella música era el rumor distante del trueno, que, desvanecida la tempestad, se alejaba murmurando; era el zumbido del aire que gemía en la concavidad del monte; era el monótono ruido de la cascada, que caía sobre las rocas, y la gota de agua que se filtraba y el roce de los reptiles inquietos. Todo esto era la música y algo más que no puede explicarse ni apenas concebirse; algo más que parecía como el eco de un órgano que acompañaba los versículos del gigante himno de contrición del Rey Salmista, con notas y acordes tan gigantes como sus palabras terribles. Siguió la ceremonia; el músico que la presenciaba, absorto y aterrado, creía estar fuera del mundo real, vivir en esa región fantástica del sueño en que todas las cosas se revisten de formas extrañas y fenomenales. Un sacudimiento terrible vino a sacarle de aquel estupor que embargaba todas las facultades de su espíritu. Sus nervios saltaron al impulso de una emoción fortísima; sus dientes chocaron, agitándose con un temblor imposible de reprimir, y el frío penetró hasta la médula de los huesos. Los monjes pronunciaban en aquel instante estas espantosas palabras del Miserere: In iniquitatibus conceptus sum: et in peccatis concepit me mater mea. Al resonar este versículo y dilatarse sus ecos retumbando de bóveda en bóveda, se levantó un alarido tremendo, que parecía un grito de dolor arrancado a la Humanidad entera por la conciencia de sus maldades; un grito horroroso, formado de todos los lamentos del infortunio, de todos los aullidos de la desesperación, de todas las blasfemias de la impiedad; concierto monstruoso, digno intérprete de los que viven en el pecado y fueron concebidos en la iniquidad. Prosiguió el canto, ora tristísimo y profundo, ora semejante a un rayo de sol que rompe la nube obscura de una tempestad, haciendo suceder a un relámpago de terror otro relámpago de júbilo, hasta que, merced a una transformación súbita, la iglesia resplandeció bañada en luz celeste; las osamentas de los monjes se vistieron de sus carnes; una aureola luminosa brilló en derredor de sus frentes; se rompió la cúpula y a través de ella se vio el cielo como un océano de lumbre abierto a la mirada de los justos.

Los serafines, los arcángeles, los ángeles y todas las jerarquías acompañaban con un himno de gloria este versículo, que subía entonces al trono del Señor como una tromba armónica, como una gigantesca espiral de sonoro incienso: Auditui meo dabis gaudium et lætitiam: et exultabunt ossa humiliata. En este punto la claridad deslumbradora cegó los ojos del romero; sus sienes latieron con violencia, zumbaron sus oídos y cayó sin conocimiento por tierra y nada más oyó.
Al día siguiente los pacíficos monjes de la abadía de Fitero, a quienes el hermano lego había dado cuenta de la extraña visita de la noche anterior, vieron entrar por sus puertas, pálido y como fuera de sí, al desconocido romero. —¿Oísteis al cabo el Miserere? —le preguntó con cierta mezcla de ironía el lego, lanzando a hurtadillas una mirada de inteligencia a sus superiores. —Sí —respondió el músico. —¿Y qué tal os ha parecido? —Lo voy a escribir. Dadme un asilo en vuestra casa -prosiguió, dirigiéndose al abad-, un asilo y pan por algunos meses, y voy a dejaros una obra inmortal del arte, un Miserere que borre mis culpas a los ojos de Dios, eternice mi memoria y eternice con ella la de esta abadía. Los monjes, por curiosidad, aconsejaron al abad que accediese a su demanda; el abad, por compasión, aun creyéndole un loco, accedió al fin a ella, y el músico, instalado ya en el monasterio, comenzó su obra.

Noche y día trabajaba con un afán incesante. En mitad de su tarea se paraba y parecía como escuchar algo que sonaba en su imaginación y se dilataban sus pupilas, saltaba en el asiento y exclamaba: «¡Eso es; así, así; no hay duda..., así!» Y proseguía escribiendo notas con una rapidez febril que dio en más de una ocasión que admirar a los que le observaban sin ser vistos. Escribió los primeros versículos y los siguientes y hasta la mitad del Salmo; pero al llegar al último, que había oído en la montaña, le fue imposible proseguir. Escribió uno, dos, cien, doscientos borradores; todo inútil. Su música no se parecía a aquella música ya anotada, y el sueño huyó de sus párpados, y perdió el apetito, y la fiebre se apoderó de su cabeza, y se volvió loco, y se murió, en fin, sin poder terminar el Miserere, que, como una cosa extraña, guardaron los frailes a su muerte y aún se conserva hoy en el archivo de la abadía. Cuando el viejecito concluyó de contarme esta historia no pude menos de volver otra vez los ojos al empolvado y antiguo manuscrito del Miserere, que aún estaba abierto sobre una de las mesas. In peccatis concepit me mater mea Éstas eran las palabras de la página que tenía ante mi vista y que parecía mofarse de mí con sus notas, sus llaves y sus garabatos ininteligibles para los legos en la música. Por haberlas podido leer hubiera dado un mundo. ¿Quién sabe sí no serán una locura?
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(“El rayo de luna” - de G.A. Becquer)

Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación. Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito esta leyenda, que a los demás que nada vean en su fondo al menos podrá entretenerles un rato.

Era noble, había nacido entre el estruendo de las armas, y el insólito clamor de una trompa de guerra no lo hubiera hecho levantar la cabeza un instante ni apartar sus ojos de un punto del oscuro pergamino en que leía la última cantiga de un trovador. Los que quisieran encontrarle no le debían buscar en el anchuroso patio de su castillo, donde los palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban a volar a los halcones y los soldados se entretenían los días de reposo en afilar el hierro de su lanza. —¿Dónde está Manrique, dónde está vuestro señor? —preguntaba algunas veces su madre. —No sabemos —respondían sus servidores—; acaso estará en el claustro del monasterio de la Peña, sentado al borde de una tumba, prestando oído a ver si sorprende alguna palabra de la conversación de los muertos, o en el puente, mirando correr unas tras otras las olas del río por debajo de sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en contar las estrellas del cielo, en seguir una
nube con la vista o contemplar los fuegos fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En cualquiera parte estará, menos en donde esté todo el mundo. En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo, que algunas veces hubiera deseado no tener sombra, porque su sombra no le siguiese a todas partes. Amaba la soledad, porque en su seno, dando rienda suelta a la imaginación, forjaba un mundo fantástico, habitado por extrañas creaciones, hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta; porque Manrique era poeta, tanto, que nunca le habían satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus pensamientos, y nunca los había encerrado al escribirlos. Creía que entre las rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de fuego de mil colores, que corrían como insectos de oro a lo largo de los troncos encendidos o danzaban en una luminosa ronda de chispas en la cúspide de las llamas, y se pasaba las horas muertas sentado en un escabel junto a la alta chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos en la lumbre. Creía que en el fondo de las ondas del río, entre los musgos de la fuente y sobre los vapores del lago vivían unas mujeres misteriosas, hadas, sílfides u ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros o cantaban y se reían en el monótono rumor del agua, rumor que oía en silencio intentando traducirlo. En las nubes, en el aire, en el fondo de los bosques, en las grietas de las peñas, imaginaba percibir formas o escuchar sonidos misteriosos, formas de seres sobrenaturales, palabras ininteligibles que no podía comprender. ¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para sentirlo. Amaba a todas las mujeres un instante: a ésta porque era rubia, a aquélla porque tenía los labios rojos, a la otra porque se cimbreaba, al andar, como un junco.
Algunas veces llegaba su delirio hasta el punto de quedarse una noche entera mirando a la luna, que flotaba en el cielo entre un vapor de plata, o a las estrellas, que temblaban a lo lejos como los cambiantes de las piedras preciosas. En aquellas largas noches de poético insomnio, exclamaba: —Si es verdad, como el prior de la Peña me ha dicho, que es posible que esos puntos de luz sean mundos; si es verdad que en ese globo de nácar que rueda sobre las nubes habitan gentes, ¡qué mujeres tan hermosas serán las mujeres de esas regiones luminosas, y yo no podré verlas, y yo no podré amarlas!... ¿Cómo será su hermosura?... ¿Cómo será su amor? Manrique no estaba aún lo bastante loco para que le siguiesen los muchachos, pero sí lo suficiente para hablar y gesticular a solas, que es por donde se empieza.

Sobre el Duero, que pasaba lamiendo las carcomidas y oscuras piedras de las murallas de Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al antiguo convento de los Templarios, cuyas posesiones se extendían a lo largo de la opuesta margen del río. En la época a que nos referimos, los caballeros de la Orden habían ya abandonado sus históricas fortalezas; pero aún quedaban en pie los restos de los anchos torreones de sus muros; aún se veían, como en parte se ven hoy, cubiertos de hiedra y campanillas blancas, los macizos arcos de su claustro, las prolongadas galerías ojivales de sus patios de armas, en las que suspiraba el viento con un gemido, agitando las altas hierbas. En los huertos y en los jardines, cuyos senderos no hollaban hacía muchos años las plantas de los religiosos, la vegetación, abandonada a sí misma, desplegaba todas sus galas, sin temor de que la mano del hombre la mutilase, creyendo embellecerla. Las plantas trepadoras subían encaramándose por los añosos troncos de los árboles; las sombrías calles de álamos, cuyas copas se tocaban y se confundían entre sí, se habían cubierto de césped; los cardos silvestres y las ortigas brotaban en medio de los enarenados caminos, y en dos trozos de fábrica, próximos a desplomarse, el jaramago, flotando al viento como el penacho de una cimera, y las campanillas blancas y azules, balanceándose como en un columpio sobre sus largos y flexibles tallos, pregonaban la victoria de la destrucción y la ruina. Era de noche; una noche de verano, templada, llena de perfumes y de rumores apacibles, y con una luna blanca y serena en mitad de un cielo azul, luminoso y transparente. Manrique, presa su imaginación de un vértigo de poesía, después de atravesar el puente, desde donde contempló un momento la negra silueta de la ciudad, que se destacaba sobre el fondo de algunas nubes blanquecinas y ligeras arrolladas en el horizonte, se internó en las desiertas ruinas de los Templarios. La media noche tocaba a su punto. La luna, que se había ido remontando lentamente, estaba ya en lo más alto del cielo, cuando, al entrar en una oscura alameda que conducía desde el derruido claustro a la margen del Duero, Manrique exhaló un grito leve, ahogado, mezcla extraña de sorpresa, de temor y de júbilo. En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca, que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje, en el mismo instante en que el loco soñador de quimeras o imposibles penetraba en los jardines.

Llegó al punto en que había visto perderse entre la espesura de las ramas a la mujer misteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos creyó divisar, por entre los cruzados troncos de los árboles, como una claridad o una forma blanca que se movía.

—¡Es ella, es ella, que lleva alas en los pies y huye como una sombra! —dijo; y se precipitó en su busca, separando con las manos las redes de hiedra que se extendían como un tapiz de unos en otros álamos. Llegó rompiendo por entre la maleza y las plantas parásitas hasta una especie de rellano que iluminaba la claridad del cielo... ¡Nadie! —¡Ah, por aquí, por aquí va! —exclamó entonces—. Oigo sus pisadas sobre las hojas secas, y el crujido de su traje, que arrastra por el suelo y roza en los arbustos —y corría, y corría como un loco de aquí para allá, y no la veía—. Pero siguen sonando sus pisadas -murmuró otra vez-; creo que ha hablado; no hay duda, ha hablado... El viento que suspira entre las ramas; las hojas, que parece que rezan en voz baja, me han impedido oír lo que ha dicho; pero no hay duda, va por ahí, ha hablado..., ha hablado... ¿En qué idioma? No sé, pero es una lengua extranjera... Y tornó a correr en su seguimiento, unas veces creyendo verla, otras pensando oírla; ya notando que las ramas por entre las cuales había desaparecido se movían; ya imaginando distinguir en la arena la huella de sus breves pies; luego, firmemente persuadido de que un perfume especial que aspiraba a intervalos era un aroma perteneciente a aquella mujer que se burlaba de él, complaciéndose en huirle por entre aquellas intrincadas malezas. ¡Afán inútil! Vagó algunas horas de un lado a otro fuera de sí, ya parándose para escuchar, ya deslizándose con las mayores precauciones sobre la hierba, ya en una carrera frenética y desesperada. Avanzando, avanzando por entre los inmensos jardines que bordaban la margen del río, llegó al fin al pie de las rocas sobre que se eleva la ermita de San Saturio. —Tal vez desde esta altura podré orientarme para seguir mis pesquisas a través de ese confuso laberinto —exclamó trepando de peña en peña con la ayuda de su daga. Llegó a la cima, desde la que se descubre la ciudad en lontananza y una gran parte del Duero que se retuerce a sus pies, arrastrando una corriente impetuosa y oscura por entre las corvas márgenes que lo encarcelan. Manrique, una vez en lo alto de las rocas, tendió la vista a su alrededor; pero al tenderla y fijarla al cabo en un punto, no pudo contener una blasfemia. La luz de la luna rielaba chispeando en la estela que dejaba en pos de sí una barca que se dirigía a todo remo a la orilla opuesta. En aquella barca había creído distinguir una forma blanca y esbelta, una mujer, sin duda la mujer que había visto en los Templarios, la mujer de sus sueños, la realización de sus más locas esperanzas. Se descolgó de las peñas con la agilidad de un gamo, arrojó al suelo la gorra, cuya redonda y larga pluma podía embarazarle para correr, y desnudándose del ancho capotillo de terciopelo, partió como una exhalación hacia el puente. Pensaba atravesarlo y llegar a la ciudad antes que la barca tocase en la otra orilla. ¡Locura! Cuando Manrique llegó jadeante y cubierto de sudor, a la entrada, ya los que habían atravesado el Duero por la parte de San Saturio, entraban en Soria por una de las puertas del muro, que en aquel tiempo llegaba hasta la margen del río, en cuyas aguas se retrataban sus pardas almenas.

Aunque desvanecida su esperanza de alcanzar a los que habían entrado por el postigo de San Saturio, no por eso nuestro héroe perdió la de saber la casa que en la ciudad podía albergarlos. Fija en su mente esta idea, penetró en la población, y dirigiéndose hacia el barrio de San Juan, comenzó a vagar por sus calles a la ventura. Las calles de Soria eran entonces, y lo son todavía, estrechas, oscuras y tortuosas. Un silencio profundo reinaba en ellas, silencio que sólo interrumpían ora el lejano ladrido de un perro, ora el rumor de una puerta al cerrarse, ora el relincho de un corcel que, piafando, hacía sonar la cadena que le sujetaba al pesebre en las subterráneas caballerizas. Manrique, con el oído atento a estos rumores de la noche, que unas veces le parecían los pasos de alguna persona que había doblado ya la última esquina de un callejón desierto; otras, voces confusas de gentes que hablaban a sus espaldas y que a cada momento esperaba ver a su lado, anduvo algunas horas corriendo al azar de un sitio a otro. Por último, se detuvo al pie de un caserón de piedra, oscuro y antiquísimo, y al detenerse brillaron sus ojos con una indescriptible expresión de alegría. En una de las altas ventanas ojivales de aquel que pudiéramos llamar palacio se veía un rayo de luz templada y suave que, pasando a través de unas ligeras colgaduras de seda color de rosa, se reflejaba en el negruzco y grieteado paredón de la casa de enfrente. —No cabe duda; aquí vive mi desconocida —murmuró el joven en voz baja sin apartar un punto sus ojos de la ventana gótica-, aquí vive. Ella entró por el postigo de San Saturio...; por el postigo de San Saturio se viene a este barrio...; en este barrio hay una casa donde, pasada la media noche, aún hay gente en vela... ¿En vela? ¿Quién sino ella, que vuelve de sus nocturnas excursiones, puede estarlo a estas horas?... No hay más; ésta es su casa. En esta firme persuasión, y revolviendo en su cabeza las más locas y fantásticas imaginaciones, esperó el alba frente a la ventana gótica, de la que en toda la noche no faltó la luz, ni él separó la vista un momento. Cuando llegó el día, las macizas puertas del arco que daba entrada al caserón, y sobre cuya clave se veían esculpidos los blasones de su dueño, giraron pesadamente sobre los goznes, con un chirrido prolongado y agudo. Un escudero reapareció en el dintel con un manojo de llaves en la mano, restregándose los ojos y enseñando al bostezar una caja de dientes capaces de dar envidia a un cocodrilo. Verle Manrique y lanzarse a la puerta todo fue obra de un instante. —¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De dónde es? ¿A qué ha venido a Soria? ¿Tiene esposo? Responde, responde, animal. Ésta fue la salutación que, sacudiéndole el brazo violentamente, dirigió al pobre escudero, el cual, después de mirarle un buen espacio de tiempo con ojos espantados y estúpidos, le contestó con voz entrecortada por la sorpresa: —En esta casa vive el muy honrado señor D. Alonso de Valdecuellos, montero mayor de nuestro señor el rey, que, herido en la guerra contra moros, se encuentra en esta ciudad reponiéndose de sus fatigas. —¿Pero y su hija? —interrumpió el joven, impaciente—. ¿Y su hija, o su hermana, o su esposa, o lo que sea? —No tiene ninguna mujer consigo. —¡No tiene ninguna!... ¿Pues quién duerme allí en aquel aposento, donde toda la noche he visto arder una luz? —¿Allí? Allí duerme mi señor D. Alonso, que, como se halla enfermo, mantiene encendida su lámpara hasta que amanece. Un rayo cayendo de improviso a sus pies no le hubiera causado más asombro que el que le causaron estas palabras.

-Yo la he de encontrar, la he de encontrar; y si la encuentro, estoy casi seguro de que he de conocerla... ¿En qué?... Eso es lo que no podré decir..., pero he de conocerla. El eco de sus pisadas o una sola palabra suya que vuelva a oír; un extremo de su traje, un solo extremo que vuelva a ver me bastarán para conseguirlo. Noche y día estoy mirando flotar delante de mis ojos aquellos pliegues de una tela diáfana y blanquísima; noche y día me están sonando aquí dentro, dentro de la cabeza, el crujido de su traje, el confuso rumor de sus ininteligibles palabras... ¿Qué dijo?... ¿Qué dijo? ¡Ah!, si yo pudiera saber lo que dijo, acaso...; pero, aún sin saberlo, la encontraré..., la encontraré; me lo da el corazón, y mi corazón no me engaña nunca. Verdad es que ya he recorrido inútilmente todas las calles de Soria; que he pasado noches y noches al sereno, hecho poste de una esquina; que he gastado más de veinte doblas en oro en hacer charlar a dueñas y escuderos; que he dado agua bendita en San Nicolás a una vieja, arrebujada con tal arte en su manto de anascote, que se me figuró una deidad; y al salir de la Colegiata una noche de maitines he seguido como un tonto la litera del arcediano, creyendo que el extremo de sus hopalandas era el del traje de mi desconocida; pero no importa...; yo la he de encontrar, y la gloria de poseerla excederá seguramente al trabajo de buscarla. ¿Cómo serán sus ojos?... Deben de ser azules, azules y húmedos como el cielo de la noche; me gustan tanto los ojos de ese color; son tan expresivos, tan melancólicos, tan... Sí..., no hay duda; azules deben de ser; azules son, seguramente, y sus cabellos, negros, muy negros y largos para que floten... Me parece que los vi flotar aquella noche, al par que su traje, y eran negros...; no me engaño, no; eran negros. ¡Y qué bien sientan unos ojos azules, muy rasgados y adormidos, y una cabellera suelta, flotando y oscura, a una mujer alta...; porque... ella es alta, alta y esbelta, como esos ángeles de las portadas de nuestras basílicas, cuyos ovalados rostros envuelven en un misterioso crepúsculo las sombras de sus doseles de granito! ¡Su voz!... Su voz la he oído... su voz es suave como el rumor del viento en las hojas de los álamos, y su andar, acompasado y majestuoso como las cadencias de una música. Y esa mujer, que es hermosa como el más hermoso de mis sueños de adolescente, que piensa como yo pienso, que gusta como yo gusto, que odia lo que yo odio, que es un espíritu hermano de mi espíritu, que es el complemento de mi ser, ¿no se ha de sentir conmovida al encontrarme? ¿No me ha de amar como yo la amaré, como yo la amo ya, con todas las fuerzas de mi vida, con todas las facultades de mi alma? Vamos, vamos al sitio donde la vi la primera y única vez que la he visto... ¿Quién sabe si, caprichosa como yo, amiga de la soledad y el misterio, como todas las almas soñadoras, se complace en vagar por entre las ruinas, en el silencio de la noche? Dos meses habían transcurrido desde que el escudero de D. Alonso de Valdecuellos desengañó al iluso Manrique; dos meses, durante los cuales en cada hora había formado un castillo en el aire, que la realidad desvanecía con un soplo; dos meses, durante los cuales había buscado en vano a aquella mujer desconocida, cuyo absurdo amor iba creciendo en su alma, merced a sus aún más absurdas imaginaciones, cuando, después de atravesar, absorto en estas ideas, el puente que conduce a los Templarios, el enamorado joven se perdió entre las intrincadas sendas de sus jardines.

La noche estaba serena y hermosa; la luna brillaba en toda su plenitud en lo más alto del cielo, y el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las hojas de los árboles. Manrique llegó al claustro, tendió la vista por su recinto y miró a través de las macizas columnas de sus arcadas... Estaba desierto. Salió de él, encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que conduce al Duero, y aún no había penetrado en ella, cuando de sus labios se escapó un grito de júbilo.

Había visto flotar un instante, y desaparecer, el extremo del traje blanco, del traje blanco de la mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba como un loco. Corre, corre en su busca, llega al sitio en que la ha visto desaparecer; pero al llegar se detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece un rato inmóvil; un ligero temblor nervioso agita sus miembros; un temblor que va creciendo, que va creciendo, y ofrece los síntomas de una verdadera convulsión, y prorrumpe, al fin, en una carcajada sonora, estridente, horrible. Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante sus ojos, pero había brillado a sus pies un instante, no más que un instante. Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a intervalos por entre la verde bóveda de los árboles cuando el viento movía sus ramas.

Habían pasado algunos años. Manrique, sentado en un sitial junto a la alta chimenea gótica de su castillo, inmóvil casi y con una mirada vaga e inquieta como la de un idiota, apenas prestaba atención ni a las caricias de su madre ni a los consuelos de sus servidores. —Tú eres joven, tú eres hermoso —le decía aquélla—; ¿por qué te consumes en la soledad? ¿Por qué no buscas una mujer a quien ames, y que, amándote, pueda hacerte feliz? —¡El amor!... El amor es un rayo de luna —murmuraba el joven. —¿Por qué no despertáis de ese letargo? —le decía uno de sus escuderos—; os vestís de hierro de pies a cabeza, mandáis desplegar al aire vuestro pendón de ricohombre, y marchamos a la guerra; en la guerra se encuentra la gloria.

—¡La gloria!... La gloria es un rayo de luna. —¿Queréis que os diga una cantiga, la última que ha compuesto mosén Arnaldo, el trovador provenzal? —¡No! ¡No! —exclamó el joven incorporándose, colérico, en su sitial—. No quiero nada...; es decir, sí quiero...: quiero que me dejéis solo... Cantigas..., mujeres..., glorias..., felicidad..., mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos. ¿Para qué? ¿Para qué? Para encontrar un rayo de luna. Manrique estaba loco; por lo menos, todo el mundo lo creía así. A mí, por el contrario, se me figuraba que lo que había hecho era recuperar el juicio.





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SUEÑOS DE CUARENTENA
SUEÑO NÚM.41  (3 DE MAYO DEL 2020)

Tres de mayo. Quincuagésimo primer día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, DOSCIENTOS dieciséis mil seiscientos contagiados, y veinticinco mil cien muertos, —cifras oficiales, por supuesto— (porque se dice que las cifras reales casi llegan a cuarenta mil, y hay un exceso de maquillaje en las oficiales). ¡Como para no tener miedo!

En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.

Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.

En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.

    @ Alfredo Vílchez


Los creadores de los Cantares de Gesta de la Plena Edad Media, los juglares, al igual que los más tardíos autores de los romances nuevos, son, para que nos entendamos, el equivalente a un director de cine actual que escribiera su propio guion sobre un tema que está en la mente de todos por su importancia o por la actualidad de su recuerdo. Ambos, juglar y director, saben a qué público se dirigen, saben qué historia contarles para captar su atención, y saben utilizar la tecnología a su alcance para mantenerla, que, en el caso del juglar, será todo un conjunto de gestos, modulaciones vocálicas y gradación de intensidades que llevarán al oyente al cenit emocional que le hará inolvidable la historia. Exactamente lo mismo que el director cinematográfico o teatral. La palabra Juglar aparece por primera vez en León, en 1116, y representa toda una época inmediatamente posterior a los Cantares de Gesta, en la que se desarrollan los que se han dado en llamar Romances Viejos, que aparecerán desde el siglo X al XIII. Tras perderse la vitalidad de esta poesía épica, comienza la elaboración de romances sueltos. Son los llamados Romances Nuevos, que no tienen más allá de 50 o 60 versos de 8 sílabas, con rima en los pares. Forman lo que llamamos el Romancero. Menéndez Pidal juzga que estos Romances nuevos y sueltos comenzaron a hacerse a mediados del XIV, muchos de ellos aislando episodios de los Cantares de gesta y modificándolos. Esto los hace exclusivamente españoles, porque entre las canciones épico-líricas francesas del siglo XV, ni una sola se acuerda de Carlomagno, de Roldán ni de los demás personajes de la “Chanson de Geste”. Tampoco las baladas inglesas saben nada de Maldon, Finn o los personajes de la epopeya anglosajona. Ni siquiera en Alemania continúan los temas de los Nibelungos. Por esto, el inmediato y fuerte entronque con las gestas heroicas medievales es uno de los caracteres más distintivo del Romancero. No obstante, no son los Cantares la única fuente de los romances, porque también tratan de asuntos contemporáneos de los siglos en que nacen, tratando de informar al pueblo de cuanto acaecía. Así surgen los romances de don Pedro el Cruel, o los fronterizos de las guerras de Granada, o los moriscos de la misma época. Incluso los reyes utilizaban a los cantores populares para propagar noticias. Dentro del género de la poesía narrativa popular (oral-tradicional), el romancero hispánico es, sin duda la rama más vigorosa de la balada europea. El singular valor del romancero como manifestación del arte verbal se debe al hecho de ser un fenómeno de larga duración (desde el siglo XIV a nuestros días), a su dilatada expansión geográfica (que lo sitúa desde Nuevo Méjico a las comunidades sefardíes de Oriente) y a su diversidad lingüística (porque es una poesía que se canta en español, catalán, gallego, portugués, y judeo-español). Los romances son poemas narrativos que cuentan una historia. Si no hay relato, no hay romance. El romancero ha estado vigente en el ámbito hispánico durante más de siete siglos. Ningún otro género literario ha tenido tan larga vigencia. Y, además, ofrece una variedad de temas y versiones muy superior a la podemos encontrar en la balada escandinava, angloescocesa, francesa, irlandesa, italiana, o de otros países.

Sus ramas son, por un lado, geográficas o lingüísticas. Podemos hablar así de un romancero castellano, asturiano, sefardí, portugués, catalán, canario o americano. Pero también hay ramas temáticas, y puede hablarse de romance épico, histórico, noticiero, carolingio, bíblico, trovadoresco, religioso, vulgar, de ciegos, y así hasta llegar a los corridos mejicanos. Hoy nos interesan los históricos, que pueden dividirse a su vez en grandes bloques que recogen la destrucción de España por el rey don Rodrigo, la historia de Bernardo del Carpio y Roncesvalles, la historia de los siete infantes de Lara, los romances fronterizos de las guerras de Granada, y los romances de la historia del Cid, de los cuales hemos hecho una selección que será el tema de este “Sueño”,  por considerar que pueden mantener una unidad argumental, que nos llevará por terrenos tan humanos como la venganza, el amor de esposos y padres, la nostalgia, la dignidad o el valor. En la figura de Rodrígo Díaz se entremezclan tres planos, que a veces se confunden. En primer lugar, la historia real del personaje, que es algo distinta al Cantar y a los romances, aunque no demasiado. En segundo lugar, el Cantar del Cid. Y digo Cantar, como Menéndez Pidal, porque los versos estaban hechos para ser cantados, no para ser leídos, como parece sugerir el término Poema del Cid que a veces se usa. Y en tercer lugar,  los romances de los siglos XIV y XV  basados en ese Cantar, de los que hemos seleccionados sólo algunos, porque son muy numerosos los que describen los pormenores de la vida del Cid, en clara demostración de lo que significó su figura para el pueblo durante tantos siglos.


Romances del Cid Comentario inicial sobre el Romancero

Pensativo estaba el Cid viéndose de pocos años, para vengar a su padre matando al conde Lozano; miraba el bando temido del poderoso contrario que tenía en las montañas mil amigos asturianos.; miraba como en la corte de ese buen rey don Fernando era su voto el primero, y en guerra el mejor su brazo; todo le parece poco para vengar este agravio, el primero que se ha hecho a la sangre de Laín Calvo; no cura de su niñez, que en el alma del hidalgo el valor para crecer no tiene en cuenta los años.
Descolgó una espada vieja de Mudarra, el castellano, que estaba toda mohosa por la muerte de su amo
— Haz cuenta, valiente espada, que es de Mudarra mi brazo, y que con su brazo riñes porque suyo es el agravio. Bien puede ser que te corras de verte así en la mi mano, mas no te podrás correr de volver atrás un paso. Tan fuerte como tu acero me verás en campo armado; tan bueno como el primero segundo dueño has cobrado; y cuando alguno te venza, del torpe hecho enojado, hasta la cruz de mi pecho te esconderé muy airado. Vamos al campo, que es hora de dar al conde Lozano el castigo que merece tan infame lengua y mano.

Determinado va el Cid, y va tan determinado, que en espacio de una hora mató al conde y fue vengado.

Cómo el Cid vengó a su padre

Grande rumor se levanta de gritos, armas y voces en el palacio de Burgos, donde están los ricoshombres. Bajó el rey de su aposento y con él toda la corte, y a las puertas del palacio hallan a Jimena Gómez, desmelenado el cabello, llorando a su padre el conde; y a Rodrigo de Vivar ensangrentado el estoque. Vieron al soberbio mozo el rostro airado que pone, de doña Jimena oyendo lo que dicen sus clamores:

— ¡Justicia, buen rey, te pido y venganza de traidores; así se gocen tus hijos de tus hazañas y goces, que aquel que no la mantiene de rey no merece el nombre!
Y tú, matador cruel, no por mujer me perdones: la muerte, traidor, te pido, no me la niegues ni estorbes, pues mataste un caballero el mejor de los mejores.
En esto, viendo Jimena que Rodrigo no responde, y que tomando las riendas en su caballo se pone, el rostro volviendo a todos, por obligalles da voces, y viendo que no le siguen grita:  —¡Venganza, señores!




En Burgos estaba el buen rey asentado en su yantar, cuando la Jimena Gómez se le vino a querellar; cubierta paños de luto, tocas de negro cendal; las rodillas por el suelo, comenzara de fablar:
— Con mancilla vivo, rey; con ella vive mi madre; cada día que amanece veo a quien mató a mi padre caballero en un caballo y en su mano un gavilán; por hacerme más enojo cébalo en mi palomar; con sangre de mis palomas ensangrentó mi brial. ¡Hacedme, buen rey, justicia, no me la queráis negar! Rey que non face justicia non debía de reinar.
El rey cuando aquesto oyera comenzara de pensar:

— Si yo prendo o mato al Cid mis cortes revolverse han, pues, si lo dejo de hacer, Dios me lo demandará

Allí habló doña Jimena palabras bien de notar:

— Yo te lo diría, rey, cómo lo has de remediar. Mantén tu bien las tus cortes no te las revuelva nadie y al que mi padre mató dámelo para casar, que quien tanto mal me hizo sé que algún bien me fará.
Jimena pide justicia al rey... de otra forma
— Siempre lo he oído decir, y ahora veo que es verdad, que el seso de las mujeres no era cosa natural: hasta aquí pidió justicia, ya quiere con él casar. Mandaré una carta al Cid, mandarle quiero llamar

Las palabras no son dichas, la carta camino va: mensajero que la lleva dado la había a su padre.

A Jimena y a Rodrigo prendió el rey palabra y mano de juntarlos para en uno en el solar de Laín Calvo; las enemistades viejas con amor las olvidaron, que donde preside amor se olvidan quejas y agravios. El rey dio al Cid a Valduerna, a Saldaña y Belforado y a San Pedro de Cardeña, que en su hacienda vincularon.

Entrose  vestir de boda Rodrigo con sus hermanos; quitóse gola y arnés resplandeciente y grabado; púsose un medio botarga con unos vivos morados, calzas, valona tudesca de aquellos siglos dorados. Eran de grana de polvo y de vaca los zapatos con dos hebillas por cintas que le apretaban los lados;
camisón redondo y justo, sin filetes ni recamos, que entonces el almidón era pan para muchachos. Puso de raso un jubón ancho de manga, estofado, que en tres o cuatro batallas su padre lo había sudado. La Tizona rabitiesa, del mundo terror y espanto, en tiros nuevos traía que costaron cuatro cuartos.

Más galán que Gerineldos bajó el Cid famoso al patio, done el rey, obispo y grandes en pies estaban aguardando.

Las bodas de Rodrigo y Jimena

Tras esto bajó Jimena tocada en toca de papos, y no con estas quimeras que agora llaman hurracos. De paño de Londres fino era el vestido bordado; unas garnachas muy justas, con un chapín colorado, un collar de ocho patenas con un San Miguel colgando que apreciaron de una villa solamente de las manos.

Llegaron juntos los novios, y al dar la mano y abrazo, el Cid, mirando a la novia le dijo todo turbado:
— Maté a tu padre, Jimena, pero no a desaguisado, matele de hombre a hombre para vengar un agravio. Maté hombre, y hombre doy, aquí estoy a tu mandado: en lugar de muerto padre cobraste marido honrado





En los solares de Burgos a su Rodrigo aguardando, tan encinta está Jimena que muy cedo aguarda el parto; cuando demás dolorida una mañana en disanto, bañada en lágrimas tiernas escribe al rey don Fernando:

— A vos, mi señor, mi rey, el bueno, el aventurado, el magno, el conquistador, el agradecido, el sabio, la vuestra sierva Jimena, fija del conde Lozano, desde Burgos os saluda, donde vive lacerando. Perdonédesme señor, que no tengo pecho falso y si mal talante os tengo no puedo disimulallo.
¿Qué ley de Dios vos otorga que podáis, por tiempo tanto como ha que fincáis en lides, descasar a los casados? ¿Qué buena razón consiente que a mi marido velado no lo soltéis para mí sino una vez al año?

Y esa vez que los soltáis, fasta los pies del caballo tan teñido en sangre viene que pone pavor mirallo; y no bien mis brazos toca cuando se duerme en mis brazos, y en sueños gime y forceja que cuida que está lidiando, y apenas el alba rompe cuando le están acuciando las esculcas y adalides para que se vuelva al campo.


Carta de Jimena al rey

Llorando vos lo pedí y en mi soledad cuidando de cobrar padre y marido, ni uno tengo ni otro alcanzo. Y como otro bien no tengo y me lo habedes quitado, en guisa lo lloro vivo cual si estuviera enterrado.

Si lo facéis por honralle, asaz Rodrigo es honrado, pues no tiene barba  y tiene reyes moros por vasallos. Yo finco, señor, encinta, que en nueve meses he entrado y me pueden empecer las lágrimas que derramo.

Dad este escrito a las llamas, non se faga de él palacio, que en malos barruntadores no me será bien contado.

Pidiendo a las diez del día papel a su secretario, a la carta de Jimena responde el rey por su mano; y después de hacer la cruz con cuatro puntos y un rasgo, aquestas palabras pone a guisa de cortesano:
— A vos, la noble Jimena, la del marido envidiado, vos envío mis saludos en fe de quereros tanto. Que estáis de mi querellosa decís en vuestro despacho, que non vos suelto al marido sino una vez en el año, y que cuando lo suelto, en lugar de regalaros, en vuestros brazos se duerme como viene tan cansado

Su supiérades, señora, que vos quitara el velado para mis namoramientos, fuera bien el lamentarlo; mas si sólo vos lo quito para lidiar en el campo con los moros convecinos, non vos fago mucho agravio: que si yo no hubiera puesto las mis huertas a su cargo, ni vos fuerais más que dueña ni el fuera mas que hidalgo.
A no vos tener encinta, señora, el vuestro velado creyera de su dormir lo que me habedes contado. Mas pues el parto esperáis... si os falta un marido al lado, no importa, que sobra un rey que os hará cien mil regalos.


El rey responde a la carta de Jimena

Decís que entregue a las llamas la carta que habéis mandado; a contener herejías fuera digna de tal caso; mas pues razones contiene dignas de los siete sabios, mejor es para mi archivo que non para el fuego ingrato.

Y porque guardéis la mía y no la fagáis pedazos, por ella a lo que parieres prometo buen aguinaldo: si fuere fijo, daréle una espada y un caballo y cien mil maravedís para ayuda de su gasto; si fija, para su dote prometo poner en cambio desde el día en que naciera de plata cuarenta marcos
Con esto ceso, señora, y no de estar suplicando a la Virgen vos ayude en los dolores del parto.






¡Rey don Sancho, rey don Sancho, ya que te apuntan las barbas, quien te las vido nacer no te las verá logradas! Don Fernando apenas muerto, Sancho a Zamora cercaba, de un cabo la cerca el rey del otro el Cid le apremiaba. Del cabo que el rey la cerca Zamora no se da nada; del cabo que el Cid la aqueja Zamora ya se tomaba; corren las aguas del Duero tintas en sangre cristiana.
Habló el viejo Arias Gonzalo, el ayo de doña Urraca:
-Vámonos, hija, a los moros, dejad a Zamora salva, pues vuestro hermano y el Cid tan mal os desheredaban.

Doña Urraca en tanta cuita se asomaba a la muralla, y desde una torre mocha el campo del Cid miraba.

Doña Urraca, cercada en Zamora


Doña Urraca y el Cid

Afuera, afuera, Rodrigo, el soberbio castellano acordásete debría de aquel buen tiempo pasado cuando fuiste caballero en el altar de Santiago, cuando el rey fue tu padrino, tú, Rodrigo, el ahijado; mi padre te dio las armas, mi madre te dio el caballo, yo te calce las espuelas porque fueses más honrado;  pense casar contigo, no lo quiso mi pecado, casástete con Jimena,   hija del conde Lozano; con ella hubiste dinero, conmigo hubieras Estado, porque si la renta es buena,  muy mejor es el Estado. Bien casástete, Rodrigo, muy mejor fueras casado;   dejaste fija de rey por tomar la de un vasallo.

En oír esto Rodrigo   volviose mal angustiado:
-Afuera, afuera, los míos,  los de a pie y los de a caballo,   pues de aquella torre mocha  una vira me han tirado; no traía el asta de fierro, el corazón me ha pasado, ¡ya ningún remedio siento sino vivir más penado!

Aviso de un caballero zamorano

Sobre el muro de Zamora vide un caballero erguido; al real de los castellanos decía con grande grito:
-¡Guarte, guarte, rey don Sancho, no digas que no te aviso, que del cerco de Zamora un traidor había salido; Vellido Dolfos se llama, hijo de Dolfos Vellido; si gran traidor fue su padre, mayor traidor es el hijo; cuatro traiciones han hecho, y con ésta serán cinco. Si te engaña, rey don Sancho, no digas que no te aviso!
Gritos dan en el real: ¡A don Sancho han malherido! ¡Muerto le ha Vellido Dolfos; gran traición ha cometido!
Desque le tuviera muerto metióse por un postigo; por las calles de Zamora va dando voces y gritos:
- ¡Tiempo era, doña Urraca, de cumplir lo prometido!

A la muerte del rey don Sancho

Muerto yace el rey don Sancho, Vellido muerto le había; pasado está de un venablo que a la tierra le cosía. Llorando están a par de él obispos y clerecía; llórale la hueste toda, ricos hombres de Castilla. Don Rodrigo de Vivar es el que más lo sentía:
-¡Rey don Sancho, rey don Sancho, muy aciago fue aquel día en que cercaste a Zamora contra la voluntad mía! ¡La maldición de tu padre en mal hora se cumplía!
Levantose Diego Ordóñez, que a los pies del rey yacía; la flor es la de los de Lara y lo mejor de Castilla.
- Que se nombre un caballero antes que se pase el día para retar a Zamora por tan grande alevosía.
Todos dicen que es muy bien, mas nadie al campo salía; mirando estaban al Cid por ver si el reto él haría. Mas el Cid, que los entiende, desta manera decía:
- Yo me armé contra Zamora pues don Sancho lo quería; muerto mi señor el rey juré de no combatirla; grande deudo he con la infanta, quebrantarlo no podía.
Allí hablara Diego Ordóñez lleno de malenconía:
- Mal habéis jurado, Cid lo que no jurar debíais.

El Cid y la  Jura de Santa Gadea En Santa Águeda de Burgos, do juran los hijosdalgo, allí toma juramento el Cid al rey castellano sobre un cerrojo de fierro  y una ballesta de palo.

Las juras eran tan recias, que al buen rey ponen espanto:

—Villanos te maten, Alfonso, villanos, que no hidalgos, abarcas traigan calzadas, que no zapatos con lazo; capas traigan aguaderas, no capuces ni tabardos; con camisones de estopa,  no de holanda, ni labrados; cabalguen en sendas burras, que no en mulas ni en caballos; las riendas traigan de cuerda, que no cueros fogueados. Mátente por las aradas, que no camino ni en poblado; sáquente el corazón por el siniestro costado,
si no dices la verdad  de lo que eres preguntado, si tu fuiste o consentiste en la muerte de tu hermano
Las juras eran tan fuertes que el rey no las ha otorgado. Allí habló un caballero que del rey es más privado:
—Haced la jura, buen rey, no tengáis de eso cuidado, que nunca fue rey traidor, ni papa descomulgado.
Jura entonces el buen rey que en tal nunca se ha hallado; después habla contra el Cid malamente y enojado:
—¡Mucho me aprietas, Rodrigo! ¡Cid, muy mal me has conjurado! Mas si hoy me tomas la jura, después besarás mi mano

— Aqueso será, buen rey, como fuer galardonado, porque allá en cualquier tierra dan sueldo a los hijosdalgo.
— Vete de mis tierras, Cid, mal caballero probado, y no vengas más a ellas dende este día en un año.
— Que me place — dijo el Cid— que me place de buen grado, por ser la primera cosa que mandas en tu reinado. Tú me destierras por uno, yo me destierro por cuatro.
Ya se partía el buen Cid, sin al rey besar la mano; ya se parte de sus tierras, de Vivar y sus palacios: las puertas deja cerradas, los alamudes echados. Las cadenas deja llenas de podencos y de galgos; sólo lleva sus halcones, los pollos y los mudados. Con el iban los trescientos caballeros hijosdalgo; los unos iban a mula, y los otros a caballo; todos llevan lanza en puño, con el hierro acicalado, y llevan sendas adargas con borlas de colorado. Por una ribera arriba al Cid van acompañando; acompañándolo iban mientras él iba cazando.

El Cid envía a buscar su familia 

— Partíos dende, los moros, vuestros muertos soterrad: pensad de los malheridos, y a los cuitados contad que el saber nuestro en la guerra es humildoso en la paz, que no quiero sus haciendas, no se las iré a quitar, ni para mis barraganas sus hijas he de tomar, que yo no uso más mujeres que la mía natural.
Y mándovos yo, Alvar Fáñez, si he poder de vos mandar, que por mi doña Jimena y mis hijas otro tal, a San Pedro de Cardeña os queráis encaminar;
rogaréis al rey Alfonso que me las deje sacar; llevaréisle mi presente como a señor natural. Y vos, Martín Antolínez, con Alvar Fáñez andad y a los honrados judíos Raquel y Vidas llevad los tres mil marcos de plata que vos quisieron prestar; pagadles la logrería, otros mil marcos de más.
Rogarles heis de mi parte que me quieran perdonar el engaño de los cofres que en prenda es fui a dejar, porque con cuita lo hice de mi gran necesidad, y aunque cuidan que es arena lo que en los cofres está, quedó soterrado en ellos el oro de mi verdad.

Mensaje con Alvar Fáñez, y perdón del Cid 

Llegó Alvar Fáñez a Burgos a llevar al rey la empresa de cautivos y caballos, de despojos y riquezas, con cien llaves de las villas y castillos que rindiera. Los que a lo lejos los vían piensan que es gente de guerra y en grande alegría tornan al saber del Cid las nuevas.
Entró Alvar Fáñez al rey, y, pidiéndole licencia, besóle la mano y dijo:
— Rey, reciba vuestra alteza de un hidalgo desterrado la voluntad por ofrenda. De aqueste don que te envía toma solamente en cuenta que es ganado de los moros a precio de sangre buena que con su espada en dos años te ha ganado el Cid más tierras que te dejó el rey Fernando, tu padre, que en gloria sea.
Y una merced sola pide el Cid, que tu mano besa, y te suplica le envíes sus hijas y su Jimena; salgan de su soledad de San Pedro de Cardeña y vayan a ser señoras de la ciudad de Valencia.
Apenas calló Alvar Fáñez cuando la envidia revienta y el conde García Ordóñez hablaba en mala manera:
— De las ganancias del Cid, buen rey, no hagáis mucha cuenta, que cuanto ganó en un año acaso en dos días pierda; querrá que el destierro olvides con esto que te presenta.
Caló Alvar Fáñez la gorra, y empuñando con la diestra, tartamudo de coraje, le dio al conde esta respuesta:

—¡Cortesanos, maldicientes, cuán mal pagáis la defensa que tuvisteis en la espada que ha ensanchado vuestra tierra! El Cid os tiene ganado otro reino y cien fronteras, y os quiere dar tierras suyas aunque le echéis de las vuestras. Pudiera dárselo a extraños, mas para cosa tan fea es Rodrigo de Vivar castellano a las derechas. Descanses sus envidiosos, descansen mientras les sea el pecho del Cid muralla de su vida y de sus tierras, y entretengan en palacio sus ocios enhorabuena, mas cuiden mejor sus honras en vez de manchar la ajena. Y tú, rey, que las lisonjas a tu placer aprovechas, haz de las lisonjas huestes y verás cómo pelean.

Perdona que, con enojo, pierda el respeto a tu alteza, y dame si me has de dar a las hijas y a Jimena, pues te ofrezco su rescate como si estuvieran presas.

Levantóse el rey Alfonso y al buen Alvar Fáñez ruega que se sosiegue, y los dos vayan a ver a Jimena. Y al salir, ante la corte, dijo parado en la puerta
— Al Cid el destierro alzo y le devuelvo sus tierras: con todo lo que ha ganado confirmole yo a Valencia, y le añado de lo mío Ordejón, Campó y Briviesca, Langa y todas sus alfoces, con el castillo de Dueñas; que la honra del Cid es mía y es honra de España entera.

Pavor de los condes de Carrión Acabado de yantar, la faz en somo la mano, durmiendo está el señor Cid en el su precioso escaño. Guardándole están el sueño sus yernos Diego y Fernando, y el tartajoso Bermudo, en lides determinado. Fablando están juglarías, cada cual por hablar paso, y por soportar la risa puesta la mano en los labios, cuando unas voces oyeron que atronaban el palacio, diciendo —¡Guarda el león! ¡Mal muera quien lo ha soltado.

No se turbó don Bermudo, empero los dos hermanos con la cuita del pavor de la risa se olvidaron, y esforzándose las voces, en puridad se hablaron y aconsejaron de prisa que no fuyesen despacio.
El menor, Fernán González, dio principio al hecho malo: en zaga al Cid se escondió, bajo su escaño agachado. Diego, el mayor de los dos, se escondió a trecho más largo, en un lugar tan lijoso que no puede ser contado.

Entró gritando el gentío y el león entró bramando, a quien Bermudo atendió con el estoque en la mano.

Aquí dio una voz el Cid, a quien, como por milagro, se humilló la bestia fiera, humildosa y coleando. Agradecióselo el Cid, y al cuello le echó los brazos, y llevolo a la leonera faciéndole mil halagos. Aturdido está el gentío viendo lo tal: no catando que entrambos eran leones, mas el Cid era el más bravo.

Vuelto, pues a la su sala, alegre y no demudado, preguntó por sus dos yernos, su maldad adivinando.
Bermudo le respondió: — Del uno os daré recaudo, que aquí se agachó por ver si el león es hembra o macho.
Allí entró Martín Peláez, aquel temido asturiano, diciendo a voces — ¡Señor, albricias, ya lo he sacado!

El Cid replicóle: — ¿A quién?
Él repondió: —Al otro hermano, que se sumió de pavor do no se sumiera el diablo. Miradlo, señor, do viene, empero facéos a un lado, que habéis, para estar par dél, menester un incensario.
Agraviáronse los condes. Con el Cid quedan odiados: quisieran tornar sobre él la deshonra de ellos ambos

De concierto están los condes hermanos Diego y Fernando; afrentar quieren al Cid, muy gran traición han armado. Quieren volverse a sus tierras, sus mujeres demandando, y luego les dice el Cid cuando se las ha entregado

— Mirad, yernos, que tratedes como dueñas hijasdalgo mis hijas, pues que a vosotros por mujeres las he dado.
Ellos ambos le prometen de obedecer su mandado.

Ya cabalgaban los condes; y el buen Cid está a caballo con todos sus compañeros que le van acompañando; por las huertas y jardines van riendo y festejando.
Por espacio de una legua el Cid los ha acompañado; cuando dellas se despide, lágrimas le van saltando. Como hombre que ya sospecha la gran traición que han armado, llamó a su sobrino Ordoño y en secreto le ha mandado que vaya tras de los condes cubierto y disimulado.
Los condes con sus mujeres, por sus jornadas andando, en el robledal de Corpes dentro del monte han entrado; espeso es y muy oscuro de altos árboles poblado. Mandan ir toda su gente adelante muy gran rato quedando con sus mujeres tan solos Diego y Fernando.


Los de Carrión ofenden a las hijas del Cid

De sus caballos descienden, las riendas les han quitado, las mujeres que lo ven muy gran llanto han levantado. Apéanlas de las mulas; ambas las han desnudado; cada uno azota a la suya con las riendas del caballo; danles muchas espoladas, en sangre las han bañado; con palabras injuriosas mucho las han denostado. Los cobardes caballeros allí se las han dejado.

— De vuestro padre, señoras, en vos ya somos vengados; que vosotras no sois tales para con nusco casaros. Ahora pagáis las deshonras que el Cid a nós hubo dado cuando soltara el león y procurara matarnos.

Asida está del estribo la noble Jimena Gómez, y en tanto que al Cid le habla El Cid su gabán compone.

— Mirad —le dice— señor, vuestra sangre y la del conde que matasteis bueno a bueno que las venguéis como noble. A las cortes vais, buen Cid, y vuestro competidores son crueles como cobardes, como cobardes traidores. Al rey habrán prevenido y a sus amigos los condes, que es de cobardes muy propio socorrerse de invenciones. No aceteis del rey Alfonso excusas, ruegos ni dones, que mal se encubra una injuria con afeites de razones. Considerad vuestras hijas amarradas a dos robles; ante el rey buscáis justicia, ruego a Dios que no la estorbe.

— Así suceda, Jimena, el famoso Cid responde. Y abajando la cabeza picó a Babieca y partiose
El Cid marcha para pedir justicia al rey


En las Cortes de Toledo

Tres cortes armara el rey,  todas tres a una sazón: las unas armara en Burgos, las otras armó en León, las otras armó en Toledo, donde los hidalgos son, para cumplir de justicia al chico con el mayor. Treinta días da de plazo, treinta días, que más non, y el que a la postre viniese que lo diesen por traidor.
Veintinueve son pasados, los condes llegados son; treinta días son pasados, y el buen Cid no viene, non.
Allí hablaran los condes: -Señor, dadlo por traidor.
Respondiérales el rey:
-Eso non faría, non, que el buen Cid es caballero de batallas vencedor, pues que en todas las mis cortes no lo habría otro mejor.
Ellos en aquesto estando, el buen Cid allí asomó con trescientos caballeros, todos hijosdalgo son,   todos vestidos de un paño, de un paño y de una color, si no fuera el buen Cid, que traía un albornoz.


Reclamación del Cid ante las Cortes

— Yo me estando en Valencia, en Valencia la mayor, buen rey, vi yo vuestra seña y vuestro honrado pendón. Saliera yo a recibirlo como vasallo a señor; enviásteme una carta con un vuestro embajador: que en la villa de Requena con vos me avistara yo. Allí os convidé a comer, buen rey, tomástelo vos; y al alzar de los manteles dijste esta razón: que diese yo las mis hijas a los condes de Carrión. No quería Jimena Gómez, la madre que las parió; por cumplir vuestro mandato otorgáraselas yo.
Un día estando en las bodas soltárase un león; los condes fueron cobardes. Luego piensan la traición: pidiéranme las mis hijas para volver a Carrión; como eran sus mujeres, entregáraselas yo; ¡Ay, en medio del camino cuán mal paradas que son!
Allí dijeron los condes una muy mala razón:
— ¡Mentides, el Cid, mentides!, no somos traidores nós. Nós somos fijos de reyes, sobrinos de emperador; ¿merescimos ser casados con fijas de un labrador?

Levántose Per Bermúdez el que las damas crió y al conde que así había hablado diérale un gran bofetón.
Alborotose la corte y el rey los apaciguó: — Afuera, Pero Bermúdez, no me revolváis quistión.
— ¡Otórganos campo, rey, otórganoslo, señor, que con muy gran dolor vive la madre que las parió!
Los conde, como lo oyeron. no consienten campo, non. Hablara el rey a los condes, bien oiréis lo que allí habló:
— Si vos no otorgáis el campo yo he de hacer justicia hoy.
Entonces habló un criado de los condes de Carrión: —ellos otorgan el campo mañana en saliendo el sol.
Otro día de mañana todos en el campo son: por el Cid va Nuño Gustos, hombre de muy gran valor; con él va Pero Bermúdez, el ayo que las crió. Los condes vienen de negro, y los del Cid de color. Repentidos van los condes, de vellos es gran dolor.
Ya los meten en el campo, ya les parten el sol; luego abajaban las lanzas, ¡cuán bien combatidos son! A los primeros encuentros los condes vencidos son; quedaron ante la corte culpados de traición; a Gustos y Per Bermúdez el rey cabe sí asentó

Fizieron sos casamientos doña Elvira e doña sol; los primeros fueron grandes mas aquestos son mijor a mayor onra las casa que lo que primero fo. Veed qual onra creçe al que en buen naçió quando señoras son sues fijas de Navarra y de Aragón . Oy los reyes d’España sos parientes son.
Estas son las nuevas de mio Cid el Campeador y en este logar se acaba esta razón


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SUEÑOS DE CUARENTENA
SUEÑO 40 (2 DE MAYO DEL 2020)

Dos de mayo. Quincuagésimo día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, DOSCIENTOS quince mil doscientos contagiados, y veinticuatro mil ochocientos muertos, —cifras oficiales, por supuesto— (porque se dice que las cifras reales casi llegan a cuarenta mil, y hay un exceso de maquillaje en las oficiales). ¡Como para no tener miedo!
En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.
Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.
En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.
     Alfredo Vílchez

Quejose un cardenal al S. Padre Clemente VII de que Michael Angel, en el Juicio que había pintado en la Capilla de su santidad, había puesto su retrato [el retrato del cardenal] al natural en el infierno, que fuese servido de mandarle quitar de allí. Respondió el papa: “Ciertamente no tengo yo poder para quitar a nadie del infierno; de estar en el purgatorio bien lo pudiera yo hazer”  El cardenal don Alonso Manrique gastaba mucho y debía mucho. Había en su iglesia un beneficiado que pocas veces comía en su casa, ni entraba en ella, y, con ser de esta condición, tenía un despensero. El cardenal le dijo “¿Para qué queréis vos despensero, pues no lo habéis de  menester?”. Respondió: “Vuestra señoría tiene razón, porque, en verdad, a mi despensero y a vuestro tesorero, por vagabundos los debían azotar.  De un cardenal, que era gordito, estando en la corte del emperador Carlos Quinto, dijo don Diego de Mendoza, conde de Melito que “más parecía chichón que cardenal”
El título de la obra que he manejado es : Floresta española, de apotegmas, o sentencias, sabia y graciosamente dichas de algunos españoles / colegidas [recogidas] por Melchor de Santa Cruz de Dueñas, vezino de la ciudad de Toledo./ Impresso en Brusselas, en casa de Huberto Anthonio Velpio, en la Aguila de oro, cerca de Palacio. 1655

Melchor de Santa Cruz fue escritor, platero, orfebre y comerciante. Nació y vivió en Toledo (1520 y 1576). Es conocido como autor de una popularísima miscelánea, dedicada a Juan de Austria, la Floresta española de apotegmas y sentencias, (1574). Se trata de una colección de chistes o anécdotas en once partes: de eclesiásticos, nobles, respuestas ingeniosas, funcionarios de justicia, profesiones, artistas y enamorados, dichos graciosos, lisiados o deformes, burlas, dichos extravagantes y mujeres e inválidos. Mezcla frases anecdóticas, sentencias, cuentecillos, chistes, misceláneas y datos biográficos de muchos personajes tomados de una gran diversidad de fuentes. Y es en sí un acervo inmejorable para un conocimiento sociológico y etnológico de términos, usos y costumbres del siglo XVI, con datos recogidos directamente de la vida y de gente de toda condición, sin elaboración literaria posterior.

 Al Maestrescuela de Toledo, fundador del colegio de S. Catalina, vino uno a pedirle prestados cincuenta ducados. Mandó sacar un talegón de reales y diéselos. El que los pedía emprestados tomólos de su mano y echólos en un pañizuelo sin contarlos. Viendo el Maestrescuela que no los contaba, le pidió el pañizuelo con los dineros y los volvió a donde los había sacado, diciendo: “Quien no los cuenta, no los piensa pagar”.  Pusieron a fray Dionisio en la mesa una cola de carnero, pero no la quiso comer, diciendo que la cola era como trapo con que está cobijado siempre el servicio.  Decía fray Bernardino Palomo: “El vino tiene dos males. Si le echáis agua lo echáis a perder; si no se la echáis, os pierde a vos.  Caminando dos frailes, el uno dominico y el otro de la orden de San Francisco, a pasada de un vado, el dominico rogó al franciscano que, pues iba descalzo, le pasase a cuestas porque él no se descalzase.

El franciscano lo hizo así, Y cuando llegó a la mitad del río preguntó al dominico si llevaba consigo dineros. Respondió el dominico que dos reales.  Oyéndolo el franciscano dijo: “Padre, perdonadme, que no puedo llevar conmigo dineros porque así lo manda mi regla”, y, diciendo esto, dio con él en el río.  Saliendo el rey Católico a pasear una tarde por el campo de Zaragoza vio venir hasta cuarenta labradores cantando. El cardenal don Pedro González de Mendoza contó al rey cómo se acostumbraba en aquella tierra que cuando salían los peones a trabajar, hacían a cada uno de ellos un día rey, al cual obedecían en todo lo que les mandaba, y era aquel que veían delante de ellos. Y si su Alteza quería reír, le hiciese algún acatamiento como rey. El rey holgó dello, y cuando llegó cerca, el labrador mandó a los peones que se detuviesen. El rey Católico se quitó la gorra. El labrador, con mucha majestad, le santiguó diciendo: “A gorra de rey, bendición de Santo Padre”  Decía la reina Isabel que el que tenía buen gesto, llevaba carta de recomendación.

 Al rey Enrique cuarto dijeron unos caballeros que por qué no se vestía ricamente y usaba paños bastos. Respondió: “No ha de hacer ventaja el rey a sus súbitos en ropas nuevas, sino en virtudes”.
 El rey don Alonso de Aragón decía que cinco cosas le agradaban mucho: leña seca para quemar, caballo viejo para cabalgar, vino añejo para beber, amigos ancianos para conversar y libros antiguos para leer.

 Un arcediano de la Iglesia de Sevilla mató a un zapatero de la misma ciudad, y un hijo suyo fue a pedir justicia. Y el juez de la Iglesia le condenó a que no dijese misa en un año. A los pocos días el rey don Pedro vino a Sevilla, y el hijo del muerto se fue al rey y le dijo como el arcediano de Sevilla había muerto a su padre. El rey le preguntó si había pedido justicia, y él le contó el caso como había pasado. El rey le dijo: “¿Será tú hombre para matarle, pues no te hacen justicia?” Respondió “Sí, señor”. “Pues hazlo así”, le dijo.
Eso era la víspera del Corpus Christ
i. Y el día siguiente, como el arcediano iba en la procesión, bien cerca del rey, diole dos puñaladas y cayó muerto. Prendióle la justicia, y mandó el rey que lo trajesen ante él, y preguntóle por qué había muerto a aquel hombre. El mozo dijo: “Señor, porque mató a mi padre, y, aunque pedí justicia, no me la hicieron”. El juez de la Iglesia, que cerca estaba, respondió por sí que se había hecho, y muy cumplida. El rey quiso saber la justicia que se había hecho, y el juez respondió que le había condenado a que en un año no dijese misa. El rey dijo a su alcalde: “Soltad a ese hombre. Yo le condeno a que, en un año, no cosa zapatos”.

 Los portugueses hacen gran fiesta cada año el día que fue la batalla de Aljubarrota. Entrando fray Juan Hurtado a besar las manos a su alteza, dijo el rey: “Qué os parece nuestra fiesta ¿celebran es Castilla fiestas por vencimientos semejantes?” Respondió fray Juan: “No se hacen, porque son tantas las victorias nuestras que cada día sería fiesta y nos moriríamos de hambre”.
p.4Sueño de Cuarentena nº 40 Floresta española  Melchor de Santa Cruz

 El conde de Osuna preguntó a uno que venía de la Corte qué se decía allá de él. Respondió que no se decía nada, ni bien ni mal. Mandóle dar de palos y después diole cincuenta ducados diciendo: “ahora ya podéis decir allí bien o mal de mi”.
 Un alcaide le vino a decir al mismo conde que le avían tomado la fortaleza X, y traía una barba blanca muy larga. Le dijo el conde: “Vaya, perdisteis la fortaleza, pero os habéis traído la barbacana”
 Don Alonso de Aguilar, viendo que sacaban a un muerto de su casa, parecióle buena ocasión para un encarecimiento, y dijo a los presentes: “Mirad cuán dificultosa cosa es echar a un hombre de su casa que, aún para echarlo muerto della, son menester cuatro hombres”.  El Gran Capitán Gonzalo Fernández d Cordoba decía: “De España, las armas. De Italia, la pluma”
 El mismo Gran Capitán solía decir aquella sentencia de Platón: “El que quiera ser rico no ha de alegar moneda, sino disminuir codicia”. Y también que a ninguno debía tanto como a aquellos a quien daba.
 Mandó el rey Católico derribar a Montilla [se refiere al castillo] por cierto delito del señor della, y no bastaron los ruegos del embajador del rey de Francia ni de cuantos había en la corte para que no fuesen derribadas. Sucedió que, derribándola, cayó un pedazo de una torre y mato a cincuenta hombres de aquellos que la destruían, Sabiéndolo el Gran Capitán dijo: “¡Qué hiciera Montilla su fuera viva y sana, pues condenada y muerta hizo tal estrago en sus enemigos!”  Dichos de marqués de Santillana: Debemos dar gracias a Dios a los que escriben, porque de los vicios nos avisamos y de los aciertos quedamos prudentes y enseñados.
«Los ofrecimientos son para los extraños, y las obras para los amigos. Reprendido por algunos caballeros a causa de leer mucho respondió: “Converso mucho con los libros, porque hallo en ellos mejor conversación que no en vosotros”

 Juan de Ayala, señor de la villa de Cebolla, cazó una grulla. Su cocinero la guisó y dio una pierna de ella a su amiga. Sirviéndola en la mesa dijo Juan de Ayala: “¿Y la otra pierna?”. Respondió el cocinero: “No tenía más que una, porque todas las grullas no tienen sino una.  Otro día, Juan de Ayala fue a la casa del cocinero, y hallando una banda de grullas, estaban todas en un pie. Dijo el cocinero: “Vea vuestra merced si es verdad lo que dije”. Juan de Ayala arremetió con su caballo diciendo “ox, ox, ox”. Las grullas volaron y extendieron sus piernas, y dijo: “Bellaco, mira si tienen dos piernas o una”. Dijo el cocinero: “Cuerpo de tal, señor, si dijérades vos “ox, ox” a la que teníades en el plato, entonces ella extendiera la pierna que tenía encogida”.

 Diego García de Paredes decía que en las otras naciones hablaban con los labios, y los españoles con el corazón.

 [sobre el Gran Capitán]: Estando a la orilla del mar, donde acababan de tomar tierra, vieron venir por el agua tres navíos con gente. Venía delante e uno de ellos  un caballero armado que se había quedado atrás. Don Diego de Mendoza preguntó al Gran Capitán: “¿Quién es aquel?”. Respondió: “San Telmo, que aparece siempre en pasando la tormenta”. Yendo a acometer en una batalla [se refiere al Gran Capitán] a los enemigos, cayó del caballo. Algunos mostraron no tenerlo por buena señal. Pero dijo: “No temáis, que pues la tierra nos abraza, bien nos quiere” A Diego García de Paredes, que le aconsejaba que se quitase de un muy peligroso lugar donde daba la artillería, dijo: “Pues Dios no puso miedo en vuestro corazón, no lo pongáis ahora en el mío”. Estando cerca de una batalla se quemó la mayor parte de la pólvora. Y como de tal suceso la gente desmayase, le dijo con
gran ánimo: “Luminarias son de nuestra victoria”.  Decía un soldado que los franceses, al primer ímpetu son más que hombres, y después menos que mujeres.
 A un soldado que iba en calzas y jubón, y una pica en el hombro, y sudando, dijéronle dos señores que le toparon en un campo muy nevado, que se maravillaban cómo sudaba, yendo ellos muertos de frío. Respondió el soldado: “Si vuestras señorías trajesen a cuestas todo lo que tienen en su casa, sudarían como yo”

 Luchando un soldado español con un capitán en Italia, sucedió que el capitán, de un revés, le cortó un brazo. El capitán le puso la espada en la garganta, diciéndole que se rindiese, si no que le cortaría la cabeza. Respondió el soldado: “Haced lo que quisiéredes. Aunque me falta el brazo para pelear, sóbrame el corazón para morir” 

Entrando por Ceuta unos portugueses a hacer una cabalgada en un lugar de moros, iba entre ellos un castellano, y, como fuese de noche, para no ser sentidos requería ir callando. Pero el castellano hablaba. Enojose un portugués diciendo que por qué hablaba, y respondió: “porque así pensarían los moros que eran castellanos y que no quedaría ni uno vivo”.
 Contando un caballero que venía de Italia un hecho algo dudoso que le había acontecido, dijo un criado suyo, quitada la gorra: “Suplico a vuesa merced me de licencia para que le crea”.
 Decía un escudero que el que sirve ha de escoger señor de buen entendimiento, porque ya que no le pague, entienda que se lo debe.
 Pasando un caballero por la puerta de una señora a quien servía, rogó a una doncella que estaba allí que dijera a su señora que le suplicaba que se asomara a la ventana. La señora se excusó diciendo que la perdonase, que estaba destocada. Respondió el caballero: “decidle que porque creo que está destocada la sirvo, que a estar tocada no la sirviera”.
 Un forastero buscaba en Valladolid donde hallar damasco. Un truhán le envió a casa de un hombre chiquito, que tenía mujer hermosa, y preguntó allí si tenían damasco. Respondióle el dueño que sí había. Dijo el forastero que se lo mostrase. Y señalando a su mujer dijo: “ella es la dama, y yo soy el asco”.
 Un señor deste reino llevaba de la mano a una señora por una sala oscura. Dijo él: “Qué buen lugar es este, señora, si no fuera vuesa merced..” Respondió ella: “¡Bueno, por cierto! Si no fuera vuesa merced...”
 Un canónigo de Toledo muy pequeño de cuerpo dijo a un fraile tuerto que pedía
para las ánimas: “Padre, necesidad tendríais de otro ojo”. Respondióle el fraile: “Y aún de otros dos, para ver cosa tan chica”
 Preguntando en Valladolid un hidalgo a un amigo que venía de su tierra: “¿Qué nuevas hay”,  le dijo que su padre era muerto. Preguntóle de qué murió, y dijo “cayó de un castaño” . Unos caballeros que estaban cerca y que sabían que en su tierra no había tales árboles, le preguntaron.: “¿Qué es eso?”. Respondióles: “aunque mi padre era buen jinete, corriendo un caballo castaño cayó, y del murió”.
 Un pleiteante dijo a un corregidor que mirase por su justicia. Dijo el corregidor: “tened por cierto que se os guardará”. Respondió el pleiteante: “No quiero que se me guarde, sino que se me dé”

Unos labradores de un lugar fueron a Salamanca a saber de un catedrático que era gran letrado, si, probando ellos cómo el cura del lugar tenía una manceba en su casa, si le podrían echar del lugar. Preguntóles el letrado:”¿esa mujer que decís es de vuestro pueblo ?”. Respondieron: “No señor, que de otra parte la ha traído”, Dijo el letrado: “¿No os parece que ya que el cura es de esa condición, que es mejor que la traiga de fuera, que no que la tome de entre vosotros?”
 Preguntó un alguacil a un hombre pobre: “¿de qué vivís?”. Respondió: “Si me preguntárades de que muero, dijéraos que de hambre”.

 Rondando un alguacil mayor, pasando por una calle vio a unos hombres que sacaban unas arcas y otras cosas de una casa. Preguntóles:”¿Donde lleváis esa ropa?”. Respondieron: “Señor, se ha muerto un hombre en esa casa, y pasamos estas arcas a otra casa”. Dijo el alguacil mayor: “¿Pues cómo no lloran?”. Respondió uno dellos: “Señor, mañana llorarán”. Y así fue, porque las habían robado. 

A un estudiante pupilo de un colegio le echaron en una escudilla grande mucho caldo y sólo un garbanzo. Desabrochóse y rogó a su compañero que le ayudase a desnudar. Preguntado para qué, respondió: “No quiero que se me moje la ropa mientras nado hasta aquel garbanzo”. Luego le pusieron una tajada de queso en el plato, y era muy delgada. Cuando la vio, se tapó la boca. Preguntáronle por qué. Respondió: “Por no echarla del plato con el resuello”.

 Yendo por el campo, mandaron a un estudiante que no hablara porque espantaba a os conejos. Cuando los vio dijo: Ecce ciniculi multi. Y, como se espantasen, le riñieron. Respondió: “¡Quién iba a pensar que los conejos sabían latín!”.
 Fueron unos estudiantes a ver a una cortesana conocida suya, la cual pidió a uno de ellos un ejemplar de La Celestina para leerlo. Respondióle: “Por Dios, señora, que me espanto de vuestra merced, teniendo en casa el original ¿pedís el traslado?”
 Un mancebo de Fuentidueña fue a estudiar a Salamanca, y estudió Lógica y Filosofía. Volviendo a su pueblo, le preguntó el padre si había aprendido ciencia para pleitear o medicina para curar. El hijo le dijo que había aprendido Lógica y Filosofía. Quiso saber el padre que cosa era eso. Respondió: “En el caldero hay dos huevos, y en mi mano está destos huevos hacer tres”. El padre le rogó que lo hiciese. El estudiante dijo: “No me podéis negar, padre, que donde hay dos huevos hay uno; dos y uno son tres, luego tres huevos hay aquí”. Tomólos el padre diciendo: “Pues eso es así, cena tú el uno que hiciste, que tu madre y yo cenaremos estos dos”.  Curando un médico a un vizcaíno, mandó que tomase una purga de ruibarbo y agua de endibia. Venido su compañero, le contó que a la mañana del otro día avía de purgar con barbo de río y agua de envidia. El compañero compró un gran barbo y cocióle en agua. Y estándole comiendo entró el médico. Maravillado de ver tal exceso en día de purga, díjole el vizcaíno: “tú me mandaste que me purgase con barbo de río en agua”. 
Leyendo un pesquisidor en Vizcaya una provisión real sobre un alboroto que había habido en aquel pueblo, como en los dictados del rey dice:...de Castilla, de León, de Aragón, etc. lo leyó así. Respondieron: “Rey y reina obedecemos, cétera no conocemos”.
 Caminando un vizcaíno en tiempos caniculares, llevaba puesto un papahígo. Díjole un escudero: “Buen hábito es ese para este tiempo”. Respondió el vizcaíno: “dineros tuviésemos, que invención también sabríamos hacer, como en Corte”  [Papahígo: gorro que cubre toda la cabeza y hasta el cuello, salvo los ojos y la nariz]
 Dándole a un vizcaíno berengenas en un combite, no las quiso comer, diciendo: “Señor, no como higos cocidos”.
 A un vizcaíno mandóle su amo desollar un conejo. Comenzó a pelarle y, como no pudiese, dijo: “¡Juro a tal! con tan chiquitas plumas no sé como te vuelas”
p.8Sueño de Cuarentena nº 40 Floresta española  Melchor de Santa Cruz
 Andando a buscar un vizcaíno un zapatero, preguntaba: ““¿Do mora sastre de zapatos?. Y cuando lo encontró, para decir al zapatero que le hiciese unos medios zapatos dijo: “zapato aquí, zapato allí, y concha en medio”.
 Decía Hernando del Pulgar que para enriquecer uno en breve tiempo, que eran menester dos pocos y dos muchos. Poca vergüenza y poca conciencia; y mucha codicia y mucha diligencia.
 A un pintor que tenía los hijos muy feos preguntáronle: “¿Cómo pintáis las tablas tan hermosas, y hacéis los hijos tan feos?”. Respondió: “No es maravilla, porque las tablas pinto de día, y los hijos hago de noche”.  Un labrador fue a una ciudad a solicitar un pleito en nombre de un pueblo, y venía muy destrozado y de mal talle. Estando en el escritorio de un letrado donde había muchos negociantes, dijo el letrado:”¿No había
en vuestro pueblo otro hombre con más lustre que vos y que tuviera mejor presencia?”. Respondió el labrador: “Señor, mucho mejores y más sabios que yo hay, pero dijeron que para con vos harto estaba yo”.
 Un gallego fue a la guerra de Granada, e hiriéronle en la cabeza con una saeta. Viéndole un cirujano dijo: “No escapará, porque la saeta entra por el seso”. El gallego le dijo: “Eso non pode ser”. Replicó el cirujano: ”Yo lo veo”. Respondió el gallego: “Digo que non pode ser eso, porque non he seso, que si seso tuviera, non viniera yo a la guerra”.  Decía uno que más provecho trae el loco al cuerdo que el cuerdo al loco, porque la locura del que no tiene seso avisa al sabio, pero el seso del sabio aprovecha poco al loco.  Informándose uno de un mancebo que quería tomar por yerno, preguntó si tenía deudos. Respondiéronle: deudos, no. Pero deudas, sí.
 El padre que tenga una hija de veinte años la ha de dar a otro mejor que él; Si es de veinte y cinco años, a otro tan bueno como él; y de ahí adelante, a quien se la pidiere.
 Pedían dos mancebos una doncella a su padre, para casarse con ella. El uno era rico, y el otro pobre. Preguntáronle por qué no la había dado al rico. Respondió: porque el rico, que es necio, está aparejado para ser pobre, y el pobre, que es sabio, está aparejado para ser rico.
 Uno que era muy sucio jugaba a los naipes, y, porque perdía, ofrecíase al diablo. Díjole con quien jugaba: “si te llevara, si no tuviera asco”.
 Un caballero envió en un sobrescripto de una carta a un pobre escudero: A mi señor primo. Respondiole el escudero en el sobrescripto de otra:
Tal manera de favor No me la deis, no la quier. Para primo soy grosero, y pobre para señor.
 Un escudero escogió por compañero en una merienda a un viejo que no tenía dientes, el cual se dio tan buena maña, que comió más que el escudero. Díjole el escudero cuando se levantaron: “Por mi vida, señor, que habéis corrido bien, aunque veníais desherrado”.
 Estando la corte del emperador Carlos quinto en Toledo, un tudesco [un alemán]entró una tarde en una taberna y bebió cinco azumbres de vino y quedóse dormido. Y despertando otro día de mañana, pidióle la tabernera que le pagase sis azumbres de vino que le había dado. Él porfiaba que no eran más de cinco, diciendo: “mi tripa no hace más de cinco azumbres”. Dijo la tabernera: verdad decís, mas este vino, como es bueno, subióse un azumbre a la cabeza, y cinco del vientre son seis.

Fue uno a pedir un asno prestado a un vecino, y éste dijo que no lo tenía en casa. Sucedió que en diciendo esto, rebuznó el asno. Replicó el que lo pedía:”¿Como decíais que no estaba en casa?”. Respondió muy enojado: “¡Cuerpo de tal! ¿creéis vos a mi asno más que a mi?”.
 Estando la corte en Toledo, pasó un azacán [aguador] dando muy recios palos a su asno. Dijeronle dos escuderos: “No le maltrateis tanto a ese pobre asno”. El azacán, quitándose el bonete, dijo: “perdonad señor asno, que no pensé que teniades parientes en la corte”.
 Preguntó uno a un criado de un caballero qué renta tenía su amo. Respondió: “para matar de hambre una casa, aunque tenga cien personas”.  Preguntó la reina Isabel a un escudero: “¿Cuándo ha de parir vuestra mujer?”. Respondió: “cuando vuestra alteza mandare”.
 Entrando un licenciado en casa de un labrador a comprarle dos puercos, topó a la entrada de casa con su hija, que era hermosa moza. Queriendo decirle un requiebro le dijo: “Si los puercos parecen a v.m. hermosos puercos serán”.
 En un sermón dijo un fraile en el púlpito: “¿Quién perdona”?. Dijo una mujer: “Yo perdono la muerte de mi marido”. Preguntaron quién lo mató. Respondió: “No es muerto, más asiéntelo vuestra merced que yo perdono a quien lo matare.”
 Decía un soldado: “No me enojéis, que os eche tan alto que temáis más a la hambre que a la caída”
 Decía un soldado: “¡Voto a tal! que quien me derribó estos dientes que me faltan, cayó a mis pies”. Preguntándole quién era, respondió: “Un guijarro”

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SUEÑOS DE CUARENTENA
SUEÑO 39 (1 DE MAYO DEL 2020)

Uno de mayo. Cuadragésimo nono día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, DOSCIENTOS trece mil cuatrocientos contagiados, y veinticuatro mil quinientos muertos, —cifras oficiales, por supuesto— (porque se dice que las cifras reales casi llegan a cuarenta mil, y hay un exceso de maquillaje en las oficiales). ¡Como para no tener miedo!
En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.
Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.
En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.
     Alfredo Vílchez

de “Cuentos populares españoles” ,  de  José Mª Guelbenzu)
 (El autor ha recogido cuentos populares para niños, de todas las regiones españolas)

El hombre del saco 
Había un matrimonio que tenía tres hijas y como las tres eran buenas y trabajadoras les regalaron un anillo de oro a cada una para que lo lucieran como una prenda. Y un buen día, las tres hermanas se reunieron con sus amigas y, pensando qué hacer, se dijeron unas a otras: —Pues hoy vamos a ir a la fuente. Que era una fuente que quedaba a las afueras del pueblo. Entonces la más pequeña de las hermanas, que era cojita, le preguntó a su madre si podía ir a la fuente con las demás; y le dijo la madre: —No hija mía, no vaya a ser que venga el hombre del saco y, como eres cojita, te alcance y te agarre. Pero la niña insistió tanto que al fin su madre le dijo: —Bueno, pues anda, vete con ellas. Y allá se fueron todas. La cojita llevó además un cesto de ropa para lavar y al ponerse a lavar se quitó el anillo y lo dejó en una piedra. En esto, que estaban alegremente jugando en torno a la fuente cuando, de pronto, vieron venir al hombre del saco y se dijeron unas a otras: —Corramos, por Dios, que ahí viene el hombre del saco para llevarnos a todas —y salieron corriendo a todo correr. La cojita también corría con ellas, pero como era cojita se fue retrasando; y todavía corría para alcanzarlas cuando se acordó de que se había dejado su anillo en la fuente. Entonces miró para atrás y, como no veía al hombre del saco, volvió a recuperar su anillo; buscó
la piedra, pero el anillo ya no estaba en ella y empezó a mirar por aquí y por allá por ver si había caído en alguna parte. Entonces apareció junto a la fuente un viejo que no había visto nunca antes y le dijo la cojita: —¿Ha visto usted por aquí un anillo de oro? Y el viejo le contestó: —Sí, que en el fondo de este costal está y ahí lo has de encontrar. Conque la cojita se metió en el costal a buscarlo sin sospechar nada y el viejo, que era el hombre del saco, en cuanto ella se metió dentro cerró el costal, se lo echó a las espaldas con la niña guardada y se marchó camino adelante, pero en vez de ir hacia el pueblo de la niña, tomó otro camino y se marchó a un pueblo distinto. E iba el viejo de lugar en lugar buscándose la vida, así que por el camino le dijo a la niña: —Cuando yo te diga: « Canta, saco, o te doy un sopapo» , tienes que cantar dentro del saco. Y ella contestó que bueno, que lo haría así. Y fueron de pueblo en pueblo y allí donde iban el viejo reunía a los vecinos y decía: —Canta, saco, o te doy un sopapo. Y la niña cantaba desde el saco: Por un anillo de oro que en la fuente me dejé estoy metida en el saco y en el saco moriré. Y el saco que cantaba era la admiración de la gente y le echaban monedas o le daban comida. En esto que el viejo llegó con su carga a una casa donde era conocida la niña y él no lo sabía; y, como de costumbre, posó el saco en el suelo delante de la concurrencia y dijo: —Canta, saco, o te doy un sopapo. Y la niña cantó: Por un anillo de oro que en la fuente me dejé estoy metida en el saco y en el saco moriré. Así que oyeron en la casa la voz de la niña, corrieron a llamar a sus hermanas y éstas vinieron y conocieron la voz y entonces le dijeron al viejo que ellas le daban posada aquella noche en la casa de sus padres; y el viejo, pensando en cenar de balde y dormir en cama, se fue con ellas. Conque llegó el viejo a la casa y le pusieron la cena, pero no había vino en la casa y le dijeron al viejo: —Ahí al lado hay una taberna donde venden buen vino; si usted nos hace el favor, vaya a comprar el vino con este dinero que le damos mientras terminamos de preparar la cena. Y el viejo, que vio las monedas, se apresuró a ir por el vino pensando en la buena limosna que recibiría. Cuando el viejo se fue, los padres sacaron a la niña del saco, que les contó todo lo que le había sucedido, y luego la guardaron en la habitación de las hermanas para que el viejo no la viera. Y, después, cogieron un perro y un gato y los metieron en el saco en lugar de la niña. Al poco rato volvió el viejo, que comió y bebió y después se acostó. Al día siguiente el viejo se levantó, tomó su limosna y salió camino de otro pueblo. Cuando llegó al otro pueblo, reunió a la gente y anunció como de costumbre que llevaba consigo un saco que cantaba y, lo mismo que otras veces, se formó un corro de gente y recogió unas monedas,
y luego dijo: —Canta, saco, o te doy un sopapo. Mas hete aquí que el saco no cantaba y el viejo insistió: —Canta, saco, o te doy un sopapo. El saco seguía sin cantar, y a la gente empezaba a reírse de él y también a amenazarle. Por tercera vez insistió el viejo, que ya estaba más que escamado y pensando hacer un buen escarmiento con la cojita si ésta no abría la boca: —¡Canta, saco, o te doy un sopapo! Y el saco no cantó. Así que el viejo, furioso, la emprendió a golpes y patadas con el saco para que cantase, pero sucedió que, al sentir los golpes, el gato y el perro se enfurecieron, maullando y ladrando, y el viejo abrió el saco para ver qué era lo que pasaba y entonces el perro y el gato saltaron fuera del saco. Y el perro le dio un mordisco en las narices que se las arrancó y el gato le llenó la cara de arañazos y la gente del pueblo, pensando que se había querido burlar de ellos, le midieron las costillas con palos y varas y salió tan magullado que todavía hoy le andan curando. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado.

El aguinaldo 
Esto eran unos niños muy muy pobres que en la víspera del día de Rey se iban caminando por un monte y, como era invierno, enseguida se hizo de noche, pero los pobrecitos seguían andando. Entonces se encontraron con una señora que les dijo: —¿Adónde vais tan de noche, que está helando? ¿No os dais cuenta de que os vais a morir de frío? Y los niños le contestaron: —Vamos a esperar a los Reyes, a ver si nos dan aguinaldo. Y la señora del bosque, que era muy hermosa, les dijo: —Y ¿qué necesidad teníais de alejaros tanto de vuestra casa? Para esperar a los Reyes sólo habéis de poner vuestros zapatitos en el balcón y después acostaros tranquilamente en vuestras camitas. A lo que los niños contestaron: —Es que nosotros no tenemos zapatos, y en nuestra casa no hay balcón, y no tenemos camita sino un montón de paja… Además el año pasado pusimos nuestras alpargatas en la ventana, pero se ve que los Reyes no las vieron porque no nos dejaron nada. Así que la señora del bosque se sentó en un tronco que había en el suelo y miró a los pequeños, que la contemplaban ateridos sin saber qué hacer; y ella les preguntó que si querían llevar una carta a un palacio y los niños le dijeron que sí que se la llevarían; entonces ella buscó en una bolsa que llevaba colgada de la cintura y sacó un gran sobre sellado que contenía la carta. —Pues ésta es la carta —dijo, y se la dio. Luego les explicó cómo tenían que hacer para encontrar el palacio y que el camino era peligroso porque tendrían que pasar ríos que estaban encantados y atravesar bosques que estaban llenos de fieras. —Los ríos los pasaréis poniéndoos de pie en la carta y la misma carta os llevará a la otra orilla; y para atravesar los bosques, tomad todos estos pedazos de carne que os doy, y, cuando os encontréis con alguna fiera, echadle un pedazo, que os dejará pasar. Y en la puerta del palacio encontraréis una culebra, pero no tengáis miedo: echadle este panecillo que os doy, y no os hará nada. Y los pobrecitos cogieron la carta, la carne y el pan y se despidieron de la señora del bosque. Conque siguieron su camino y, al poco rato, llegaron a un río de leche, después a un río de miel, después a un río de vino, después a un río de aceite y después a un río de vinagre. Todos los ríos eran muy anchos y ellos eran tan pequeños que les dio miedo no poder cruzarlos, pero hicieron como ella les dijo: echaron la carta al río, se subieron encima de ella y la carta les condujo siempre a la otra orilla. Cuando terminaron de cruzar los ríos empezaron a encontrar bosques y bosques, a cual más frondoso y oscuro, donde les salían fieras que parecía que los iban a devorar. Unas veces eran lobos, otras tigres, otras leones, todos prestos a devorarlos, pero en cuanto les echaban uno de los pedazos de carne que la señora del bosque les había dado, las fieras los cogían con sus bocas y desaparecían en lo hondo del bosque, dejándolos continuar su camino. Hasta que por fin, cuando y a había caído la noche, vieron a lo lejos el palacio y corrieron hacia él. Pero delante del palacio había una enorme culebra negra que, apenas los vio, se levantó sobre su cola amenazando con comérselos vivos con su inmensa boca; pero los niños le echaron el panecillo y la culebra no les hizo nada y los dejó pasar. Entraron los niños en el palacio y en seguida salió a recibirlos un criado negro, vestido de colorado y de verde, con muchos cascabeles que sonaban al andar; entonces los niños le entregaron la carta y el criado negro, al verla, empezó a dar saltos de alegría y fue a llevársela en una bandeja de plata a su señor. El señor era un príncipe que estaba encantado en aquel palacio y en cuanto cogió la carta se desencantó; así es que ordenó a su criado que le trajera inmediatamente a los niños y les dijo: —Yo soy un príncipe que estaba encantado y vuestra carta me ha librado del encantamiento, así que venid conmigo. Y los llevó a una gran sala donde había quesos de todas clases,y requesón, y jamón en dulce, y miles de golosinas más, para que comieran todo lo que quisieran. Después los llevó a otra sala y en ésta había huevo hilado, yemas de coco, peladillas, pasteles de muchas clases y miles de confituras más, para que comieran lo que quisieran. Y después los llevó a otra sala donde había caballos de cartón, escopetas, sables, aros, muñecas, tambores y miles de juguetes más, para que cogieran los que quisieran. Y después de todo eso, y de besarlos y abrazarlos, les dijo: —¿Veis este palacio y estos jardines y estos coches con sus caballos? Pues todo es para vosotros porque éste es vuestro aguinaldo de Reyes. Y ahora vamos en uno de estos coches a buscar a vuestros padres para que se vengan a vivir con nosotros. Los criados engancharon un lujoso coche y se fue el príncipe con los niños a buscar a sus padres. Y ya todo el camino era una carretera muy ancha y muy bien cuidada y los ríos y los bosques y las fieras habían desaparecido. Y luego volvieron todos muy contentos al palacio y vivieron muy felices.

El alfiletero de la anjana 
En Cantabria hay unas brujas llamadas anjanas, que poseen grandes poderes y que premian a los buenos y castigan a los malos. Y también hay una especie de brujos que sólo piensan en hacer daño a la gente y se llaman ojáncanos, porque tienen un solo ojo en medio de la frente. Los ojáncanos viven en cuevas y son enemigos de siempre de las anjanas. Un día, una anjana perdió un alfiletero que tenía cuatro alfileres con un brillante cada uno y tres agujas de plata con el ojo de oro. Una pobre que andaba pidiendo limosna de pueblo en pueblo lo encontró, pero la alegría le duró poco porque en seguida pensó que, si intentaba venderlo, todos pensarían que lo había robado. Así que, no sabiendo qué hacer con él, resolvió guardarlo. Esta pobre vivía con un hijo que la ayudaba a buscarse el sustento, pero un día su hijo fue al monte y no volvió, porque lo había cogido un ojáncano. Desconsolada al ver que pasaban los días y que su hijo no volvía, la pobre siguió pidiendo limosna y guardaba el alfiletero en el bolsillo. Pero no sabía que al hijo le había cogido el ojáncano y lo creyó perdido y muerto y lo lloró amargamente, pues era su único hijo. Un día que andaba pidiendo, pasó ante una vieja que cosía. Justo al pasar la pobre, a la vieja se le rompió la aguja y le dijo a la pobre: —¿No tendrá usted una aguja por casualidad? La pobre lo pensó durante unos momentos y al fin le contestó: —Sí que tengo, que acabo de encontrar un alfiletero que tiene tres, así que tome usted una —y se la dio a la vieja. Siguió la pobre su camino y pasó delante de una muchacha muy guapa que estaba cosiendo y le sucedió lo mismo y le dio la segunda aguja del alfiletero. Y más tarde pasó junto a una niña que estaba cosiendo y ocurrió lo mismo y la pobre le dio la tercera aguja. Entonces ya sólo le quedaban los alfileres del alfiletero, pero sucedió que un poco más adelante se encontró con una mujer joven que se había clavado una espina en el pie y la mujer le preguntó si no tendría un alfiler para ayudarla a sacarse la espina y, claro, la pobre le dio uno de sus alfileres. Y todavía volvió a encontrarse con otra muchacha que lloraba con desconsuelo porque se le había roto la falda de su vestido, con lo que la pobre empleó sus tres últimos alfileres en recomponer la falda y con esto se quedó con el alfiletero vacío. Al final, su camino la llevó al río, pero no había puente para atravesarlo, de manera que empezaba  a caminar por la orilla con la esperanza de encontrar un vado, cuando oyó al alfiletero que le decía:
—Apriétame a la orilla del río. La pobre hizo lo que el alfiletero le decía y de repente apareció un sólido madero cruzando el río de lado a lado y la pobre pasó sobre él y alcanzó la otra orilla. Entonces el alfiletero le dijo: —Cada vez que desees algo o necesites ayuda, apriétame. La pobre siguió su camino, pero tuvo la mala suerte de no encontrar casa alguna donde poder llamar y empezó a sentir hambre. Entonces se acordó del alfiletero y se dijo: « ¿Y si el alfiletero me diese algo de comer?» . Apretó el alfiletero y en sus manos apareció un pan recién horneado, por lo que, muy contenta, se lo comió mientras proseguía su camino. Luego, al poco tiempo, alcanzó a ver una casa a la que se dirigió sin demora para pedir limosna, pero en la casa sólo había una mujer que estaba llorando la pérdida de su hija porque se la había arrebatado un ojáncano. Compadecida, la pobre le dijo que ella misma iría al bosque a ver si podía encontrar a su hija. En seguida se acordó del alfiletero y, no sabiendo por dónde empezar a buscar, lo apretó fuertemente y apareció una corza con un lucero en la frente. La corza echó a andar y la pobre se fue tras ella hasta que el animal se detuvo ante una gran piedra y allí se quedó esperando. Desconcertada, la pobre volvió a apretar el alfiletero y apareció un martillo. Cogió el martillo y golpeó la piedra con todas sus fuerzas y ésta se rompió en pedazos y apareció la cueva del ojáncano. Entonces se adentró en ella acompañada de la corza y, aunque la cueva estaba en la más completa oscuridad, el lucero en la frente de la corza les iluminaba el camino. Y recorrieron la cueva por todos sus rincones hasta que en uno de ellos la pobre vio a un muchacho dormido y reconoció que era su hijo, al que el ojáncano había robado hacía tiempo, y le despertó y se abrazaron con inmensa alegría los dos y, en seguida, se apresuraron a salir de la cueva con la ayuda de la corza.
Volvieron a la casa de la mujer que lloraba la pérdida de su hija, pero entonces la pobre vio que ya no lloraba y reconoció por su porte que era una anjana. Y la anjana le dijo: —Ésta es tu casa desde ahora. No dejes volver más al bosque a tu hijo sin cuidado. Y ahora aprieta por última vez el alfiletero. La pobre lo apretó y aparecieron cincuenta ovejas, cincuenta cabras y seis vacas. Y así que terminaron de contarlas vieron que la corza, la anjana y el alfiletero habían desaparecido.

Perico el mago 
Había en un pueblo una mujer que tenía un hijo de lo más listo. Además de serlo, al niño le gustaba mucho estudiar en los libros, razón por la cual su madre le dijo un día: —Perico, hijo mío, cuánto me gustaría que estudiaras una carrera para que pudieses ser un hombre de provecho el día de mañana. Y aunque no tenemos mucho dinero, lo que haya que pagar yo lo daré por bien empleado; pero has de decirme qué es lo que más te gustaría estudiar. Perico se lo pensó y le dijo a su madre: —Madre, yo quisiera estudiar la magia negra. De manera que la madre se fue a ver a un maestro de magia para preguntarle si querría enseñar a su hijo. —Le enseñaré —dijo el maestro—, pero con una condición. Le dijo la madre: —¿Cuál es esa condición? Le respondió el maestro de magia: —Que al cabo de un año de estudiar conmigo, tiene usted que venir a ver a su hijo, y si le reconoce, pues bien, pero si no le reconoce entre los demás alumnos, me quedo con él para siempre. La madre no dudó de que sería capaz de reconocer a su hijo y le contestó al maestro que estaba conforme y mandó al hijo a estudiar con el maestro de magia. El tiempo fue pasando y se aproximó la fecha en la que la madre debía ir a la casa del maestro de magia para reconocer a su hijo. Y sabiéndolo el hijo, hizo lo siguiente: se convirtió en un palomo, salió de la casa del maestro sin que nadie le viera y voló a la de su madre. Cuando vio a su madre, que estaba cocinando junto a la ventana, le dijo: —Dentro de pocos días tendrá usted que ir a reconocerme. Yo sé que ese día el maestro nos va a convertir a todos en palomos y, cuando vea que llega usted, echará maíz en el suelo para que comamos todos y así nos confundamos unos con otros; pero yo, en vez de comer, me entretendré en saltar por encima de mis compañeros, de manera que cuando el maestro le pregunte si me conoce, diga que sí, que soy el que está dando saltos. El día señalado, la madre acudió a casa del maestro de magia y éste la llevó a donde estaban los palomos y le dijo: —Uno de estos palomos es su hijo, ¿lo reconoce? Y ella dijo sin titubear: —Sí, es ese que está venga a saltar. Y no lo dudo, porque es igual que cuando niño, que todo su afán era saltar por encima de sus iguales. Y dijo el maestro, contrariado: —Pues ha acertado usted, señora, que ése es su hijo; y ya se lo puede llevar, que no he de enseñarle más porque y a sabe tanto como sé yo. Así pues, Perico se fue con su madre, tan contento. Y se llevó de casa de su maestro el mejor libro de magia que tenía en la biblioteca sin que aquél se enterase. Y de vuelta en casa, le dijo lo primero de todo a su madre: —Madre, de ahora en adelante vamos a hacer fortuna con todo lo que he aprendido. Y para empezar va a llevarme usted mañana a la feria y yo me voy a convertir en una vaca. Lleve usted la vaca a vender y pida por ella ciento cincuenta ducados. Pero no venda la esquila con ella, porque en la esquila estoy yo. La madre llevó la vaca a la feria y a poco se le presentó un comprador que le dijo:— —¿Cuánto pide usted por esa vaca? —Ciento cincuenta ducados —dijo la madre. —Pues me parece bien —dijo el hombre, y le entregó los ciento cincuenta ducados y se llevó la vaca, pero antes la madre le quitó la esquila y la guardó en su bolsa. El comprador se marchó a su pueblo con la vaca y la dejó en el establo. A la mañana siguiente se levantó y fue a darle de comer, junto con los otros animales que tenía, y se encontró con que la vaca había desaparecido. Perico, entretanto, estaba muy animado y le propuso a su madre esta vez: —Ahora me convertiré en caballo; lo lleva usted a la feria y lo vende por trescientos ducados; y cuide que no entre el freno en la venta, que el freno se lo ha de quedar usted porque en el freno estoy yo. Mientras sucedía todo esto, el maestro ya había echado de menos su mejor libro de magia de la biblioteca. Lo estuvo buscando por todos los rincones y al final se dijo: « Para mí que Perico es quien se ha llevado el libro. Quién sabe por dónde andará ahora. Pero, como mañana hay feria, voy a acercarme por allá a ver si ha ido a probar su magia» .

Se fue el maestro a la feria y, estando en ella, se encontró con la madre de Perico, que estaba vendiendo un caballo. Y el astuto mago se acercó a la madre y le dijo: —¿Cuánto pide usted por este caballo? Y la madre le dijo lo que Perico le había encargado que dijese: —Pues trescientos ducados. Y dijo el maestro: —Me parece bien —y tomó el caballo. Entonces la madre fue y le dijo: —Espere usted un momento, que he de quitar el freno al caballo porque el freno no entra en el trato. Y dijo el maestro: —Pues yo lo compré con el freno y con él me lo he de llevar. Y la madre que no, y el maestro que sí, y tanta fue la disputa que llamaron a la justicia que, enterada del asunto, resolvió dar la razón al maestro. Y el astuto maestro montó rápidamente en el caballo, le arreó un par de fustazos y le dijo en voz alta, para que lo oyera bien: —Arre, Perico, que ahora sí que me vas a pagar el libro que te llevaste de mi casa. El maestro llegó a su casa muy contento de su astucia y apenas desmontó del caballo les encargó a sus hijos que lo llevaran a la cuadra y, sobre todo, que ni le dieran de comer ni le quitaran el freno. El caballo no hacía otra cosa que mover la cabeza sin parar y abrir la boca y los muchachos, compadecidos, se dijeron: —¿Qué mal hay en quitarle el freno al caballo, que parece que lo está lastimando? Con las mismas se lo quitaron y el caballo se convirtió en una trucha y se escapó río abajo. Entonces el maestro, que se dio cuenta, se convirtió en una culebra y empezó a perseguir a la trucha. La trucha, como era hábil, se metía por entre las piedras del río o saltaba por las cascadas, pero la culebra era tenaz y la perseguía sin descanso. Y así estuvieron mucho tiempo hasta que, al acercarse a la presa de un molino, la trucha vio que la culebra se le echaba encima y, para librarse de la persecución, se transformó en paloma y echó a volar. De inmediato, la culebra tomó la forma de un águila y siguió a la paloma para darle caza; la paloma y a estaba empezando a sentirse agotada y, cuando volaba cerca de una hermosa casa, se transformó en un mosquito y entró por la rendija de una ventana dentro de la casa. Aquella ventana era la de la habitación de una bella joven y el mosquito se convirtió en Perico de nuevo y le dijo a la joven: —Me voy a convertir en un anillo y me colocaré en tu dedo. En seguida aparecerá por aquí un caballero y en cuanto te vea te pedirá que le regales el anillo; tú dáselo, pero cuando vayas a ponerlo en sus manos, déjalo caer al suelo, que se romperá en varios pedazos. Entonces pisa con tu pie el pedazo más grande y cuando sientas que este pedazo te empuja hacia arriba, retira el pie. Conque Perico se convirtió en anillo y se colocó en el dedo de la joven y todo sucedió como él había dicho: llegó el caballero y le pidió el anillo a la joven. La joven lo dejó caer al suelo, se rompió en varios pedazos y puso su pie sobre el más grande de todos ellos. Entonces el caballero se convirtió en una gallina y empezó a comer los pedazos del anillo. En ese momento, el pedazo que estaba bajo el pie de la muchacha empujó hacia arriba y, al sentirlo, retiró el pie. Y resultó que el pedazo grande se convirtió en un zorro y se comió a la gallina. Y, después de esto, el zorro volvió a tomar forma de hombre, que era Perico, y se casó con la joven y vivieron felices; y él se convirtió en el mago más famoso de toda la región.

Juan Sin Miedo
 Éste era un muchacho llamado Juan que no conocía lo que era el miedo. Todos en su pueblo conocían el miedo, pero él no; él no tenía miedo a nada porque no sabía lo que era el miedo. Así que un día decidió salir al mundo a ver si podía conocer lo que era el miedo. Se echó al camino y estuvo andando leguas y leguas hasta que se sintió cansado y tuvo que pedir posada en una casa donde vivía un matrimonio de ancianos. Se sentó a cenar con ellos y vio que en la mesa donde comían había dos calaveras, una de las cuales contenía comida y la otra agua y le invitaron a comer y beber con ellos. Lo hizo Juan tan tranquilo y les preguntó después: —¿Ustedes saben qué es el miedo? Porque yo no lo sé y no le tengo miedo a nada. Al día siguiente se puso otra vez en camino y llegó a un castillo abandonado y decidió pasar en él la noche. Allí se preparó una cena con lo que llevaba y, mientras comía, oyó ruido de pasos y vio que por una escalera bajaban siete frailes, cada uno con una calavera en la mano derecha y una vela en la izquierda. Los siete frailes eran muertos que venían del otro mundo, pero a Juan no le daban miedo porque no conocía el miedo, así que los invitó a cenar con él. Y mientras tanto se decía: « Pues ¿qué será el miedo?» . Después de cenar se echó a dormir junto a una chimenea y al rato le despertaron unos ruidos y luego escuchó una voz que decía: —¿Caigo o no caigo? Y él contestó tan tranquilo: —Cae o no caigas, que a mí lo mismo me da. Y cayó por el hueco de la chimenea la cabeza de uno de los frailes muertos. La cabeza rodó y se le quedó mirando con los ojos abiertos. Y se oyó otra voz que decía: —¿Caigo o no caigo? Y Juan Sin Miedo, lo mismo: —Cae o no caigas, que a mí lo mismo me da. Pues esta vez cayó la mano derecha del fraile. Y otra voz volvió a repetir: —¿Caigo o no caigo? Y Juan: —Cae o no caigas, que a mí lo mismo me da. Y cayó el cuerpo del fraile con piernas y brazos y todos los trozos se juntaron y el fraile se puso en pie delante del muchacho. Y en esto otra voz que dice: —¿Caigo o no caigo? Y dice Juan, harto: —Cae de una vez y que caiga todo lo que tiene que caer, que y a tengo ganas de dormir. Y allí cayeron manos y brazos y piernas y calaveras y todas pertenecían a los frailes y cada una corría en pos de las otras para juntarse en medio de un gran estrépito; así hasta que estuvieron todos los frailes recompuestos y rodeando al muchacho, que los miró y dijo: —¿No será esto el miedo, verdad? Porque yo no sé lo que es el miedo. Y los frailes desaparecieron de su vista, con lo que por fin se pudo dormir y durmió a pierna suelta hasta el día siguiente. Y al día siguiente se puso en pie y siguió su camino mientras pensaba: « ¿Qué será eso del miedo, que todo el mundo habla de ello?» . Conque al fin llegó a un reino donde había un rey que penaba porque un ogro tenía a su hija en su poder. Y cuando llegó Juan Sin Miedo todos se admiraron de que no conociera el miedo y el rey le pidió que fuese a buscar a la princesa y que si se la traía, se la daría en matrimonio. Y Juan se fue a la cueva del ogro y cuando salió el ogro, como Juan no conocía el miedo, luchó con él, le venció y rescató a la hija del rey. Entonces el rey cumplió su palabra y Juan se casó con la princesa y decidió que nunca más se iba a ocupar de conocer el miedo porque no le hacía ninguna falta. Una tarde que Juan estaba durmiendo la siesta, llegó la princesa para enseñarle una pecera donde nadaban unos peces que le habían regalado; y al acercarse a Juan, uno de los peces saltó y saltaron unas gotas de agua a la cara de Juan y éste, que estaba medio dormido, dio un gran brinco lleno de susto mientras gritaba: —¡Ay, qué es esto, que me matan! ¡Ay qué susto, que ahora sí que sé lo que es el miedo! Y así es como Juan conoció el miedo.

El gato con botas
 Un molinero tenía tres hijos y todos sus bienes consistían en un asno, un gato y un molino. Cuando llegó la hora de repartirlo entre sus hijos, el mayor se encerró en el molino y dijo: —El molino es para mí. El segundo agarró el asno y se marchó con él, diciendo: —El asno es para mí. El tercero empezó a lamentarse: —¿Y qué es lo que queda para mí? En esto apareció el gato por allí y el hermano menor dijo: —Ahora seremos dos a pasar hambre. Y le dijo el gato: —Pues ¿por qué hemos de pasar hambre? El pequeño le explicó que no tenía nada con que sostenerse,
porque sus hermanos se habían llevado el molino y el asno, y dijo el gato: —No te preocupes, que ya saldremos adelante. Ahora lo único que necesito es que me consigas un par de botas. —¡Toma! ¡Unas botas! —decía el pequeño—. ¿De dónde saco yo unas botas? Conque se fueron a la zapatería y el gato eligió las botas que quería y cuando el pequeño le dijo otra vez que no tenía dinero para pagarlas, el gato arregló con el zapatero que el muchacho se quedaría trabajando con él hasta que cubriese el precio de las botas. Y el muchacho se quedó malhumorado, pero no tenía nada mejor que hacer. Entretanto, el gato, que era muy habilidoso, se fue de caza y cazó conejos, perdices, liebres… y todas se las llevó al rey. Y dijo el rey : —¿Quién nos ha traído esta caza tan buena? Y respondían los criados: —El gato con botas. —Pues y a tengo yo ganas de conocer a ese gato —decía el rey. Conque al día siguiente, cuando el gato volvió con una caza aún mejor que la del día anterior, dijo el rey : —Decidle al gato que suba. El gato subió: —Majestad, aquí estoy. —¿Qué es lo que buscas? —preguntó el rey. —Nada, traeros la caza —contestó el gato. Y se fue por donde había venido. Al día siguiente se fue a buscar al muchacho y le dijo: —Deja ya ese trabajo de zapatero y ven conmigo. Te pones un poco elegante con las ropas que te quedan y cuando yo te diga te echas al río y yo empezaré a gritar: —¡Socorro, que se ahoga mi amo, el conde de Calamancher! Venía el rey en coche cerca del río, acompañado de su hija, cuando escuchó voces y preguntó qué pasaba. Y el gato, a la orilla del río: —¡Socorro, que se ahoga mi amo, el conde de Calamancher! Conque se llegó el rey con sus criados junto al río y sacaron al pobre muchacho medio ahogado y el rey reconoció al gato y le ofreció al muchacho unos vestidos que llevaba en el coche mientras secaba los suyos. Y así continuaron el viaje, el muchacho vestido de príncipe y en el coche con el rey y su hija. Y entretanto el gato se adelantó y a los que segaban las tierras por las que habían de pasar les decía: —Cuando pase el coche que viene detrás, decid que éstas son las tierras del conde de Calamancher. Y a ellos no les extrañaba porque eran las tierras del conde de Calamancher y contestaron: —Así lo diremos. Y el gato llegó al fin al castillo del conde de Calamancher, que era un ogro que solía comer a los viajeros que pasaban por sus tierras. Y el gato le dijo al ogro: —He oído decir que eres capaz de convertirte en cualquier animal. —Así es —dijo el ogro—. ¿Es que no lo crees? —Lo creeré —dijo el gato— si te conviertes en ratón. El ogro se convirtió en ratón y el gato ¡zas! lo cazó de un salto. Al rato llegó el coche del rey y el gato salió a recibirlo a la puerta del castillo.

—Majestad, mi fiel amo, princesa… —fue diciendo mientras los saludaba con reverencia. Y el rey ya no lo dudó más y casó a su hija la princesa con el hijo pequeño del molinero. Y el gato se quedó para siempre a vivir con el nuevo conde de Calamancher, que le hizo su consejero para todos los asuntos de gobierno del castillo, y el gato sólo pidió a cambio que dejase mandado que le hicieran cuantas botas quisiera tener.



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