poemas de abril 2020




SUEÑOS DE CUARENTENA

sueño 38 (30 abril del 2020)



treinta de abril. Cuadragésimo nono día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, DOSCIENTOS doce mil novecientos contagiados, y veinticuatro mil trescientos muertos, —cifras oficiales, por supuesto— (porque se dice que las cifras reales casi llegan a cuarenta mil, y hay un exceso de maquillaje en las oficiales). ¡Como para no tener miedo!
En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.
Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.
En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.
     Alfredo Vílchez

( de “Artículos de Costumbres” ,  de  Mariano José de Larra) 
(El autor ha recogido cuentos populares de todas las regiones españolas) 
Las corridas de toros
Vous connaissez l’horreur des spectacles affreux Dont les romains faisaient le plus doux de leurs jeux. Ce peuple qui donnait, par un mépris bizarre, A tout peuple étranger le titre de barbare, Ne repaissait ses yeux que des pleurs des mortels Et de sang arrosait ses théâtres cruels, Aux tigres, aux lions livrant des misérables Il se divertissait de leurs cris lamentables Il exposait aux ours des esclaves tremblants Pour en voir disperser tous les membres sanglants, Le grave sénateur courait à ces supplices, Et la jeune vestale en faisait ses délices. (M. RACINE, FILS: Epître à madame la duchesse de Noailles sur l’âme des bêtes.)
Ejercite sus fuerzas el mancebo En frente de escuadrones: no en la frente Del útil bruto l’asta del acebo. ............................................................ Gineta y cañas son contagio moro; Restitúyanse justas y torneos, y hagan paces las capas con el toro.
(Quevedo. Epíst. satír. y censor.)

Estas funciones deben su origen a los moros, y en particular, según dice don Nicolás Fernández de Moratín, a los de Toledo, Córdoba y Sevilla. Éstos fueron los primeros que lidiaron toros en público. Los principales moros hacían ostentación de su valor y se ejercitaban en estas lides, mezclando su ferocidad natural con las ideas caballerescas, que comenzaban a inundar la Europa. El anhelo de distinguirse en bizarría delante de sus queridas, y de recibir su corazón en premio de su arrojo, les hizo, poner las corridas de toros al nivel de sus juegos de cañas y de sortijas. Los españoles sucesores de Pelayo, vencedores de una gran parte de los reyezuelos moros que habían poseído media España, ya reconquistada, tomaron de sus conquistadores en un principio, compatriotas, amigos o parientes en seguida, enemigos casi siempre, y aliados muchas veces, estas fiestas, cuya atrocidad era entonces disculpable, pues que entretenía el valor ardiente de los guerreros en sus suspensiones de armas para la guerra, la emulación entre los nobles que se ocupaban en ellas, haciéndolos verdaderamente superiores a la plebe, y acostumbraba al que había de pelear a mirar con desprecio a un semejante suyo, cuando le era preciso combatir con él, si acababa de aterrar a una fiera más temible. El primer español que alanceó a caballo un toro fue nuestro héroe, nunca vencido, el famoso Rui o Rodrigo Díaz de Vivar, dicho el Cid, que venció batallas aún después de su muerte. Hasta éste, sólo en las baterías de caza habían peleado los españoles con estos hermosos animales; y cuando el Cid alanceó el primer toro delante de los que le acompañaban, éstos quedaron admirados de su fuerza y de su destreza. Sin duda, con este motivo supuso don Nicolás Fernández de Moratín las fiestas de toros en Madrid, que entonces era un pequeño lugar con castillo moro, dependiente de los de Toledo, a las que hizo las hermosas quintillas que se hallan en sus obras póstumas, impresas en Barcelona, las cuales pueden dar una idea de las costumbres de aquellos tiempos. Hasta entonces, las fiestas de los españoles se reducían a las que tomaron de los moros; y en el mismo tiempo del Cid, Alfonso VI tuvo
p.3 Artículos de costumbres  Mariano José de LarraSueño de Cuarentena nº 38
unas fiestas públicas, reducidas a soltar en una plaza dos cerdos. Dos ciegos, o, por mejor decir, dos hombres vendados salían, armados de palos, y divertían al pueblo con los muchos que se pegaban naturalmente uno a otro. Diversión sencilla, pero malsana a los lidiadores, los cuales se quedaban con el animal si acertaban a darle. A pesar de esto, en el resumen historial de España del licenciado Francisco de Cepeda hablando del año de 1100, dice que en él, según memorias antiguas, se corrieron en fiestas públicas toros, y añade, ya refiriéndose a entonces, «espectáculo sólo de España». Y por nuestras crónicas se ve que en 1124, en que casó Alfonso VII en Saldaña con doña Berenguela la Chica, hija del conde de Barcelona, entre otras funciones hubo fiestas de toros. Y en la ciudad de León, cuando el rey don Alfonso VIII casó a su hija doña Urraca con el Rey don García de Navarra, en cuya ocasión también se verificó la de los cerdos. En el siglo XIII, y hacia sus mediados, después de hechas las paces con los moros, cuando a éstos no les había quedado más que la Bética, fue cuando nuestra nobleza, que parecía quedar ociosa, se entregó a esta clase de diversiones, haciendo de ellas una función nacional, con preferencia a las cañas, sortijas, etcétera, de los moros, y a los torneos y aventuras quijotescas, que tomaron de allende los Pirineos. Movidos los nobles de la fama de algunos hábiles y valientes moros, quisieron competir con Muza, con Gazul, con Malique-Alabez y otros granadinos que se distinguían en la lid con los toros, a cuyo objeto se proporcionaron los mejores que se hallaron en la sierra de Ronda. La admiración pública, la novedad, y, sobre todo, el espíritu algún tanto feroz de aquellos tiempos de guerra y de incivilización, contribuyeron no poco a poner en boga esta diversión, y después dos causas principales las acabaron de establecer: la galantería, que comenzó a mezclarse en todas las acciones de los hombres, y el no
haberse desdeñado los reyes mismos algunas veces de dejar el cetro para empuñar el rejoncillo. La influencia del ejemplo de éstos, como ha sucedido siempre, arrastró la opinión general, y no hubo noble que no quisiese imitar al monarca en el disputar los premios que la hermosura adjudicaba por su mano al valor, o tal vez a las fuerzas de flaqueza que sabía sacar el amor propio aun del corazón de los más tímidos que querían aspirar al de las bellezas de aquellos tiempos. Como los toros era una fiesta privativa de los nobles, le era prohibido a la plebe el entrometerse en ella hasta el toque de desjarrete, el que sonaba después que los caballeros habían alanceado completamente al toro. Entonces, la multitud se arrojaba a la plaza, no de otro modo que en nuestras insoportables y brutales novilladas, armada de palos, chuzos y venablos, y corría atropelladamente a matar al toro como podía; pero éste, que no siempre era del parecer de la plebe, sino que solía dar en llevar la contraria, era causa de que en estas ocasiones ocurrían no pocas desgracias. Y entonces, el infeliz inexperto e imprudente que tenía la desgracia de ver la función desde las astas del animal no debía esperar auxilio alguno de parte de la nobleza, que tenía por vil y degradante salvar la vida de un plebeyo. Esta nobleza, bien distinta de la que aplaudía a Terencio cuando resonaba el teatro romano con aquel dicho del poeta: «Homo sum, nihil humani a me alienum puto», no podía dejar la silla a no ser que perdiese el rejón, la lanza, el guante o el sombrero, en cuyo caso no podía volver a montar sin haber dado antes muerte a la fiera y recobrado la prenda perdida. Cada noble solía llevar en derredor de su caballo dos o tres chulos de a pie para distraer al toro en un riesgo, como en el día nuestros capeadores. El desorden que reinaba en este modo de matar al toro fue causa de que en Roma, adonde habían adoptado los toros, pero no la destreza de España, sucediesen muchas desgracias, contándose en particular haber perecido en el año 1332 al furor de los toros 19 caballeros romanos y muchos plebeyos, con no pocos estropeados, lo que fue motivo de que se prohibiesen en Italia este año, en el pontificado de Juan XXII, al mismo tiempo que conservándose sólo en España, caminaban rápidamente a su perfección, hasta el reinado de don Juan el II de Castilla, en que hubo muchas y grandes fiestas de toros en Medina del Campo en el año 1418, con motivo de su casamiento con doña María de Aragón, celebrado en 20 de octubre. Poco después ya se trató de construir algunas plazas al propósito, y se mataban los toros con la media luna o a garrochazos, dando esta comisión a los esclavos moros, y más adelante a los negros y mulatos. Florián hace alusión a las fiestas de toros en su Gonzalo de Córdoba, y supone como un episodio de su romance que la Reina Católica da una función al ejército acampado delante de Granada, lo que prueba lo generalizadas que estaban ya entonces estas fiestas; pero la verdad histórica es que esta misma Reina trató de exterminarlas, y juzgó imposible el conseguirlo, como lo aseguró a su confesor en una carta que le escribió desde Aragón, y que se halla inserta en el libro que Gonzalo de Oviedo escribió de los oficios de la Casa de Castilla. En Madrid, a pesar de no ser todavía la corte de los Reyes, ya se trató de construir una plaza, y se cree que la primera estuvo situada enfrente de la casa de Medinaceli; después se trasladó a la plazuela de Antón Martín; otra hubo en el Soto Luzón, y últimamente, la que existe en el día fuera de la Puerta de Alcalá, revocada en almazarrón, cuya magnífica construcción hace honor a la España y a la arquitectura y parece querer rivalizar con los circos romanos. Una trabazón sin fin de tablas sin cepillar, de una solidez nada propia para desafiar a los siglos, hace temer que este inculto maderamen retrograde a hacer parte de la tierra de que se separó, volviendo a tomar raíces los leños y troncos casi enteros que le componen, y que existen cubiertos con un disimulo nada común, o, por lo menos, que los aficionados se vuelvan un lunes a su casa con el anfiteatro en las espaldas. Verdadera imagen de la fragilidad de las cosas humanas. Pero siguiendo la historia de los toros, es sabido que el señor Carlos I les tuvo la mayor afición, y dicen sus contemporáneos que picaba y rejoneaba los toros con gran destreza, y en celebridad del nacimiento de su hijo el rey don Felipe II mató un toro de una lanzada en la plaza de Valladolid. No menos habilidad tenían, según don Gregorio de Tapia y Salcedo, el rey don Sebastián de Portugal, Pizarro, el conquistador del Perú; don Diego Ramírez de Haro, etc.; y en lo sucesivo se distinguieron en diversas épocas en esta habilidad y tuvieron gran fama, Cea, Velada, el duque de Maqueda, Cantillana, Oceta, Zárate, Sástago, Riaño, el conde de Villamediana, don Gregorio Gallo, caballero de la Orden de Santiago, quien inventó la espinillera para defensa de la pierna, llamada por él gregoriana, y en el día mona por nuestros picadores. Picaron también con primor de vara corta, Pueyo, Suazo, el marqués de Mondéjar y otros muchos que hasta el reinado de Felipe V sobresalieron y que se hallan citados en los diversos autores que han escrito de arte de torear. El hijo y sucesor de Carlos I, Felipe II, que no pudo heredar de su padre el valor, tampoco heredó el gusto a las fiestas de toros. Él fue el primero que las prohibió por una Real cédula. Reinando este Soberano en el año 1565, se juntó por su influjo un Concilio en Toledo para el remedio de los abusos del reino, al cual asistieron los obispos de Sigüenza, Segovia, Palencia, Cuenca, Osma, el abad de Alcalá y otros distinguidos varones. Le presidió el ilustrísimo señor don Cristóbal Rojas de Sandoval, obispo de Córdoba, el más antiguo de los seis que concurrieron. En este Concilio se declaró que las funciones de toros son muy desagradables a Dios, y que si algún cristiano hiciese voto de correr o lidiar toros no estaba obligado a cumplirlo. Prohíbe, bajo pena de excomunión, hacer tales votos, y manda que no se tengan estos espectáculos en días de fiesta. Lo mismo previenen las leyes, tan celebradas, de los Teodosios, de León y Antenio, sobre el particular, y ésta es la razón por que se hacen en días de trabajo, para lo que se han destinado en Madrid los lunes. Dice además expresamente que si algún eclesiástico, contra el decoro de su estado, concurriese a los toros, sea castigado como corresponde por el ordinario. Este mismo canon se renovó con las mismas penas en el año 1682 en el Sínodo de Toledo, que celebró su ilustrísimo arzobispo el excelentísimo señor don Manuel Portocarrero, cardenal de la Santa Iglesia, con el título de Santa Sabina. El Papa San Pío V, en su bula De salute gregis, expedida en 1 de noviembre de 1567, prohibió y vedó, bajo las penas de excomunión y anatema ipso facto incurrendas, a todo príncipe el permitirlas, así como a los eclesiásticos el asistir, privando de sepultura sagrada a los toreros que muriesen en ellas. Pero después, en el reinado del mismo Felipe II, hacia los años de 1580, y en el de Felipe III, hacia los de 1600, lograron persuadir a los Papas Gregorio XIII y Clemente VIII que los españoles que toreaban eran muy diestros, y que el gran peligro estaba de parte de los toros, y levantaron aquella excomunión, quedando sólo en actividad para los eclesiásticos regulares y los seculares de derecho común canónico, incurriendo en pena de irregularidad con su asistencia. Hay infinitos decretos sinodales y muchos cánones que prohíben estas fiestas, y en uno de éstos se da al arte de torear el nombre de malvadísima, y se compara este modo de vivir con el de las rameras. Felipe III gustó también de toros, pues que se sabe que renovó y perfeccionó la plaza de Madrid en el año 1619. De su sucesor, Felipe IV, se dice que además de alancear y matar los toros, quitó la vida a más de 400 jabalíes con estoque, lanzón y horquilla. En tiempo de Carlos II se sostuvo este entusiasmo entre la nobleza; pero a fines de su reinado, y mucho más cuando después de su muerte, ocurrida en 1700, vino a reinar Felipe V, habiendo empezado las guerras de Sucesión, tanto las divisiones y ocupaciones más serias que sobrevinieron, como el poco gusto que aquel monarca manifestó hacia los toros, pues fue el segundo que los prohibió por Real cédula, distrajeron completamente a la nobleza, cesando su afición por el mismo resorte que la había fomentado; pudiéndose aplicar a esta influencia de los gustos de los Reyes sobre sus pueblos en España, casi como en todas partes, aquel dicho de Federico el Grande: Quand Auguste avait bu, la Pologne étoit ivre. Los hombres pasan extrañamente de unos extremos de locura a otros. No había mucho que la nobleza, celosa del alto honor de morir en las astas de un animal, no permitía que plebeyo alguno le disputase la menor parte, e inmediatamente se desdeña de lidiar con las fieras, hasta el punto de declarar infame al que va a sucederle en tan arriesgada diversión. Efectivamente, desde entonces, unos cuantos hombres infamados pueden enriquecerse con el precio de su vida, tan vilmente alquilada a la pública diversión, a no tener las costumbres de su calidad. Los sucesores de Felipe V, Fernando VI y Carlos III, a imitación de aquél y del segundo del mismo nombre, prohibieron los toros, a menos que no se invirtiese su producto en obras pías. Bajo este concepto, el señor rey don Carlos IV y nuestro actual Soberano (que Dios guarde) han concedido en dos temporadas del año cierto número de corridas con el piadoso objeto de socorrer a aquellos vasallos desvalidos que la desgracia ha reducido a un hospital. Pero si bien los toros han perdido su primitiva nobleza; si bien antes eran una prueba del valor español, y ahora sólo lo son de la barbarie y ferocidad, también han enriquecido considerablemente estas fiestas una porción de medios que se han añadido para hacer sufrir más al animal y a los espectadores racionales: el uso de perros, que no tienen más crimen para morir que el ser más débiles que el toro y que su bárbaro dueño; el de los caballos, que no tienen más culpa que el ser fieles hasta expirar, guardando al jinete aunque lleven las entrañas entre las herraduras; el uso de banderillas sencillas y de fuego, y aun la saludable costumbre de arrojar el bien intencionado pueblo a la arena los desechos de sus meriendas, acaban de hacer de los toros la diversión más inocente y más amena que puede haber tenido jamás pueblo alguno civilizado. Así es que amanece el lunes, y parece que los habitantes de Madrid no han vivido los siete días de la semana sino para el día en que deben precipitarse tumultuosamente en coches, caballos, calesas y calesines, fuera de las puertas, y en que creen que todo el tiempo es corto para llegar al circo, adonde van a ver a un animal tan bueno como hostigado, que lidia con dos docenas de fieras disfrazadas de hombres, unas a pie y otras a caballo, que se van a disputar el honor de ver volar sus tripas por el viento a la faz de un pueblo que tan bien sabe apreciar este heroísmo mercenario. Allí parece que todos acuden orgullosos de manifestar que no tienen entrañas, y que su recreo es pasear sus ojos en sangre, y ríen y aplauden al ver los destrozos de la corrida. Hasta la sencilla virgen, que se asusta si ve la sangre que hizo brotar ayer la aguja de su dedo delicado; que se desmaya si oye las estrepitosas voces de una pendencia; que empalidece al ver correr a un insignificante ratón, tan tímido como ella, o al mirar una inocente araña, que en su tela laboriosa de nada se acuerda menos que de hacerla daño; la tierna casada, que en todo ve sensibilidad, se esmeran en buscar los medios de asistir al circo, donde no sólo no se alteran ni de oír aquel lenguaje tan ofensivo, que debieran ignorar eternamente, y que escuchan con tan poco rubor como los hombres que le emplean, ni se desmayan al ver vaciarse las tripas de un cuadrúpedo noble, que se las pisa y desgarra, sino que salen disgustadas si diez o doce caballos no han hecho patente a sus ojos la maravillosa estructura interior del animal, y si algún temerario no ha vengado con su sangre, derramada por la arena, la razón y la humanidad ofendidas. El artesano irremisiblemente asiste y se divierte, tal vez a buena cuenta de lo que piensa trabajar en la semana, pues el resto de la anterior pagó su tributo acostumbrado la noche del domingo en el despacho de vino de que es parroquiano, y donde acabó de perder la poca cabeza que le quedó por la tarde de la cuajada y baile con que celebró el paso por el Avapiés de su pacientísimo Criador, según costumbre religiosa. Estos parcos españoles se contentan con ser dichosos el domingo y el lunes, y reservan para los demás días, en que ya no hay harina en casa, el trabajar la obra y las bien cuidadas costillas de su mujer, como si quisiera indemnizarse en su pellejo del dinero mal gastado. Bien que hay alguna que no sabría vivir sin este desahogo, porque cree que éstas son las pruebas de cariño más marcadas que puede dar un marido español y cariñoso; todo es a lo que el cuerpo se acostumbra. Una clase de entes no va a estas funciones: esa bandada de sentimentales que han pasado el Bidasoa, que en sus aguas, corno pudieran en las del Leteo, se despojaron de todo lo español que llevaban, y volvieron a los dos meses, haciendo ascos de su antiguo puchero, buscando la calle en que vivieron, y no sabiendo cómo llamar a su padre; éstos están fuera de combate, y tienen sobrada dicha con que no les obliguen a gastar paño de Tarrasa en sus vestidos, con que los dejen desafiarse todos los días a primera sangre, tropezar, pisar, enderezar el lente, pegar con el látigo, insultar y hacer reír a todo el mundo en el Prado, en el teatro, en las concurrencias; disputar mucho sobre las óperas sin entender una nota de música, y hablar una jerigonza de francés, italiano, inglés y español, etc. Para éstos son insípidos los toros, y repiten con énfasis: Función bárbara.

En estas fiestas, donde se ejercita la ternura, ¿qué fruto no puede sacar el filólogo? ¡Qué extrañeza de voces, que no están escritas en ninguna parte, y que forman un nuevo idioma, no conocido si no del que frecuenta las Maravillas, las Vistillas, el Avapiés1 y el Barquillo! Un idioma cuya riqueza y caudal no se extiende más allá de una docena de palabras expresivas y enérgicas, y que, bien fraseadas, hacen depender su inteligencia de sola su diversa modulación. ¡Oh, pueblo lacónico y de una penetración singular! Una sola palabra te significa admiración, enojo, rabia, celos, engaño, placer, novedad, venganza, etc.; ella es el requiebro que dices a tus amadas y el insulto que profieres contra tus enemigos, etc. Y entre tanto, existe en el globo una nación en que emplea el hombre toda su vida en acumular voces para hacerse entender de sus semejantes, y tal vez muere anciano sin conseguir saber su lengua. Venga a los toros el chino, y aprenderá a decir mucho en pocas palabras de la perspicacia de los españoles; venga todo el mundo a unas fiestas en que, como dice Jovellanos, el crudo majo hace alarde de la insolencia; donde el sucio chispero profiere palabras más indecentes que él mismo; donde la desgarrada manola hace gala de la impudencia; donde la continua gritería aturde la cabeza más bien organizada; donde la apretura, los empujones, el calor, el polvo y el asiento incomodan hasta sofocar, y donde se esparcen por el infestado viento los suaves aromas del tabaco, el vino y los orines.

1) Sic
La vida de Madrid

Muchas cosas me admiran en este mundo: esto prueba que mi alma debe pertenecer a la clase vulgar, al justo medio de las almas; sólo a las muy superiores, o a las muy estúpidas les es dado no admirarse de nada. Para aquéllas no hay cosa que valga algo; para éstas, no hay cosa que valga nada. Colocada la mía a igual distancia de las unas y de las otras, confieso que vivo todo de admiración, y estoy tanto más distante de ellas -cuanto menos concibo que se pueda vivir sin admirar. Cuando en un día de esos, en que un insomnio prolongado, o un contratiempo de la víspera preparan al hombre a la meditación, me paro a considerar el destino del mundo; cuando me veo rodando dentro de él con mis semejantes por los espacios imaginarios, sin que sepa nadie para qué, ni adónde; cuando veo nacer a todos para morir, y morir sólo por haber nacido; cuando veo la verdad igualmente distante de todos los puntos del orbe donde se la anda buscando, y la felicidad siempre en casa del vecino a juicio de cada uno; cuando reflexiono que no se le ve el fin a este cuadro halagüeño, que según todas las probabilidades tampoco tuvo principio; cuando pregunto a todos y me responde cada cual quejándose de su suerte; cuando contemplo que la vida es un amasijo de contradicciones, de llanto, de enfermedades, de errores, de culpas y de arrepentimientos, me admiro de varias cosas. Primera, del gran poder del Ser Supremo, que haciendo marchar el mundo de un modo dado, ha podido hacer que todos tengan deseos diferentes y encontrados, que no suceda más que una sola cosa a la vez, y que todos queden descontentos. Segunda, de su gran sabiduría en hacer corta la vida. Y tercera, en fin, y de ésta me asombro más que de las otras todavía, de ese apego que todos tienen, sin embargo, a esta vida tan mala. Esto último bastaría a confundir a un ateo, si un ateo, al serlo, no diese ya claras muestras de no tener su cerebro organizado para el convencimiento, porque sólo un Dios y un Dios Todopoderoso podía hacer amar una cosa como la vida. Esto, considerada la vida en general, dondequiera que la tomemos por tipo; en las naciones civilizadas, en los países incultos, en todas partes, en fin. Porque en este punto, me inclino a creer que el hombre variará de necesidades, y se colocará en una escala más alta o más baja; pero en cuanto a su felicidad nada habrá adelantado. Toda la diferencia entre el hombre ilustrado y el salvaje estará en los términos de su conversación.  Lord Wellington hablará de los whigs, el indio nómade hablará de las panteras; pero iguales penas le acarreará a aquél el concluir con los primeros, que a éste el dar caza a las segundas. La civilización le hará variar al hombre de ocupaciones y de palabras; de suerte, es imposible. Nació víctima, y su verdugo le persigue enseñándole el dogal, así debajo del dorado artesón, como debajo de la rústica techumbre de ramas. Pero si se considera luego la vida de Madrid, es preciso cerrar el entendimiento a toda reflexión para desearla. El joven que voy a tomar por tipo general, es un muchacho de regular entendimiento, pero que posee, sin embargo, más doblones que ideas, lo cual no parecerá inverosímil si se atiende al modo que tiene la sabia naturaleza de distribuir sus dones. En una palabra, es rico sin ser enteramente tonto. Paseábame días pasados con él, no precisamente porque nos estreche una gran amistad, sino porque no hay más que dos modos de pasear, o solo o acompañado. La conversación de los jóvenes más suele pecar de indiscreta que de reservada: así fue, que a pocas preguntas y respuestas nos hallamos a la altura de lo que se llama en el mundo franqueza, sinónimo casi siempre de imprudencia.
Preguntóme qué especie de vida hacía yo, y si estaba contento con ella. Por mi parte pronto hube despachado: a lo primero le contesté: «Soy periodista; paso la mayor parte del tiempo, como todo escritor público, en escribir lo que no pienso y en hacer creer a los demás lo que no creo. ¡Como sólo se puede escribir alabando! Esto es, que mi vida está reducida a querer decir lo que otros no quieren oír!». A lo segundo, de si estaba contento con esta vida, le contesté que estaba por lo menos tan resignado como lo está con irse a la gloria el que se muere. —¿Y usted? —le dije—. ¿Cuál es su vida en Madrid? —Yo -me repuso— soy muchacho de muy regular fortuna; por consiguiente, no escribo. Es decir..., escribo... ; ayer escribí una esquela a Borrel para que me enviase cuanto antes un pantalón de patincour que me tiene hace meses por allá. Siempre escribe uno algo. Por lo demás, le contaré a usted. «Yo no soy amigo de levantarme tarde; a veces hasta madrugo; días hay que a las diez ya estoy en pie. Tomo té, y alguna vez chocolate; es preciso vivir con el país. Si a esas horas ha parecido ya algún periódico, me lo entra mi criado, después de haberle hojeado él. Tiendo la vista por encima; leo los partes, que se me figura siempre haberlos leído ya; todos me suenan a lo mismo; entra otro, lo cojo, y es la segunda edición del primero. «Los periódicos son como los jóvenes de Madrid, no se diferencian sino en el nombre. Cansado estoy ya de que me digan todas las mañanas en artículos muy graves todo lo felices que seríamos si fuésemos libres, y lo que es preciso hacer para serlo. Tanto valdría decirle a un ciego que no hay cosa como ver. «Como a aquellas horas no tengo ganas de volverme a dormir, dejo los periódicos; me rodeo al cuello un echarpe, me introduzco en un surtú y a la calle. Doy una vuelta a la carrera de San Jerónimo, a la calle de Carretas, del Príncipe, y de la Montera, encuentro en un palmo de terreno a todos mis amigos que hacen otro tanto, me paro con todos ellos, compro cigarros en un café, saludo a alguna asomada, y me vuelvo a casa a vestir. «¿Está malo el día? El capote de barragán: a casa de la marquesa hasta las dos; a casa de la condesa hasta las tres; a tal otra casa hasta las cuatro; en todas partes voy dejando la misma conversación; en donde entro oigo hablar mal de la casa de donde vengo, y de la otra adonde voy: ésta es toda la conversación de Madrid. «¿Está el día regular? A la calle de la Montera. A ver a La Gallarda o a Tomás. Dos horas, tres horas, según. Mina, los facciosos, la que pasa, el sufrimiento y las esperanzas. «¿Está muy bueno el día? A caballo. De la puerta de Atocha a la de Recoletos, de la de Recoletos a la de Atocha. Andado y desandado este camino muchas veces, una vuelta a pie. A comer a Genieys, o al Comercio: alguna vez en mi casa; las más, fuera de ella. «¿Acabé de comer? A Sólito. Allí dos horas, dos cigarros, y dos amigos. Se hace una segunda edición de la conversación de la calle de la Montera. ¡Oh! Y felizmente esta semana no ha faltado materia. Un poco se ha ponderado, otro poco se ha... Pero en fin, en un país donde no se hace nada, sea lícito al menos hablar. «¿Qué se da en el teatro? -dice uno. «—Aquí: 1.º Sinfonía; 2.º Pieza del célebre Scribe; 3.º Sinfonía; 4.º Pieza nueva del fecundo Scribe; 5.º Sinfonía; 6.º Baile nacional; 7.º La comedia nueva en dos actos, traducida también del ingenioso Scribe; 8.º Sinfonía; 9.º... «—Basta, basta; ¡santo Dios! «—Pero, chico, ¿qué lees ahí? Si ése es el Diario de ayer. «—Hombre, parece el de todos los días. «—Sí, aquí es Guillermo hoy. «—¿Guillermo? ¡Oh, si fuera ayer! ¿Y allá?

«—Allá es el teatro de la Cruz. Cualquier cosa. «—A mí me toca el turno aquí. ¿Sabe usted lo que es tocar el turno? —Sí, sí —respondo a mi compañero de paseo-; a mí también me suele tocar el turno. —Pues bien, subo al palco un rato. Acabado el teatro, si no es noche de sociedad, al café otra vez a disputar un poco de tiempo al dueño. Luego a ninguna parte. Si es noche de sociedad, a vestirme: gran tualeta. A casa de E... Bonita sociedad; muy bonita. Ello sí, las mismas de la sociedad de la víspera, y del lunes, y de... y las mismas de las visitas de la mañana, del Prado, y del teatro, y... pero lo bueno, nunca se cansa uno de verlo. —¿Y qué hace usted en la Sociedad? —Nada; entro en la sala; paso al gabinete; vuelvo a la sala; entro al ecarté; vuelvo a entrar en la sala; vuelvo a salir al gabinete; vuelvo a entrar en el ecarté... —¿Y luego? —Luego a casa, y ¡buenas noches! Ésta es la vida que de sí me contó mi amigo. Después de leerla y de releerla, figurándome que no he ofendido a nadie, y que a nadie retrato en ella, e inclinándome casi a creer que por ésta no tendré ningún desafío, aunque necios conozco yo para todo, trasládola a la consideración de los que tienen apego a la vida.
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SUEÑOS DE CUARENTENA

sueño 37 (29 abril del 2020)

Veintinueve de abril. Cuadragésimo octavo día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, DOSCIENTOS diez mil ochocientos contagiados, y veintitrés mil ochocientos muertos, —cifras oficiales, por supuesto— (porque se dice que las cifras reales casi llegan a cuarenta mil, y hay un exceso de maquillaje en las oficiales). ¡Como para no tener miedo!
En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.
Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.
En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.
     Alfredo Vílchez

( de “Leyendas Salmantinas”  de Antonio García Maceira -1890)
 La cruz del rayo I
 El gran duque de Alba, después de dejar el gobierno de Flandes, tornaba en enero de 1574 a Alba de Tormes, para abrazar a su amada esposa, después de tan larga ausencia. Los graves asuntos de Estado y las fatigas de la campaña habían postrado su naturaleza robusta, y las intrigas de sus émulos habían amargado algún tanto su valeroso corazón. Por eso el gran don Fernando, en su retiro de Alba, gustaba de recorrer sus dominios y se complacía en los goces tranquilos del hogar y del campo, que le reponían de sus pasados quebrantos. Se distraía con frecuencia en giras y cacerías a los pueblos y montes próximos y en visitas a Salamanca, donde era admirado y agasajado en extremo, especialmente por los condes de Monterrey. La duquesa, su esposa, habíale contado en las largas veladas de aquel invierno los grandes prodigios realizados por la madre Teresa de Jesús en la santa empresa de sus fundaciones y los extraordinarios hechos que habían rodeado la frente de la humilde monja con la brillante aureola de la santidad. El extraordinario entusiasmo de la Duquesa por la madre Teresa, las admirables cartas escritas a la noble señora por la santa durante la ausencia del Duque, en las cuales resplandecen la penetración más rara y la elocuencia más natural y persuasiva, movieron de tal modo el interés del duque de Alba y le admiraron de modo tan subido, que mostró vivo empeño desde entonces en que la reformadora del Carmelo visitara Alba de Tormes. Aquel hombre extraordinario, templado en las rudas faenas de la guerra y aleccionado en las intrigas de la diplomacia, se maravillaba de ver en el vaso frágil de una mujer, tan vigoroso temple de espíritu, tanta firmeza y perseverancia y tan robusta voluntad, ajena al desmayo que provocan los obstáculos y al desaliento que engendran las asechanzas. El espíritu divino debía alentar, sin duda, en el alma de la humilde monja, llenándola de luz y de inspiración. Teresa de Jesús llegaba a Alba, cediendo a reiteradas instancias, en 1574, según ella propia confiesa en su carta a la priora de San José de Salamanca. El trato de aquella mujer admirable, la viveza de sus ojos, la gracia de su semblante y la penetración de su espíritu, pasmaron de tal suerte al gran duque de Alba, que le parecían escasos los elogios que antes había oído respecto a tan extraordinaria mujer. Fueron, pues, los duques desde entonces los protectores más entusiastas y devotos de Teresa de Jesús; y aunque algunas dificultades motivaron por entonces el aplazamiento hasta 1581 de la fundación de Alba, quedó en el ánimo del gran prócer y general de Flandes, arraigada y viva la creencia de que Teresa de Jesús era, con efecto, una de esas criaturas elegidas por Dios para esparcir en el árido suelo de esta vida mortal, el perfume del cielo y el aliento de la inmortalidad.

II En el palacio de Monterrey conversaban de sobremesa, en una tarde sofocante de agosto, los condes y el duque de Alba. El gran duque narraba con su natural modestia interesantes episodios de la guerra de Flandes, doliéndose de la desgraciada muerte del alférez salmantino Pedro Nieto y ponderando la bizarría del capitán Ovalle y del sargento mayor Pedro Paz, también natural de Salamanca. El buen Nieto, sobre todo, decía el gran duque, jamás se meparta de la memoria, porque fue uno de los siete valientes perdidos en la jornada gloriosa de Yemminga. Y “¿cómo fue? don Fernando”, preguntaba la condesa, llena de viva curiosidad. —La batalla de Yemminga se dio, hija mía, orillas del Ems. Luís de Nassau, maltrecho por la derrota de Grosneínga, y hostigado por el despecho, se nos presentó a la vista, provocativo y arrogante, por la orilla izquierda del río. «Mis tropas le acometieron con tanto ardor, que el pánico se hizo general en las filas del enemigo. Siete mil flamencos quedaron sobre el campo, y en número inmenso perecieron ahogados en el Ems. Tantas fueron las víctimas, que sus sombreros cubrían la superficie del río en un gran espacio. —¡Qué horror! —exclamaba la condesa de Monterrey. —En aquella gloriosa jornada perdí al alférez Nieto. Yo le vi hundirse más de una vez entre murallas formidables de flamencos, y abrirse paso con la espada, derribando a unos e hiriendo a otros. A mi lado llegó, al fin, muerto y despedazado. «“¡Adiós, mi general!” me dijo. Le apreté la mano entre las mías, y le besé en la frente, exclamando: ¡adiós, hijo mío! ¡así mueren los buenos! El Gran duque a pesar de su alta categoría militar, hablaba con el afecto de un hermano, aún de sus más humildes compañeros de armas, conmoviéndose visiblemente ante la desgracia de los unos y el valor indomable y heroico de todos. El gran prócer callaba siempre su propia pericia y sus esfuerzos extraordinarios, sus arranques de ingenio y sus viriles resoluciones, para dejar el éxito de las empresas en manos de Dios, en el acierto del emperador o en el maravilloso arrojo del soldado. —Pero ¿os atrevéis a dejarnos tan pronto, don Fernando? —dijo  la Condesa en una de las pausas de tan interesante conversación — Siempre venís de prisa y nunca paráis en Salamanca más que breves horas. —Don Fernando, como buen soldado —añadía el Conde—, no puede hacer vida reposada. —Así es, en efecto; el ejercicio de las armas gastó en mí desde muy joven los gérmenes de la pereza. ¿Cómo me habrá rendido la última campaña que he permanecido veinte días en Uceda, pareciéndome agradable la forzada prisión de mi castillo? —¿No oís? —dijo entonces la condesa de Monterrey, alzándose rápida de su tallado sillón de nogal —¡un trueno! La tarde se pone muy a mi gusto para reteneros hoy aquí, don Fernando. —¡No es posible! —dijo el Gran duque, corriendo hacia la calada ventana de la estancia, que daba sobre el patio. —¡Miguel, Miguel! a preparar en un vuelo las mulas. —Pero ¡qué empeño! ¿no veis que pasaréis un mal rato sin necesidad, si cerráis los oídos a mi súplica? —replicó con tono de bondad y persuasión la noble condesa de Monterrey. —No hay cosa más mudable que el tiempo en esta estación. El aire barrerá las nubes, y de todos modos nuestras mulas necesitan poco rato para ponernos en casa. Breves momentos después, el duque de Alba y su criado cruzaban el puente sobre el Tormes, cuando ya densas nubes pardas cerraban el horizonte hacia los altos del Montalvo. Al llegar al espeso monte de los Perales la tormenta era deshecha. El pedrisco saltaba en los surcos y se amontonaba en los barrancos, y una manga formidable de agua, azotada por furioso huracán, obligaba al gran duque y a su criado a guarecerse al pié de una corpulenta encina. Los relámpagos se hacían más vivos y los truenos más temerosos, de tal suerte, que el aguerrido capitán, vencedor en mil batallas, hubo un instante en que sintió en sí como un movimiento de terror. En aquel momento, su pensamiento evocó el recuerdo santo y querido de la Madre Teresa de Jesús. Una luz vivísima encendió el suelo, un ruido sordo agitó la tierra, un aliento cálido y malsano emponzoñó el aire, y el Gran duque percibía maravillado el rostro angelical y sonriente de la monja, en medio de aquella intensa lumbre que fatigaba sus ojos. Al mirar más tarde a su alrededor, don Fernando contemplaba con pasmo, roto de medio a medio, el colosal tronco de la encina en que se hallaba apoyado. En una de las caras de la profunda desgarradura del leño, el rayo con su lápiz de fuego había dibujado una cruz, una cruz negra, que lo traspasaba hasta la corteza. El duque de Alba mandó cortar aquella cruz, y colocada en lujosa caja de filigrana de plata, la donó al monasterio de Alba de Tormes, donde hoy se venera, como muestra del poder sobrenatural de Teresa de Jesús, aun antes de que la iglesia la llevara a los altares, con la vista alzada al cielo.
Los guías celestiales

Por un estrecho sendero, abierto entre carrascos y brezos, caminaban, al declinar de la tarde de un día de mayo de 15... dos religiosas carmelitas, en cuyos semblantes, surcados por la meditación y la penitencia, se retrataba ya el cansancio. La más joven y de más débil constitución parábase a ratos al borde del sendero y se volvía hacia el occidente para aspirar la tenue brisa que agitaba las plantas, alzando de los tomillos y cantuesos agradable fragancia.

A trechos, las espesas matas cegaban la senda con sus ramas, y las religiosas las separaban para proseguir su jornada, levantando al ruido, de aquellos laberintos de verdura, bandadas de jilgueros, que se alejaban revolando con chillona algarabía, turbados en el silencio y dulce reposo de sus nidos. —Madre Teresa—dijo la religiosa más joven a la que parecía soportar con más ánimo o paciencia el rigor y el cansancio de la marcha: —Voy rendida, y con gusto me sentaría un rato. —También yo necesito descansar; pero aquellas peñas que se divisan juzgo nos han de proporcionar lo que ambas anhelamos. Yo siento también mucha sed y allí se percibe agua. No habrían pasado diez minutos, cuando las dos venerables madres llegaban a una verde ladera erizada de blancos peñascos, por la cual, entre vistosas alfombras de flores, se deslizaba murmurante un cristalino arroyo. Repuestas algún tanto de la fatiga, las religiosas ahuecaron sus manos y humedecieron sus labios con el agua de la corriente, que formaba en la hondura del cercano valle amenos remansos entapizados de algas y de verdes bosquetes de madreselvas y de zarzamoras, sobre las cuales revolaban las mariposas. El lugar convidaba al reposo, y las madres carmelitas, sentadas al repecho de una peña, hablaron largamente de sus proyectos. Iban a fundar el monasterio de Alba, y aquella empresa absorbía por completo sus pensamientos, fijos exclusivamente en el servicio de Dios. —¡Dios nos ha de ayudar!—decía la más alta y resuelta, y aunque el demonio, como hábil, tejerá sus tramas y meditará sus acechanzas, el Señor las desbaratará todas, si nuestros ruegos no cesan y nuestra fe no se quebranta. ¡Creamos y esperemos! El sol trasponía el alto cerro que se divisaba al poniente, dorando con sus últimos rayos el espeso matorral de la cima, y mil vagos sonidos, y mil ecos y voces, apagadas por la distancia, anunciaban el poético adiós de aquel día primaveral. Las religiosas se pusieron en pie, sacudieron sus empolvados hábitos, volvieron a humedecer los labios en el agua del arroyo, y se dispusieron a proseguir el sendero que faldeaba aquella apacible ladera. Algunos pueblecillos se divisaban en la llanura, envueltos en las tintas de grana del crepúsculo, agachados como alondras entre los surcos de los barbechos, reclinados otros en las laderas y canchales, o prendidos, cual nidos de águila, en las puntas de las peñas. Las choperas y alamedas marcaban las líneas de los desaguaderos de las vertientes, levantando al cielo las verdes y frondosas copas de los árboles, que tomaban ya, por la falta de luz, un sombrío tinte. El sendero se bifurcaba, y las madres del Carmelo siguieron, no sin vacilar largo rato, por el brazo más angosto de aquella tortuosa vía; cinta robada al verdor del prado por las pisadas de los pastores y el hendido pié de las cabras. Aquel estrecho sendero perdíase, al fin, borrándose en la espesura de un inmenso encinar, y la noche cerró oscura aunque templada y apacible. Largo tiempo vagaron las madres, aunque en vano, por entre los árboles de aquel extenso monte. Ni una luz en lejanía adonde pudieran dirigirse, ni un ruido, ni un eco contestaba a sus gritos de socorro y de angustia. Por fin, rendidas, sin fuerzas, sin aliento, y por la oscuridad y las sombras aterradas, cayeron de rodillas, exclamando con un profundo desconsuelo: “¡Estamos perdidas!” Oraron largo rato y, al fin, la más animosa, alzándose alegre, dijo a su compañera:

—¡Animo! ¡Allí se ve una luz! — ¡Qué intensa!—replicó la más joven de las carmelitas. —Debe de ser una hoguera. Y corrieron ansiosas hacia el lejano resplandor, dando al olvido el cansancio y la debilidad de sus cuerpos. La luz seguía divisándose sin desmayos, sin sombras, clara y viva como el rebrillar del sol. — ¡Son dos jóvenes con dos antorchas, madre Teresa!—gritó llena de asombro la más moza de las religiosas. Y, en efecto, dos mancebos alumbraban con grandes antorchas un ancho camino, a cuyo término se apiñaban las casas de un pueblo. —¿Nos dicen, hermanos—preguntó la madre Teresa,—el nombre de ese lugar que se divisa? —¡Alba!—contestó una voz, dulce como el ruido blando de un aire suave al rozar las hojas de los sauces, y armoniosa como el sonido de la flauta o el eco de un arpa, herida por diestra mano. Los jóvenes desaparecieron, las luces se apagaron, y un agradable perfume embalsamó el aire. A los pocos instantes, las madres del Carmelo entraban en la villa de Alba de Tormes, y Teresa de Jesús, volviéndose hacia su compañera, la decía con religiosa unción, que arrancaba de sus ojos lágrimas de ternura: —Creamos y esperemos siempre, madre, que ya veis que cuando falta en la tierra auxilio, Dios manda a ella servidores y amigos celestiales para los que de corazón le aman y con fervor le piden.

¡Qué rareza!I

Extramuros de la puerta de  Santo Tomás, consagrado actualmente a asilo de enajenados, hay un edificio de gusto del Renacimiento que fue colegio de niños huérfanos, fundado en 1545 por el médico del Papa Paulo III, don Francisco de Solís1. La historia, que solo afirma lo que puede demostrar y que en su frío relato no admite la leyenda, presentó siempre como una rareza del médico Solís dos cláusulas de la carta de fundación de tan benéfico colegio y que consistían en que los niños huérfanos y pobres acogidos pudieran seguir todas las carreras menos la de medicina, yendo siempre por la calle con la cabeza descubierta. En una tarde de invierno, alumbrada por un sol resplandeciente, hace ya treinta años, un viejecito de Salamanca me contaba la siguiente historieta, reclinado en una de las tapias del convento del Jesús. Tal era la narración, si la memoria no me es infiel.

Hace cerca de cuatro siglos que vivía en Salamanca don Pedro Maldonado, noble caballero degollado en Tordesillas, a consecuencia del levantamiento y guerra de las comunidades. Su madre era una santa dama, empleada constantemente en obras de caridad y de devoción, a quien amaban tiernamente los pobres y los desvalidos. Una mañana en que la ilustre señora entraba en su palacio, vio a uno de sus criados que daba fuertes golpes a un niño como de doce 1) Francisco de Solís Quiñones y Montenegro (n.? -1545) fue un niño abandonado en las calles de Salamanca, que fue recogido por una dama de la familia Maldonado, que le sufragó los estudios de medicina en la Universidad de Salamanca, de donde fue luego profesor. Al morir la señora Maldonado, se hizo sacerdote y se trasladó a Roma, donde sus conocimientos de medicina le hicieron pronto famoso. Fue nombrado obispo de Bagnorea (Italia) por el papa Clemente VII (entre 1528 y 1545), y después obispo de Tarragona, aunque no llegó a tomar posesión aquí. Fue caballero del hábito de Santiago, y miembro del Consejo Real. Fundó el Colegio Menor de la Concepción de Huérfanos, en Salamanca, en recuerdo de que lo había sido él.

años, descalzo y desgarrado. —Dejadlo—dijo con tono imperativo la viuda de Maldonado.—¿Por qué le castigáis tan inhumanamente? —Señora—contestó el criado—días pasados cuando entraba en casa su Divina Majestad para el anciano Pedro, este pilluelo no se quitó la gorra, y ahora, por qué le reprendo, me llena de injurias. —Entrad, entrad niño—dijo la señora de Maldonado. Y la devota dama vestía y calzaba a aquel mendigo, dejándolo al servicio de su casa, después de exhortarle a la piedad y al respeto. Francisco, que así se llamaba el chicuelo, era además huérfano de padre y madre. Los cristianos sentimientos de la señora y su pasión por los pobres y los desgraciados, la llevaban frecuentemente a ejecutar obras de esta índole, con las cuales atajaba a veces malas inclinaciones, logrando que el bien germinara en muchos corazones, precipitados en el pillaje, en el descreimiento y en la irreverencia. La viuda de Maldonado pudo descubrir bien pronto en el niño Francisco un gran despejo natural, y lo mandó a la escuela, donde aventajaba muy pronto a todos sus compañeros. Su prodigiosa memoria, su humildad y la elocuencia con que enunciaba siempre sus conceptos, hicieron que el joven Solís gozara ya a los dieciséis años de una envidiada reputación. Su virtuosa protectora, a quien entusiasmaban los notables adelantos de Francisco y su celebrado talento, le dijo un día: —Francisco, debes ir pensando en elegir carrera. Eres bueno y quiero seguir protegiéndote y amparándote. ¿Qué quieres ser? ¿A qué tienes inclinación? —Señora—dijo el joven lleno de emoción— nunca podré yo pagarla tantos favores. No quisiera abusar de su caridad; pero ya que para mí ha sido una madre, con filial franqueza he de hablarla: mis aficiones me llevan al estudio de la medicina. —Está bien. Serás médico. No habían pasado siete años, cuando una serie no interrumpida de triunfos académicos, señalaban al joven Solís como una de las más legítimas glorias de la escuela de Salamanca y como el único sucesor del inmortal Laguna, lumbrera de la medicina española en el siglo XV.

La viuda de Maldonado, después del trágico fin de su adorado hijo, cayó en una terrible postración. Apenas comía, y aunque el pulso no acusaba fiebre, una extenuación grande se manifestó bien pronto. Hundiéronse sus ojos, perdió su cutis la frescura y el carmín, y un tinte amarillento empañó sus mejillas. Solís no se apartaba un punto de la bondadosa señora, a quien tanto amaba y debía. Sus observaciones concienzudas y detenidas no cesaban. La pena del ilustre médico era inmensa. Largas horas pasaba Francisco sobre sus libros; largas y frías noches sin sueño, empleadas en indagar y esclarecer las veladas causas de aquella terrible dolencia. Nada lograba. La medicina era impotente contra el insidioso mal. La muerte triunfaba. —¡Pobre ciencia!—decía en sus arrebatos de despecho el joven doctor. —Si no me sirve para dar vida a esa preciosa existencia, al ser que más amo, al que más debo, ¡maldita seas!—y arrojaba al suelo los numerosos volúmenes, abiertos sobre su mesa de estudio, y que había devorado con loco afán e interés vivo y creciente durante largas noches de insomnio. No había remedio, y la viuda del noble Maldonado espiraba en los brazos de su protegido, que, traspasado de dolor, besaba reveren

te y ahogado por el llanto aquella frente lívida. Francisco de Solís no quiso permanecer más tiempo en Salamanca. Dejó su cátedra y sus enfermos y marchó a Roma. Sin apego a la vida y devorado por una inmensa melancolía, Solís fue a Trento para seguir el curso de la horrible epidemia que diezmaba la población, con la esperanza de libertarse con la muerte de sus crueles sufrimientos morales. Su ciencia, su talento y su abnegación, le hicieron célebre en Trento y en toda Italia, y su fama lo llevaba, después de la muerte del profesor Laguna, a la cabecera del lecho del Papa Paulo III. —Al tornar con honda tristeza los ojos a Salamanca, Solís fundaba ese colegio—me decía el viejecito, señalándome el de los huérfanos que teníamos delante —pero no quiso, en recuerdo del episodio a que debió su carrera, que gastaran gorra ni sombrero los niños acogidos, ni que ejerciesen la medicina, profesión que había llenado el corazón del fundador de inmensos sufrimientos y de terribles amarguras. —Ahora comprenderás—me añadía—el porqué de esas cláusulas de fundación, ante las cuales exclama siempre el vulgo: ¡qué rareza!

La fuente de Roldán

Era  una tarde sofocante del mes de Julio, y el sol brillaba en el cielo con vivísimo resplandor, encendiendo campos y montes. —Es insufrible, Miguel—dije yo al mozo que me acompañaba por el camino de Carrascalejos a Tamames, estrecho sendero abierto entre tomillos, carquesas y cliaguarzos —Llevo además mucha sed. —Y yo—contestó el charro, que, forrado en su cinto de cuero y
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oculto bajo el ancho sombrero y la larga capa de paño pardo, parecía insensible a aquella altísima temperatura. —Señorito— añadió—lo que quita el frío quita el calor. Si tuviera V. una capa como ésta, estoy seguro que no llevaría tanta sofocación; pero está cerca la sombra y la fuente. ¿No ve V. aquella laderita vestida de carrascos, y aquella peña? Pues debajo de ella nace una fuente. No hay agua mejor en todo este contorno; sólo que es muy mala para los pobres, porque abre mucho el apetito, y los años, como ve, son malos, y las cosechas de remate, y las contribuciones subidas. —¡Siempre llorando! —¡Ah señorito! Lloramos, porque padecemos. Es una vida arrastrada y mísera, la vida del labrador de esta tierra. Y así, quejándose Miguel de contratiempos y escaseces, y yo contestando con monosílabos a sus preguntas, a veces llenas de reflexión y no desprovistas de malicia, llegamos al pie de una alta peña, colocada a la entrada de un ameno valle. Una caudalosa y cristalina fuente manaba de un hoyo, y después de arremansarse más abajo, corría por el prado, entre un lecho de menudas, blancas y redondeadas guijas. Atamos nuestras cabalgaduras a los carrascos y a la sombra, y nosotros buscamos al pié de la fuente asientos naturales y cómodos. Yo estaba sofocado; pero Miguel, después de desprenderse de su capa, parecía haber arrojado de sí todo el rigor de la canícula. —¿Y cómo se llama esta fuente?—pregunté al bueno de Miguel,que se entretenía en meter un palo de fresno en la arena del remanso. —La fuente de Roldán. ¡Oh! es una historia que oí a mi padre muchas veces. —¿Qué historia?—repliqué yo. ---La historia de esta fuente.

—Pues a ver: cuéntemela usted. Y el charro, después de quitarse el sombrero, de escupir y de rascarse el cerquillo de pelo que caía sobre su frente, dijo, poco más o menos, lo siguiente: —Bernardo del Carpio, valiente capitán de las tropas castellanas, cuentan que en ese descampado de Carrascalejos esperó a los franceses, al mando del famosísimo Roldán, hace ya muchos, muchos años. La batalla fue ruda, terrible, y las tropas de Roldán, acuchilladas y sofocadas, huyeron a la desbandada por esos campos. «Tanta fue la matanza, que los arroyos corrieron encarnados durante largos días. Roldán, ya lo sabrá V., estaba encantado y no podía ser herido sino en el pié, qué llevaba muy resguardado. «Al escapar sus parciales, fue cercado, y mil golpes cayeron sobre su cabeza y sobre su ancho pecho. «El guerrero encabritó su caballo, saltó por encima de sus enemigos y salió a escape por estos campos. «Al llegar a este sitio, abrasado por el ardor de la pelea y la precipitación de la fuga, caballo y caballero se sintieron rendidos. «—¡Agua, agua!—gritó Roldán, con mucha más angustia que nosotros, no hace muchos momentos,—o soy perdido; pues mis enemigos me darán alcance si interrumpo mi precipitada carrera «Y ¡zas! dicho y hecho: aquel hombre extraordinario hincó su lanza al pié de esta peña, saltaron hierbas y peñas y manó esta fuente. «Al mirarla, el sediento caballo de Roldán se arrodilló sobre la roca y bebió con ansia. El guerrero hizo lo propio, y caballero y cabalgadura recobraron la fuerza y el vigor para proseguir su acelerada marcha. —¿Veis—añadió Miguel—los dos agujeros de esa piedra? Pues son las huellas de las rodillas del caballo de Roldán.

Y, en efecto, en la peña donde yo estaba sentado se veían dos rebajos circulares bastante anchos, que delataban en el célebre caballo un desarrollo verdaderamente fenomenal. Y Miguel calló después de este relato, cogió nuestros caballos, y volvimos, después de beber, a proseguir nuestra marcha, entrando a pocos minutos en la villa de Tamames, habiendo, por mi parte, recogido una tradición de las muchas que nuestro pueblo, en su simpática credulidad, perpetúa, y con su sencillez infantil relata en las largas veladas del invierno, al amor de los soterrados hogares de las aldeas.

La marquesa de Almarza

Los pobres de Salamanca, arremolinados en la calle de los Pañeros, hablaban y comentaban con ayes y suspiros un doloroso suceso, al principio de una apacible mañana de primavera. Los comerciantes salían a las puertas de sus tiendas, entreabiertas en señal de duelo, y compartían con las gentes de la calle el público sentimiento. — ¡Qué desgracia! ¡Pobrecita! ¡Era muy buena! He ahí las palabras que, entre sollozos y lágrimas, corrían de boca en boca. ¿Qué pasaba? Una dama ilustre, la madre de los pobres, la protectora asidua e incansable de los desventurados, acababa de fallecer. La noble y bondadosa Marquesa de Almarza, tras súbito desmayo al levantarse de su lecho, había sumido en el dolor más intenso a su familia, y había inundado de lágrimas los ojos de los desventurados a quienes llevaba socorros y consuelos diarios. A la puerta del suntuoso palacio de Almarza, cerrada completamente, se apiñaba a las tres de la tarde una multitud, ansiosa por contemplar el cadáver de la Marquesa. Era aquello un mar de gente, que a cada momento se agrandaba y movía, a impulsos de la curiosidad y de la impaciencia, hasta chocar con la gruesa puerta ferrada, que hacía rechinar sus grandes goznes. Cuando era mayor la ansiedad y más intensas las oleadas de aquel grupo inmenso de personas de todos sexos y edades, a quienes congregaba un mismo sentimiento, un criado del palacio echó sobre los grupos, con voz temblorosa y apagada, este aviso: “El cadáver de la señora Marquesa no sale a la calle, y pasará a la capilla, hoy a las cinco, por la bóveda subterránea. La noticia se difundió como chispa eléctrica de fila en fila, y aquella multitud conmovida y llorosa fue desvaneciéndose poco a poco por las calles próximas, como densa niebla herida por los rayos del sol naciente. Media hora más tarde, la plazuela de San Boal estaba silenciosa. Sólo a intervalos se escuchaba el grave sonido de la campana del templo, que anunciaba a los cristianos que un alma más había traspuesto los míseros linderos de la vida.

Eran ya las nueve de la noche y el cadáver de la dama reposaba en una hermosa caja de nogal, forrada de terciopelo negro, en lo alto de un túmulo levantado en el centro del templo. La luz de los cirios prestaba color y vida al macilento rostro de la marquesa, que parecía reposar en tranquilo sueño. Tenía sus hermosas y blancas manos juntas sobre el pecho, y en uno de los dedos, las luces delataban un colosal brillante sujeto a un grueso aro de finísimo oro. Cuatro criados de la casa guardaban el cadáver, y el sacristán, entrando y saliendo en la sacristía, echaba de continuo un vistazo a los gruesos cirios, cortando y limpiando los pabilos.

El sueño rindió a los guardianes al venir la mañana, y envueltos en sus capas se acurrucaron en los confesonarios. El sacristán no paraba un punto: abría arcas, revolvía objetos sagrados y sacaba ropas para la ceremonia del día siguiente. De pronto se detuvo en el centro de la iglesia y miró fijamente a lo alto del catafalco: recorrió los confesonarios, paróse en cada uno un momento, y sacudiendo con aire de convicción la cabeza, exclamó: “¡qué bien duermen!” Otra vez se detuvo en el centro de la iglesia y de nuevo volvió a mirar el cadáver de la marquesa de Almarza. En el grueso brillante saltaban y jugueteaban las luces de los cirios en hermosos y vivísimos cambiantes. El rostro del sacristán se encendió de pronto: había concebido un pensamiento de profunda avaricia. Cogió una escalera de mano, volvió a cerciorarse del sueño de los guardianes y se encaramó, pausada y sigilosamente, hasta lo alto del catafalco. Extendió su mano temblorosa hacia la mano de la dama; pero la retiró de pronto: le pareció percibir un leve y apagado suspiro, que se había escapado de los sonrosados a inmóviles labios de aquella hermosa mujer. “¡Valor!” dijo el sacristán, y, tratando de infundir a su alma un arrojo de que carecía, aprisionó entre sus dedos la hermosa joya y tiró con fuerza, porque el dedo se había hinchado y el aro precisaba para salir alguna violencia. Un grito resonó en el templo y vibró en la ancha bóveda de la nave como un silbido agudo y penetrante. El sacristán soltó la mano del cadáver y cayó desplomado desde lo alto del catafalco. Los guardianes salieron despavoridos de los confesonarios.

Un ancho charco de sangre rodeaba el cuerpo exánime del sacristán, y la marquesa de Almarza se había incorporado en su caja mortuoria y miraba con espantados ojos las paredes del templo y los cirios que la rodeaban. Los criados del palacio de Almarza huyeron de la iglesia llenos de terror gritando: “¡milagro! ¡milagro! ¡la señora ha resucitado!”.

La marquesa de Almarza nunca supo el grave suceso a que debió la vida ni conoció el hecho reprensible que la devolvió al cariño de su esposo y al respeto y al amor de los pobres de Salamanca; pero el marquesado de Almarza instituía una pensión a favor del avaro sacristán de San Boal, que purgó con una existencia virtuosa y penitente la falta que había salvado, acaso de ser enterrada viva, a la bondadosa y querida dama salmantina.


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SUEÑOS DE CUARENTENA

sueño 36 (28 abril del 2020)

Veintiocho de abril. Cuadragésimo séptimo día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, DOSCIENTOS nueve mil quinientos contagiados, y veintitrés mil quinientos muertos, —cifras oficiales, por supuesto— (porque se dice que las cifras reales casi llegan a cuarenta mil, y hay un exceso de maquillaje en las oficiales). ¡Como para no tener miedo!
En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.
Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.
En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.
     Alfredo Vílchez



Este sueño va dedicado a un texto de Mesonero Romanos, pero hace unos días leí en El Mundo un artículo en mi opinión magnífico,  mas adecuado a las “ensoñaciones”, y he pensado ponerlo delante, para que quienes, como yo, tengan dos corazones, uno de hombre y otro de perro, compartan el gozo.

Ventajas de un alma con pelo Fernando Aramburu

Los llaman perros, pero en realidad son almas. Almas peludas, de cuatro patas, que se dejan conducir, husmeantes de suelos, marcadoras de territorio, con una correa por la calle. Tienen la costumbre húmeda de prodigar afecto con la lengua. Quizá parecen cosa distinta o separada del ser humano porque ignoran la mentira. Ladran sus penas y sus enojos, sus alegrías y sus temores, con una franqueza explícita de niños. Practican el agradecimiento; no así, por lo visto, el rencor, aunque a menudo se llevan a matar con los carteros. Son, como se ha dicho, almas exteriores y visibles que van y vienen con fidelidad de sombras autónomas a nuestro lado; almas, en fin, de lomo acariciable y rabo comunicativo, saludador, melancólico, amenazante, juguetón, alborozado.

El perro ganado para la amistad del hombre es un suministrador incesante de felicidades. Su estupidez, al contrario de la humana, tiene encanto; su astucia le granjea beneficios incontables. A cambio de nutrición, refugio, entretenimiento, caricias, vacunas y lecho cálido, el perro transige con la obediencia. Es su truco más logrado. Un sinfín de personas va cada día a trabajar por mucho menos.

Yo veo al alma correr sobre la hierba en pos de la pelota saltarina que le he lanzado y ya sólo con esa imagen me atraviesa el espinazo un calambre gustoso. Ni el cine ni los libros me dan lo mismo, aunque dan mucho. Tendría que ahondar en sutiles descargas placenteras, acaso en pasajes singularmente deleitables salidos de la pluma de Mozart, para experimentar una plenitud que se le iguale. Dicen no sé qué estadísticas de no sé qué estudios científicos de no sé qué país que los hombres con perro son más propensos a la felicidad. Ya es tarde para participar en la encuesta; así y todo, confirmo tranquila y felizmente el dato.

Gente sesuda, con bata blanca, afirma haber encontrado en la compañía del perro amigo virtudes antidepresivas. Esto es serio, requiere explicación. Parece ser que a veces se forman en el centro del pecho humano tristezas oxidadas como viejas verjas. Las cuales se abren de par en par cuando un perro se sube con intenciones lúdicas al regazo del dueño o arrea a éste por las buenas, en la soledad desesperada, en las habitaciones oscuras de la vida, una sarta de lengüetazos alegres en el rostro.
El perro interacciona con el hombre más que el gato, inclinado tradicionalmente a la introversión sagaz y al egoísmo natural de su especie. El perro, extravertido y a menudo bobalicón, te lo cuenta todo con el rabo y las orejas; olisquea genitales ajenos como quien revisa un pasaporte y tiene por norma elemental de cortesía enseñarles el culo a las visitas. Por no saber, no sabe ni que es perro. Nos toma a nosotros por parientes consanguíneos, si no es que él se toma a sí mismo por hombre. El perro, sentado en postura expectante, te mira afable, solícito y pedigüeño, como insinuando: ¿te importaría darme de comer antes de arrojarte al vacío? Y, claro, ¿cómo lo vas a dejar solo sin su salchicha de mediodía ni su escudilla de agua fresca y clara?

Cuidar de un alma canina implica asumir una responsabilidad. El perro es un alma frágil donde las haya. Un alma ora hambrienta, ora orinadora, ora friolera o desvalida, incompleta sin su parte corporal humana de la cual depende en grado alto. Lo mismo se rasca de gusto que de dolor, de picores que de angustias, y por mucho que la laven y la peinen, puede suceder que entre en casa con una garrapata del tamaño de una aceituna adherida a la oreja.

Tener perros es un poco como tener hijos. Los amamos y reñimos. Les ponemos nombre, les damos órdenes, los sacamos de paseo, les hablamos en confianza. Hay quien viste al perro con prendas de cuero o lana, y yo antes llevaba el mío a la peluquería, pero el pobre temblaba de miedo y, total, para lo que hay que hacer, lo esquilo con mis tijeras en el bosque. Una vez bañado, le encanta el viento caliente del secador.

Las tareas derivadas de la responsabilidad lo inducen a uno a perderse de vista. Quizá sea este olvido momentáneo de uno mismo el antídoto más eficaz contra los bajones del ánimo y contra todo lo negativo que nos abruma. La presencia del perro, según dicen, rebaja los índices de cortisol, hormona del estrés. No otra cosa parece ocurrir cuando, al término de la jornada laboral, regresan de sus obligaciones fatigosas y de sus inquietudes y problemas cotidianos los miembros de mi familia. No hay ninguno que, al entrar en la vivienda, no se apresure a dirigir la palabra al perro, se abrace a él como a una almohada viva o pase la mano por su calor sedoso. El perro contribuye al efecto balsámico con paciencia y alegría. Y entonces todo el mundo, apartando de sí por un instante agobios y sinsabores, se complace en compartir un alma ansiolítica que, hechas las cuentas, no nos da a los hombres menos de lo que ella recibe de nosotros.

Un perro rompe o alivia soledades. A ver, entendámonos. No la soledad de estar simplemente solo, sino aquella otra, infranqueable, duradera, consistente, según me han dicho, en un frío interior que no se mitiga estrechando manos ni cantando en un coro. Un perro lo hace a uno sentirse querido. Un perro fiel es un alma que daría la vida en tu defensa y la de tu casa. Yo he visto al mío llorar por contagio. Alguna vez taché de ridículo el hábito de hablarle al perro. Digamos que lo juzgaba una tentativa ilusoria de la comunicación. Qué bobada. Tengo mucho más que confesarle a mi perro que a la mayoría de los hombres. Y el alma me responde y me consuela a su modo sacudiendo el rabo o dándome la pata o clavando en mí el brillo afectuoso de sus ojos.

No menos hemos de agradecerle al perro que nos saque de casa. Tres, cuatro paseos diarios al aire libre; sumas los minutos caminados y resulta que a lo tonto, a lo tonto, te levantas un promedio de entre hora y media y dos horas de ejercicio físico repartido a lo largo de la jornada. Con lo cual, ¿qué ocurre?, pues que alargas los telómeros de tus cromosonas, te da el sol en la cara, reduces el peso y prolongas la vida. Y por si todo ello no fuera suficiente, acompañado de perro te sonríen y saludan los transeúntes a cada paso. Para un extranjero, doy fe, no hay mejor manera de integrarse en la sociedad de acogida que ir por la vía pública acompañado de un alma. Va uno desalmado y no le dan ni los buenos días.

https://www.elmundo.es/opinion/2018/05/13/5af6d86ce5fdea81338b45e3.html

  cuadros de costumbres de la capital observados y descritos por un curioso parlante”
La calle de Toledo

Pocos dias ha tuve que salir á recibir á un primo mió que viene á Madrid desde Mairena (reino de Sevilla), con el objeto de examinarse de Escribano. Las diez eran de la mañana cuando me encaminé á la gran puente que presta paso y comunicación al camino real de Andalucía, y ayudado de mi catalejo, tendí la vista por la dilatada superficie para ver si divisaba, no la rápida diligencia, no el brioso alazán, sino la compaseada galera en que sabia venía el casi-escribano. Poco rato se me hizo aguardar para dejarse ver de los Angeles acá (rari nantes in gurgite vasto), y mucho mas hube de esperar para que llegase adonde yo estaba. Verificólo al fin, vióme mí primo, saltó del incómodo camaranchón , y pian pian, enderezamos hacia la gran villa, ya acortando el paso para que pudieran seguirnos las siete mulas que arrastraban la galera, ya procurando conservar la distancia conveniente para no ser interrumpidos en nuestra sabrosa plática por la monótona armonía de los cencerros y campanillas de las bestias ,de los jaleos y rondeñas de los zagales. —¿Y bien, primo mió, qué te parece del aspecto de Madrid?” — “Qué ze pué desir del lo que de Parmira, que ez la perla del dezierto; y oyez, y tuvieron rasón zuz fundadorez en zituarle sobre alturaz, porque zinó, con ezte rio, adonde vamo-ha-paral...” — Ya te entiendo; pero en cambio tienes aqui éste que sino es gran puente, por lo menos es un puente grande. 1) Dada la gran cantidad de grafías distintas al lenguaje actual, en la transcripción se han conservado exactamente las de esta edición de 1835, corrigiendo sólo algunas que son claramente errores de composición tipográfica.
—”Zin duda , y aun por ezo he leído yo en un libraco viejo unaz coplillaz que disen:” Fuérame yo por la puente que lo es sin encantamiento, en diciembre, de Madrid, y en verano de Rioseco ; La que haciéndose ojos toda por ver su amante pigmeo, se queja del porque ingrato le da con arena en ellos, la que ............... —¿Acabarás con tu pintura? —”Rason tienez; punto y coma y á otra coza, que ze hase tarde y habremoz de detenernoz en la puerta”. Y con efecto fue así, porque llegando á ésta, y mientras se verificaba la operación del registro, se pasó media hora,en la cual no estuvieron ociosos nuestros ojos ni nuestras lenguas. Mi primo es un mozo, ni bien sabio, ni bien tonto,aunque una buena dosis de malicia tercia entre ambas cualidades, y haciéndole disimular la segunda, le presta ciertos ribetes de la primera; ademas es andaluz , y ya se sabe que los de su tierra tienen la circunstancia de caer en gracia, condición harto esencial, y en Madrid mas que en otra parte. Hecha esta prevención acerca de su carácter, no se extrañará que yo desease conocer el efecto que le producían las rápidas escenas que pasaban á nuestra vista, para lo cual, y excitarle á hablar,  anudé el interrumpido diálogo de esta manera. —Vas á entrar en Madrid (le dije) por el cuartel mas populoso y animado; desde luego debes suponer que no será el mas elegante, sino aquel en que la corte se manifiesta como madre común, en cuyo seno vienen á encontrarse los hijos, las producciones y los usos de las lejanas provincias; aquel, en fin, en que las pretensiones de cada sueplo, los dialectos, los trajes y las inclinaciones respectivas presentan al observador un cuadro de la España en miniatura. —”Punto ez ezte” —dijo mi primo— “para obzervarle zentadoz ; aprovechemoz ezte poyito.” No bien lo habíamos dicho y hecho cuando llega una galera guiada por un valenciano tan ligero como su vestido. El iba, venia á todos lados, retozaba con los demas, blandía su vara, ceñía y desceñía su faja, aguijaba las mulas, contestaba á las preguntas del resguardo, y pregonaba de paso las esteras que conducía en su carro. Deseoso yo de que le escuchara mi pariente,trabé conversación con él, suponiendo curiosidad por conocer los proyectos que le traían á Madrid, y muy luego supimos por su misma boca que pensaba vender sus esteras en un portal durante el invierno; emplear su producto en loza, que vendería por las calles en la primavera ; fijarse mientras el verano en una rinconada para vender horchata , y trasladarse después á una plazuela para regir durante el otoño un puesto de melones; tales eran los proyectos de este Proteo mercantil. Poco después llegaron unos cuantos, que por sus anguarinas, grandes sombreros y alforjas al hombro, calificamos pronto de extremeños, que conducían las picantes producciones que tan buen olor ,color y sabor prestan á la cuotidiana olla española. De estos supimos que eran todos parientes y de un mismo pueblo (Candelario)2, y no pudo menos de chocarnos la semejanza de las facciones de tres de ellos que parecían uno mismo aunque en distintas edades: eran padre, hijo y nieto, y traían á éste por primera vez á la capital, por lo cual no cesaban de darle consejos sobre el modo de presentarse en las casas, encarecer las ventajas del género, y demas, concluyendo con una disertación choricera capaz de excitar al mas inapetente. Aun no se había acabado, cuando nos hallamos envueltos por una invasión de jumentíllos alegres y vivarachos que se entraron por 2) Candelario, en realidad, es de Salamanca, como se sabe.la puerta con una franqueza sin igual ; traían cada uno dos pellejos, y, diciendo que sus conductores eran manchegos, no hay que añadir que los pellejos eran de vino. Los mozos echaron pie á tierra , y dejaron ver sus robustas formas, su aire marcial, expresivas facciones, color encendido, ojos penetrantes; traían todos tremendas patillas, su pañuelo en la cabeza y encima la graciosa monterilla; las varas á la espalda y atravesadas en el cinto: empezaron luego á contar sus pellejos, mas por desgracia nunca iban de acuerdo con el guarda, pues si éste decía 20, ellos sacaban 19, y volviendo á contar solo resultaban 17; por ultimo, se fijaron en 18, pagaron su cuota y echaron á correr. Otro carromato, —¿De dónde ? —De Murcia y Cartagena. —¿Carga ? —Naranjas y granadas. —Al menos es cosa de sustancia. —Ahora van ustedes á probar que la tienen. —”Á un lao, zeñorez” —exclamó mi primo, levantándose. —”á un laito por amor de Dioz, que viene aquí la gente.” Y decíalo por una sarta de machos engalanados que entraban por la puerta con sendos ginetes encima. —”A la paz de Dioz, caballeroz”, saludó con voz aguardentosa un viejo que al parecer hacía de amo de los demas. —”Toque ezoz sinco, paizano” —dijo mi primo sin poderse contener —”¿de qué parte del paraizo?” —De Jaén —replicó con un ronquido el viejo. —”Buena tierra zinó eztuviera tan serca de Caztilla”. —”Maz serca eztá del sielo”.

—”Como que tiene la cara de Dios”. —”Y como que zi; pero dejando ezto, no me dirá zu mersé (dirigiéndose á mí) de dónde han traído ezta puerta, porque o me engañan miz vizualez, o no eztaba añoz atraz quando yo eztuve en ezte lugar.” —Asi es la verdad —le contesté— porque hace pocos años que se sustituyó este monumento á las mezquinas tapias que antes daban entrada por esta parte á la capital. —Ahora (repuso el escribano) la entrada párese mezquina al lado de la puerta. Aqui llegábamos en nuestra conversación, cuando se nos dio por sanos y salvos, con lo que pudimos emprender la subida de la calle, alternando nuestras observaciones con las del viejo andaluz. Entre los primeros objetos que la fijaron, fueron la recua de manchegos que habíamos visto en la puerta, los cuales salían de una posada inmediata para repartir los cueros por las tabernas. Mi primo me hizo observar que llevaban veinte pellejos, y acordándonos de los diez y ocho pagados en la puerta, nos persuadimos de que habrían tratado de imitar el milagro de las bodas de Cana. Divertíamos así nuestro camino, contemplando la multitud de tiendas y comercios que prestan á aquella calle el aspecto de una eterna feria; tantas tonelerías, caldererías, zapaterías y cofrerías; tantos barberos, tantas posadas, y sobre todo, tantas tabernas. Esta última circunstancia hizo observar á mi primo que la afición al vino debe ser común á todas las provincias. Yo solo le contesté que son ochocientas diez y seis las tabernas que hay en Madrid. Engolfados en nuestra conversación tropezábamos, cuándo con un corro de mujeres cosiendo al sol, cuándo con un par de mozos durmiendo á la sombra; muchachos que corren, asturianos que retozan, carreteros que descargan á las puertas de las posadas, filas de mulas ensartadas una en otra y cargadas de paja que impiden la travesía; aquí una disputa de castañeras; allá una prisión de rateros; por este lado un relevo de guardia , por el otro un entierro solemne... —Favor á la justicia... —Agur, camarada... —Requem eternam... —”Pué ya...¡el demonio del usía!... —Caballero, ¿una calesa?... —Vaya usté con Dios, prenda... —¡A un lado! ¡La diligencia de Carabanchel! —Aceituna bué... —Señores, por el amor de Dios...
Con estas y otras mil voces, la continua confusión y demas, mi primo se atolondró ,de modo que le perdí de vista y tardé largo rato en volverle á encontrar. Por fin pude hallarle, que estaba parado delante de la fuente nueva. —¿Qué haces ahí parado? le pregunté con algún ceño. —”Qué he de haser , hombre , estoy recordando todo el Bufón á ver zi zaco en limpio qué animalejo ez eze que eztá ahí ensima”. —Majadero, ¿no conoces que es el León...? —Como no lo dice el letrero. —Vamos, vamos. “Parador de Cádiz” — “Aquí se sacan muelas á gusto de los parroquianos”—”Se guisa de comer por un tanto diario todos los dias”—”Memorialista. Se echan cuentas en toda las lenguas”—”Aquí se venden hábitos para difuntos completos”—”Sapatos paa hombres rusos hechos en Madrid”— “Aquí se venden sombreros para niños d paja”.

—¿Qué demonios estás diciendo? —”Leo laz mueztraz” —contestó rni primo. —Vaya déjate de tonteras, y repara que pisas el recinto fatal en que los condenados al último suplicio... —”Pazito, primo, que tengo buen humor, y no eztá nada lindo ezo de que me enzeñez la horca antez que el lugar”. Tremendos cartelones: Teatro del Príncipe. El castillo de Staonins Coylz o los siete crímenes— Cruz. Los asesinos elegantes— Sarten. Horror y desesperación. drama melo-mimo-lóbrego. —”Oyez , primo, ¿y ze entretienen loz zeñorez madrileñoz con eztaz lindesaz?” —Qué quieres,¡el gusto del siglo... ! —”Pue hemoz llegao á un zitio d¡vertió”.
—”Soberbia perspectiva hase eza iglezia”. —Como que es la principal de la Corte y dedicada á su santo patrono. —”Póngaze en primer lugar en mi libro para vizitarla mañana.” Á este punto y hora llegábamos, cuando vimos á lo lejos una calesa con la cubierta echada atrás, y sentadas en ella dos manolas, con aquel aire natural que las caracteriza. Ni Tito ni Augusto al volver triunfantes á la capital del orbe pasaron mas orgullosos bajo los arcos que les eran dedicados que nuestras dos heroínas por el de la Plaza Mayor. Guardapieses amarillos y encarnados, ricas mantillas de sarga y terciopelo sobre los hombros, pañuelos de color de rosa, cesto de trenzas en las cabezas, y coloreadas las mejillas por el vapor del vino; tal era el atavío con que venían casi echándose fuera de la calesa , y pelando unas naranjas con un desenfado singular. Aquí de la turbación de mi primo; parado delante de la calesa no reparaba su peligro, hasta que una de las manolas le dijo:
—Oiga, señor visión, déjenos el paso franco. —”¿Adonde van laz reinaz?” —A perderle de vista. —”Si nesesitazen un hombre al eztribo... “ —¿Y son asi los hombres en su tierra? Jesús, ¡qué miedo! —Y qué, ¿no me han de dar un poco de naranja? —Tome el rocín venido. Y le dirigieron á las narices una cascara de vara y media; con lo cual, y aguijando el caballejo, desaparecieron en medio de la risa general. Yo hube de contener la mía por no irritar á mi primo, á quien no me pareció había gustado el lance; pero me propuse echarle después un buen sermón. Entre tanto seguimos nuestro camino sin hablar palabra hasta casa, recapitulando ambos lo que habíamos visto y oído, él para aprovecharse de ello, y yo para contarlo aquí.

Isabel, o el dos de mayo

Dos meses no eran cumplidos todavía desde que la hermosa Isabel, bello ornamento de su secso y de la corte de Madrid, había contraído los sagrados vínculos de Himeneo. Su virtud y sus gracias, realzadas con el brillo de una opulenta fortuna , largo tiempo reunieron á sus pies lo mas escogido de la juventud cortesana; pero su corazón, puro como el cielo, tardó mucho en encontrar un traslado fiel adonde reflejarse. El joven Félix de R*** vino á fijarle por fin, y el movimiento eléctrico que ambos sintieron desde su primera vista les reveló el secreto de que su felicidad consistía en amarse. La mediana fortuna de Félix hubiera sido para otros un obstáculo invencible, pero el tierno padre de Isabel, que conocía y apreciaba sus brillantes cualidades, quiso hacer justicia á la elección de su hija, y él mismo apresuró el feliz momento en que quedaron unidos por toda su vida. ¡Desdichados! ¡cuan poco había de durar su felicidad... ! El famoso guerrero que hollando todos los derechos, y haciendo callar la voz de la razón con el ruido de la victoria, amenazara dominar al universo, había fijado tiempo hacia su vista penetrante en nuestra amada España, y prendado de las ventajas que le brindaba su dominio, determinóle en lo interior de su alma, sin perdonar para ello la traición ni la violencia. Sus huestes, hasta entonces invencibles, inundaban ya nuestra península con la mascara de la amistad; el monarca, apenas aclamado por su leal pueblo, acababa de ser pérfidamente arrebatado y detenido en los lazos del usurpador; un individuo de la familia de éste ejercía en nuestra corte la autoridad, y celoso de ella quiso desembarazarse de los príncipes legítimos que aun quedaban entre nosotros. Esta fue la señal del levantamiento del pueblo, y los murmullos y las quejas, hasta entonces casi sofocados, rompieron ya los diques del sufrimiento. La voz de que iban á ser arrebatados á Bayona los príncipes de la familia real de Borbon cundió rápidamente por el pueblo de Madrid, y desde la víspera del dia destinado á tan atroz violencia dejaron de ocultarse las muestras de la indignación general. En vano el príncipe Murat hizo un fastuoso alarde de sus tropas en el Prado aquella tarde: insultado y escarnecido, se retiró meditando en su furor los medios de venganza, y desplegando todos sus recursos para escarmentar al pueblo en caso de alguna tentativa en el siguiente dia dos. Amaneció por fin aquella aurora de sangre: el carruage destinado á llevar las ilustres personas estaba ya preparado á la puerta del palacio; los fieros soldados de Napoleón ocupaban las avenidas; las pocas tropas de la guarnición española, encerradas de orden de sus gefes en los cuarteles, nada podían intentar; los príncipes bajaban ya la escalera, y la maldad iba á ser consumada, cuando ¡oh heroísmo sin igual! un pueblo numeroso reunido simultáneamente y elevando al cielo sus gritos, corre al palacio, rompe las filas de los asombrados guerreros, se apodera del coche, corta los tiros, hace retirar los príncipes á su estancia, y derrama entre sus raptores la muerte y el espanto. Viérase de aquel momento prender un fuego eléctrico en todos los ángulos de la villa, desde la mas céntrica plaza al mas remoto confín, y asaltados en todas partes los centinelas, los cuerpos de guardia, los batallones, los cuarteles, por inmensos grupos de paisanos armados con el primer instrumento que pudieron hallar,  ya en los almacenes, ya en los depósitos, ya arrancándolos de las manos de sus opresores; ni alli se díferenciaba la edad, el secso ni la condición; hombres, mujeres, niños, sacerdotes, paisanos, caballeros, todos corrían á vengar á su patria, todos á conquistar su honor. Los franceses, terrorizados, huían por todas parles, y en todas eran víctimas del furor popular; cada calle un campo de batalla, cada casa una fortaleza inespugnable y ofensora. Pero cobrados del primer espanto, y aguijoneados por la venganza, los arrogantes vencedores del Jena y de Marengo volvieron en sí, y resolvieron inventar recursos nuevos para reducir al pueblo... ¡Inútil determinación! Los cañones apostados en las plazas y calles, eran arrebatados por el paisanage; los numerosos destacamentos de mamelucos á caballo, hechos pedazos: muchos de los heroicos españoles sucumbían, es verdad , en tan desigual lucha; pero ¿cómo compararlos al inmenso número de enemigos que regaron con su sangre las calles de Madrid? Don Luis Daoíz y don Pedro Velarde, dignos militares, en quienes la voz de la patria fue superior á todas las prohibiciones, defendieron la entrada del Parque de Artillería, deshaciendo columnas enteras en la calle que mira á la puerta de éste, hasta que fueron muertos alevosamente. Retirado en el palacio de la Moncloa el feroz cuñado de Napoleón, meditaba una venganza capaz de aplacar su rabia: los partes que recibía cada momento no servían mas que para reanimarla. Pero conociendo aunque tarde el error de pretender sujetar por la violencia al heroico pueblo madrileño, recurrió para lograrlo á la mas inaudita perfidia. Circúlanse en el momento por todas parles órdenes de paz; los magistrados, los guardias de Corps, las personas mas estimadas del pueblo, salen por las calles repitiendo las promesas mas lisonjeras, y las palabras de paz y de amistad vuelan de boca en boca, y consiguen calmar la efervescencia popular. Mas ¡oh infamia sin ejemplo! al propio tiempo se hace leer á la tropa francesa una orden sanguinaria en que se decreta la muerte de todo el que se encuentre con armas, y miles de personas son acometidas traidoramente, y arrastradas al Retiro y al Prado para morir... Una navaja, un cortaplumas, unas tijeras, eran suficiente causa de muerte, y la ejecución seguía inmediatamente á la sentencia... Isabel, amante y sobresaltada, palpitaba á cada momento, considerando el peligro de su esposo, á quien un movimiento patriótico arrancó de su casa desde el principio de la conmoción. Su desconsolada esposa se deshacía en lágrimas, imploraba al cíelo por su seguridad, y cada ruido del arma resonaba en lo mas íntimo de su corazon. El tiempo iba pasando y Félix no parecía aun... ¿Dónde se hallará? ¿Habrá perecido víctima de su arrojo, ó preso al capricho de los vencedores...? Esta sospecha era bastante para determinar á Isabel; en vano se intenta contenerla; despréndese de todos, corre en busca de su esposo, y en un desorden que aumentaba su hermosura atraviesa rápidamente las plazas y calles, cruza por entre los puestos militares; ni el horror de los cadáveres, ni el estampido continuo del cañón que resuena en torno de ella, son bastantes á detener sus pasos... Frenética y fuera de sí hállase á la entrada del Prado, y entre los grupos de víctimas arrastradas á la muerte busca largo rato á su esposo, pero no le halla alli, y ya iba á continuar su carrera, cuando ¡oh Dios! un grito penetrante lanzado á su espalda atraviesa su alma... Es Félix... Herido, maltratado, y conducido á la muerte entre triples filas de bayonetas, apenas ve á su esposa le abandonan las fuerzas, y aquel grito fue la señal de un prolongado desmayo. Isabel, esta heroína del amor conyugal, se postra ante sus conductores, riega sus pies con las lágrimas mas ardientes, é implora su compasión en los términos mas vivos... En vano. Fríos ejecutores de la terrible orden, los soldados franceses siguen su marcha hasta la presencia del comandante. Hallábase éste en el Retiro, y en el gran patio de su entrada se iba reuniendo á los infelices destinados á tan atroz carnicería. Isabel vuela á su presencia, y agitada por la espresion mas divina, la hermosa se presenta ante el feroz Gaulhier, á quien las trágicas escenas que eslabonaban su vida habian convertido en piedra el corazón... pero, ¿quién resistir á las lágrimas ardientes, al acento seductor de una muger joven , hermosa y afligida? El hijo de la guerra siente latir violentamente su pecho, y sin ser dueño á resistir su movimiento, la levanta de sus pies y la ofrece la salvación de su esposo; pero este impulso no ha nacido en su alma de un resto de piedad, sino que es efecto del mas vil deseo... La esposa de Félix habia encendido en su corazón un amor impuro, y el malvado osaba lisonjearse de un vencimiento que le ofrecía fácil su actual situación... ¡cuan poco conocia el heroísmo de su víctima! Las palabras tiernas fueron respondidas con desprecio, las amenazas con súplicas, y los intentos atrevidos con el arrojo de la desesperación.

Ciego de cólera con tan inesperada repulsa, abre la ventana que daba al gran patio, donde las innumerables víctimas lloraban la orfandad de los suyos ó imploraban el ausilio del cielo; muéstrala á su marido pronto á ser arrastrado á la muerte; sus ojos alzados á la ventana buscan los de su esposa... “Esposo mió, le dice, moriré contigo, pero no te seré infiel...”. Una espresiva seña del comandante puso en movimiento la columna de los satélites, y arrastraron á los infelices con dirección al Prado. Isabel, de nuevo postrada á los pies del malvado, se deshacía en llanto; ya el feroz sonreía de su triunfo, y la inminencia del peligro iba arrebatando las fuerzas de su víctima, cuando un lejano redoble del tambor penetra en su oído, é infundiéndola una fuerza sobrenatural, se arranca de sus brazos, atraviesa como una flecha el espacio que la separaba del Prado, llega al cuadro de la tropa, escucha los gritos de las víctimas y entre ellos el nombre de Isabel, rompe la fila de soldados, corre á su esposo tendiéndole los brazos. “ Moriremos juntos”, le dice, y en el mismo instante rompe el fuego y caen atravesados sus cuerpos y confundidos con los demás... El comandante llega en aquel momento, y al ver el humeante cadáver de Isabel, sus ojos se sintieron por primera vez arrasados de lágrimas...

Seis veces los hermosos árboles del Prado se habían cubierto de un verdor nuevo, y otras tantas luciera ya el dia aniversario de aquella espantosa escena. La nación española, que animada por el heroico grito de Madrid habia osado medir sus fuerzas con el dominador de Europa, se veía coronada por la mas gloriosa victoria. Los ejércitos del usurpador acababan de dejar su suelo; el deseado monarca, arrancado á su cautiverio, se hallaba ya entre sus léalas españoles, y la corte prócsíma á recibirle, preparaba los arcos de triunfo y los brillantes regocijos... El eco del cañón, y el lúgubre clamor de las campanas, vino á hacer tregua á estas demostraciones, y á recordar que iba
á amanecer el dia en que España señaló su triunfo con la sangre de sus hijos. Un elegante altar elevado sobre el mismo sitio en que fueron inhumanamente sacrificados sostenia una urna destinada á recibir en su seno los preciosos restos de aquellos mártires, y profundos fosos abiertos en derredor mostraban á la vista la multitud de ellos. El prelado, el clero y el inmenso pueblo asistían conmovidos á la ceremonia de la exhumación, y entonando los cánticos sagrados eran aquellos huesos sacados de la tumba y depositados en la urna del altar. Un santo horror se difundía por el afligido pueblo, y al mostrar el sacerdote una mano abierta y un brazo descarnado que saca del foso, ”Es la mano de Isabel, la mano de Isabel” grita aterrada la muchedumbre, y todos de improviso póstranse de rodillas como heridos de un rayo... Brillante y magnífico entre tanto, un numeroso séquito se adelanta á la entrada del Prado, conduciendo en triunfal carroza los restos inanimados de Velarde y Daoiz ; numerosas banderas y cañones les preceden; el clero, los magnates, los batallones siguen sus pasos, y las palmas y laureles cubren su carrera. Las músicas armoniosas y patéticas llenan los aires, y á los cánticos sagrados de los sacerdotes responden los jóvenes guerreros con los siguientes : “Renovando la augusta memoria De aquel dia de triunfo y de espanto, Hoy sucedan al fúnebre llanto Ledos himnos de grato placer. Yl aureles de eterna victoria Den honor á las víctimas fuertes, Que muriendo con ínclitas muertes Libre á España lograron hacer.”

El magestuoso séquito se para ante el altar, y reunido con el que alli estaba, empieza su carrera por las principales calles de la corte, conduciendo aquellos restos con una pompa digna de la ciudad de Rómulo. El pueblo animado por los sentimientos mas sublimes henchía las calles, y se postraba al paso del fúnebre cortejo, siendo ya mas de mediado el dia cuando éste llegó al suntuoso templo del santo Patrono. Negros paños cubrían sus altares, sus paredes y suelos; veíase arder prodigiosa multitud de luces en torno de un suntuoso catafalco, y una música sagrada llenaba las altas bóvedas. El obispo celebró el santo sacrificio, y pronunciada la oración fúnebre, continuó aquel entre el fervor universal. Las tropas en tanto, que cubrian las avenidas, hicieron tres descargas durante la misa, y al concluirse la santa ceremonia resonó el cañón la última vez, cabalmente á la misma hora que seis años antes habia sonado para lanzar la muerte en el seno de Isabel

La romería de San Isidro

Asi lo ha dicho un autor francés: por supuesto que lo decía en francés, porque tienen esta gracia los escritores de aquella nación, que casi todos escriben en su lengua; no asi muchos de nuestros castellanos, que cuando escriben no se acuerdan de la suya; pero en fin, esto no es del caso; vamos á la sustancia de la dependencia. Yo quería regalar á mis lectores con una descripción de la Romería de San Isidro; y para ello me habia propuesto desde la víspera darme un madrugón y constituirme al amanecer en el punto mas importante de la fiesta. Por lo menos tengo esto de bueno, que no cuento sino lo que veo, y esto sin tropos ni figuras, no como algunos viajeros que parecen charlatanes enseñando el tutílimondi; pero viniendo á mi asunto digo, que aquella noche me acosté mas temprano que de costumbre, revolviendo en mí cabeza el ecsordio de mi articulo. “Romería (decia yo para darme cierta importancia de erudito) significa el viaje ó peregrinación que se hace á algún santuario, y si hemos de creer al Diccionario de la lengua, añadiremos que se llamó asi porque las principales se hacian á Roma. Luego vino á mí imaginación un trozo de nuestro Jovellanos, quien considerando á las romerías como una de las fiestas mas antiguas de los españoles, añade : “La devoción sencilla los llevaba naturalmente á los santuarios vecinos en los dias de fiesta y solemnidad, y alli,satisfechos los estímulos de la piedad, daban el resto del dia al esparcimiento y al placer.” Esto, según la ya dicha respetable autoridad, acaecía en el siglo XII, y mí imaginación revoltosa me hacía calcular la alteración que las costumbres habian sufrido desde entonces, si bien luego me ocurrió que no debe ser moderno el refrán que dice: Hornería de cerca, mucho vino y poca cera. Con que vemos que el mundo siempre ha sido lo que es. Largo rato anduvieron alternando en mí memoria, ya las famosas de Santiago de Galicia, ya las de nuestra Señora del Pilar de Zaragoza, y me parecía que veía los peregrinos con su bordón y la esclavina cubierta de conchas. Luego se me representaban las animadas fiestas de esta clase, que aun hoy se celebran en las provincias vascongadas, y de todo ello sacaba noticias que podrán tener lugar cuando escriba la historia de las romerías en treinta tomos en folio; pero por lo que es ahora no venían á cuento, pues que solo trataba de formar el cuadro de la de San Isidro en nuestra capital. En fin, tanto cavilé, tantos autores revolví en los estantes de mi cabeza, tal polvo alcé de citas y pergaminos, que al cabo de algunas horas me quedé dormido profundamente. La imaginación empero no se durmió: afectada con la idea de la prócsima función, me trasladaba ya á la opuesta orilla del Manzana

res , al sitio mismo donde la emperatriz doña Isabel, esposa de Carlos V, fundó la ermita del patrón de Madrid; añádese que fue en agradecimiento de la salud recobrada por su hijo el príncipe don Felipe con el agua de la vecina fuente, que según la tradición abrió el santo labrador al golpe de su híjada para apagar la sed de su amo Iban de Vargas. Veía la pequeña colina sobre que está situada la ermita; y la desigualdad del terreno, los paseos que conducen á ella, y las elevadas alturas que la rodean, encubrian á mi imaginación la natural aridez de la campiña; añádase á esto la inmediación del rio, la vista de los puentes de Toledo y Segovia, y mas que todo la estensa capital que se ostentaba ante mis ojos por el lado mas agradable , ofreciéndome por términos el palacio Real, el cuartel de Guardias y el seminario de Nobles á la izquierda, el convento de Atocha, el Observatorio y el Hospital general á la derecha; al frente tenia la soberbia puerta de Toledo, y desde ella y la de Segovia la inmensa muchedumbre precipitándose al camino formaban una no interrumpida cadena hasta el sitio en que yo estaba. Mí fantasía corria libremente por el espacio que mediaba entre el principio y el fin del paseo, y por todas partes era testigo de una animación, de un movimiento imposibles de describir; nuevas y nuevas gentes cubrían el camino; multitud de coches de colleras corrían precipitadamente entre los ligeros calesines que volvían vacíos para enganchar nuevos pasageros; los briosos caballos, las mulas enjaezadas hacían replegarse á la multitud de pedestres, quienes para vengarse los saludaban á su paso con sendos latigazos, ó los espantaban con el ruido de las campanas de barro. Los que volvían de la ermita, cargados de santos, de campanillas, y frascos de aguardiente bautizado y confirmado, los ofrecían bruscamente á los que iban, y éstos reían del estado de acaloramiento y ecsaltacion de aquellos, siendo asi que podrian decir muy bien,
“Vean ustedes cómo estaré yo á la tarde”. Las danzas improvisadas de las manólas y los chulos, las disputas y retoces de estos por quitarse los frasqueles, los puestos humeantes de buñuelos, y el continuo paso de carruages, hacian cada momento mas interrumpida la carrera, y esta dificultad iba creciendo según la mayor procsimidad á la ermita. Ya las incansables campanas de ésta herían los oídos, entre la vocería de la muchedumbre que coronaba todas las alturas, y apiñándose en la parte baja hacía sentir su reflujo hasta el medio del paseo. Los puestos de santos, de bollos y campanillas iban sucediéndose rápidamente hasta llegar á cubrir ambos bordes del camino , y cedían después el lugar á tiendas caprichosas y surtidas de vizcochos, dulces y golosinas, eterna comezón de muchachos llorones, tentación perenne de bolsillos apurados. Cada paso que se avanzaba en la subida se adelantaba también en el progreso de las artes del paladar; á los puestos ambulantes de buñuelos habían sucedido las escitantes pasas, higos y garbanzos tostados; luego los roscones de pan duro y los frasquetes alternaban con las torlas y soldados de pasta-flora; mas allá los dulces de ramillete y vizcochos empapelados ofrecian una interesante batería ; y por último las fondas entapizadas ostentaban sobre sus entradas los nombres mas caros á la gastronomía madrileña, y brindaban en su interior con las apetitosas salsas y suculentos sólidos. ¡Qué espectáculo manducante y animado! Cuáles sobre la verde alfombra formaban espeso círculo en derredor de una gran cazuela en que vertían sendos cantarillos de leche de las Navas sobre gran cantidad de bollos y roscones; cuáles ostentando un noble jamón le partían y subdívidian con todas las formalidades del derecho.
p.13 Panorama matritense  Ramón Mesonero RomanosSueño de Cuarentena nº 36
La conversación por todas partes era alegre y animada, y las escenas á cual mas varia é ¡nteresante; por aquí unos traviesos muchachos atando una cuerda á una mesa llena de figuras de barro, tiraban de ella corriendo y rodaban estrepitosamente todos aquellos artefactos, no sin notable enojo de la vieja que los vendía; por allá un grupo de chulos, al pasar por junto á un almuerzo, dejaban caer en el cuenco de leche una campanilla; ya levantándose otros volvían á caer impelidos de su propio peso, ó bien al concluir un almuerzo rompian un gran botijo tirándole á veinte pasos con blandos bollos, restos del banquete. Los chillidos, las risas, los dichos agudos se sucedian sin cesar, y mientras esto pasaba de un lado, del otro los paseantes se agitaban, bebian agua del Santo en la fuente milagrosa, intentaban penetrar en la ermita, y la turba saliente los obligaba á volver á bajar las gradas, penetrando al fin en el cementerio prócsimo, donde reflecsionaban sobre la fragilidad de las cosas humanas mientras concluían los restos del mazapán y vizcocho de galera. En la parte elevada de la ermita algunos cofrades asomaban á los balconcillos ostentando en medio al santero vestido con un trage que remedaba al del Santo labrador, y en lo alto de las colinas cerraban todo este cuadro varios grupos de muchachos que arrojaban cohetes al aire. La parte mas escogida de la concurrencia refluye en las fondas, adonde aguardaban en pie, y con sobrada disposición de almorzar, mientras los felices que llegaron antes no desocupaban las mesas. La impaciencia se pintaba en el rostro de las madres, el deseo en el de las niñas, y la incertídumbre en los galanes acompañantes: entre tanto los dichosos sentados saboreaban una perdiz, ó un plato de crema, sin pasar cuidado por los que les estaban contando los bocados. Desocúpase en fin una mesa: ¡qué precipitación para apoderarse de ella! Ocúpanla una madre, tres hijas y un caballero andante, el cual, á fuer de galán, pone en manos de la mamá la lista fatal... Los ojos de ésta brillan al verla... Pichones, pollos, chuletas... ¿qué escogerá ? —”Yo, lo que ustedes quieran; pero me parece que ante todo debe venir un par de perdices; tú, Paquita, querrás un pollito, ¿no es verdad? —Venga—  gritó el galán entusiasmado. —Y tú, Mariquita, jamón en dulce. —Pues yo á mis pichones me atengo. —Vaya,probemos de todo.—Venga, de todo— respondió el Gaiferos con una sonrisa si es no es afectada. Con efecto, el mozo viene, la mesa se cubre, el trabajo mandibular comienza, y el infeliz prevee, aunque tarde, su perdición; mas, entre tanto Paquita le ofrece un alón de perdiz, y en aquel momento todas las nubes desaparecen. La vieja incansable vuelve á empuñar la lista. —Ahora los fritos y asados— dice, y señala cinco ó seis artículosal espedito mozo; no para aqui, sino que en el furor de su canino diente, embiste á las aceitunas, saltando dos de ellas á la levita del amartelado, cae y rompe un par de vasos, y para hacer tiempo de que vuelva el mozo ,se come un salchichón de libra y media. Tres veces se habian renovado de gente las otras mesas y aun duraba el almuerzo, no sin espanto del joven caballero, que calculaba un resultado funesto; las muchachas cuál mas, cuál menos, todas imitaban á la mamá, y cuando ya cansadas apenas podían abrir la boca, las decía aquella: —Vamos, niñas, no hay que hacer melindres. Y siempre con la lista en la mano traía al mozo en continua agitación. Por último, concluyó al fin de tres horas aquel violento sacrificio; pídese la cuenta al mozo, y éste, echándola en un instante por partida triple , responde :

—Ciento cuarenta y dos reales. El Narciso, á tal acento, varía de color, y como acometido de una convulsión revuelve rápidamente las manos de uno á otro bolsillo, y reuniendo antecedentes llega á juntar hasta unos cuatro duros y seis reales; entonces llama ai mozo aparte, y mientras hace con él un acomodo, la mamá y las niñas ríen graciosamente de la aventura. ¡Oh malignidad femenil! Arreglado aquel negocio salen de la fonda, llevando al lado á la Dulcinea con cierto aire triunfal ;pero á pocos pasos un cierto oficialito, conocido de las señoras, que se perdió á la entrada de la fonda, vuelve á aparecer casualmente y ocupa el otro lado de doña Paquita, no sin enojo del caballero pagano. Mas no para aqui el contratiempo; á poco rato el escesivo almuerzo empieza á hacer su efecto en la mamá , y se siente indispuesta; el síntoma del cólera se manifiesta estrepitosamente, y las niñas declaran al pobre galán que por una consecuencia desgraciada, su mamá no puede volver á pie. No hay remedio, el hombre tiene que ajustar un coche de colleras y empaquetarse en él con toda la familia, mas, el aumento del recienvenido, que se coloca en el testero, entre Paquita y su madre, quedándole al caballero particular elsillo frontero á ésta para ser testigo de sus náuseas y horribles contorsiones. El cochero, en tanto, ocupa su lugar, y chas... co-mandanta...
Al ruido del coche desperté precipitado, y mirando al reloj vi que eran ya las diez, con lo cual tuve que desistir de la idea de ir á la romería, quedándome el sentimiento de no poder contar á mis lectores lo que pasa en Madrid el día de San Isidro

 Panorama matritense  Ramón Mesonero Romanos


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SUEÑOS DE CUARENTENA

sueño 35 (27 abril del 2020)


Veintisiete de abril. Cuadragésimo sexto día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, DOSCIENTOS veintitrés mil1 ochocientos contagiados, y veintitrés mil ciento noventa muertos, dicen por la radio (y aún dicen que las cifras reales casi llegan a cuarenta mil, porque hay un exceso de maquillaje en las oficiales). ¡Como para no tener miedo!
En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.
Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.
En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.
     Alfredo Vílchez

1) Incomprensiblemente, las cifras oficiales de contagiados han bajado hoy. Si ayer había 223.800, ¿cómo es que hoy han bajado a 207.600? ¿ni un contagio más? ¿se han curado 16.000 en un día? Tampoco han debido morirse, porque las cifras de defunciones han aumentado en 290 únicamente (de 22.900 a 23.190). Misterios de Cuarentena


(“Leyendas”,  de José Zorrilla -1901-)


Entre pardos nubarrones pasando la blanca luna con resplandor fugitivo la baja tierra no alumbra. La brisa con frescas alas juguetona no murmura, y las veletas no giran entre la cruz y la cúpula. Tal vez un pálido rayo la opaca atmósfera cruza, y unas en otras las sombras confundidas se dibujan. Las almenas de las torres un momento se columbran como lanzas de soldados apostados en la altura. Reverberan los cristales la trémula llama turbia, y un instante entre las rocas ríela la fuente oculta. Los álamos de la vega parecen en espesura de fantasmas apiñados medrosa y gigante turba; y alguna vez desprendida gotea pesada lluvia, que no despierta a quien duerme, ni a quien medita importuna.
Yace Toledo en el sueño entre la sombra confusa, y el Tajo a sus pies pasando con pardas ondas la arrulla. El monótono murmullo sonar perdido se escucha cual si por las hondas calles hirviera del mar la espuma. ¡Qué dulce es dormir en calma cuando a lo lejos susurran los álamos que se mecen, las aguas que se derrumban! Se sueñan bellos fantasmas que el sueño del triste endulzan, y en tanto que sueña el triste no le aqueja su amargura.

Tan en calma y tan sombría como la noche que enluta la esquina en que desemboca una callejuela oculta, se ve de un hombre que aguarda la vigilante figura, y tan a la sombra vela que entre la sombra se ofusca. Frente por frente á sus ojos un balcón a poca altura deja escapar por los vidrios la luz que dentro le alumbra;

A buen juez, mejor testigo

Mas ni en el claro aposento ni en la callejuela obscura el silencio de la noche rumor sospechoso turba.
Pasó así tan largo tiempo que pudiera haberse duda de si es hombre, o solamente mentida ilusión nocturna; pero es hombre, y bien se ve, porque con planta segura, ganando el centro a la calle resuelto y audaz pregunta «¿Quién va?» y a corta distancia el igual compás se escucha de un caballo que sacude las sonoras herraduras. «¿Quién va?» repite, y cercana otra voz menos robusta responde: «Un hidalgo; ¡calle!» y el paso el bruto apresura. — Téngase el hidalgo, — el hombre replica, y la espada empuña. — Ved más bien si me haréis calle— repusieron con mesura, — que hasta hoy a nadie se tuvo Ibán de Vargas y Acuña.

— Pase el Acuña, y perdone — dijo el mozo en faz de fuga, pues teniéndose el embozo sopla un silbato, y se oculta. Paró el jinete a una puerta, y con precaución difusa salió una niña al balcón que llama interior alumbra. «¡Mi padre!» clamó en voz baja; y el viejo en la cerradura metió la llave, pidiendo a sus gentes que le acudan. Un negro por ambas bridas tomó la cabalgadura, cerróse detrás la puerta y quedó la calle muda.

En esto desde el balcón, como quien tal acostumbra, un mancebo por las rejas de la calle se asegura. Asió el brazo al que apostado hizo cara a Ibán de Acuña, y huyeron, en el embozo velando la catadura.

Clara, apacible y serena pasa la siguiente tarde, y el sol tocando a su ocaso apaga su luz gigante: se ve la imperial Toledo dorada por los remates
como una ciudad de grana coronada de cristales. El Tajo por entre rocas sus anchos cimientos lame, dibujando en las arenas las ondas con que las bate. Y la ciudad se retrata en las ondas desiguales, como en prendas de que el río tan afanosa la bañe. A lo lejos en la vega tiende galán por sus márgenes de sus álamos y huertos el pintoresco ropaje; y porque su altiva gala más á los ojos halague, la salpica con escombros de castillos y de alcázares. Un recuerdo es cada piedra que toda una historia vale, cada colina un secreto de príncipes o galanes. Aquí se bañó la hermosa por quien dejó un rey culpable amor, fama, reino y vida en manos de musulmanes. Allí recibió Galiana a su receloso amante, en esa cuesta que entonces era un plantel de azahares. Allá por aquella torre que hicieron puerta los árabes
subió el Cid sobre Babieca con su gente y su estandarte. Más lejos se ve el castillo de San Servando, o Cervantes, donde nada se hizo nunca y nada al presente se hace. A este lado está la almena por do sacó vigilante el conde Don Peranzules al Rey, que supo una tarde fingir tan tenaz modorra que, político y constante, tuvo siempre el brazo quedo las palmas al horadarle. Allí está el circo romano, gran cifra de un pueblo grande; y aquí la antigua basílica de bizantinos pilares, que oyó en el primer concilio las palabras de los Padres que velaron por la Iglesia perseguida o vacilante. La sombra en este momento tiende sus turbios cendales por todas esas memorias de las pasadas edades, y del Cambrón y Visagra los caminos desiguales camino a los toledanos hacia las murallas abren. Los labradores se acercan al fuego de sus hogares, cargados con sus aperos, cansados de sus afanes. Los ricos y sedentarios se tornan con paso grave, calado el ancho sombrero, abrochados los gabanes; y los clérigos y monjes, y los prelados y abades sacudiendo el leve polvo de capelos y sayales. Qué clase solo un mancebo de impetuosos ademanes que se pasea ocultando entre la capa el semblante. Los que pasan le contemplan con decisión de evitarle, y él contempla a los que pasan como si a alguien aguardase. Los tímidos aceleran los pasos al divisarle, cual temiendo de seguro que les proponga un combate; y los valientes le miran cual si sintieran dejarle sin que libres sus estoques en riña sonora dancen.

Una mujer, también sola, se viene el llano adelante, la luz del rostro escondida en tocas y tafetanes.
Mas en lo leve del paso y en lo flexible del talle Puede a través de los velos una hermosa adivinarse. Vase derecha al que aguarda, y él al encuentro la sale, diciendo... cuanto se dicen en las citas los amantes. Mas ella, galanterías dejando severa aparte, así al mancebo interrumpe en voz decisiva y grave: — Abreviemos de razones, Diego Martínez; mi padre, que un hombre ha entrado en su ausencia dentro de mi aposento sabe; y así quien mancha mi honra con la suya me la lave: o dadme mano de esposo, o libre de vos dejadme.

Miróla Diego Martínez atentamente un instante, y echando á un lado el embozo, repuso palabras tales: —Dentro de un mes, Inés mía, parto a la guerra de Flan des; al año estaré de vuelta y contigo en los altares. Honra que yo te desluzca con honra mía se lave,
que por honra vuelven honra hidalgos que en honra nacen.

—Júralo—exclamó la niña. — Más que mi palabra vale no te valdrá un juramento. — Diego, la palabra es aire. — ¡Vive Dios que estás tenaz! Dalo por jurado, y baste. —No me basta, que olvidar puedes la palabra en Flandes. — ¡Voto a Dios! ¿qué más pretendes? — Que a los pies de aquella imagen lo jures como cristiano del santo Cristo delante.

Vaciló un punto Martínez, mas, porfiando que jurase, llevóle Inés hacia el templo que en medio la vega yace. Enclavado en un madero, en duro y postrero trance, ceñida la sien de espinas, descolorido el semblante, víase allí un crucifijo teñido de negra sangre, a quien Toledo devota acude hoy en sus azares. Ante sus plantas divinas llegaron ambos amantes; y haciendo Inés que Martínez los sagrados pies tocase,

Preguntóle:  — Diego, ¿juras a tu vuelta desposarme?— Contestó el mozo:  — ¡Sí juro!— Y ambos del templo se salen.
Pasó un día y otro día, un mes y otro mes pasó, y un año pasado había, mas de Flandes no volvía
Diego, que a Flandes partió. Lloraba la bella Inés su vuelta aguardando en vano, oraba un mes y otro mes del crucifijo a los pies do puso el galán su mano.
Todas las tardes venía después de traspuesto el sol, y a Dios llorando pedía la vuelta del español, y el español no volvía.
Y siempre al anochecer, sin dueña y sin escudero, en un manto una mujer el campo salía a ver al alto del Miradero.
¡Ay del triste que consume su existencia en esperar! ¡ay del triste que presume que el duelo con que él se abrume al ausente ha de pesar!
La esperanza es de los cielos precioso y funesto don, pues los amantes desvelos cambian la esperanza en celos que abrasan el corazón.
Si es cierto lo que se espera es un consuelo en verdad, pero siendo una quimera en tan frágil realidad quien espera desespera.
Así Inés desesperaba sin acabar de esperar, y su tez se marchitaba, y su llanto se secaba para volver a brotar.
En vano a su confesor pidió remedio o consejo para aliviar su dolor; que mal se cura el amor con las palabras de un viejo.
En vano a Ibán acudía llorosa y desconsolada; el padre no respondía, que la lengua le tenía su propia deshonra atada.
Y ambos maldicen su estrella, callando el padre severo y suspirando la bella, porque nació mujer ella, y el viejo nació altanero.
Dos años al fin pasaron en esperar y gemir, y las guerras acabaron, y los de Flandes tornaron a sus tierras a vivir.
Pasó un día y otro día, un mes y otro mes pasó, y el tercer año corría; Diego a Flandes se partió, mas de Flandes no volvía.
Era una tarde serena; doraba el sol de Occidente del Tajo la vega amena, y apoyada en una almena miraba Inés la corriente.

Iban las tranquilas olas las riberas azotando bajo las murallas solas, musgo, espigas y amapolas ligeramente doblando.
Algún olmo, que escondido creció entre la hierba blanda, sobre las aguas tendido se reflejaba perdido en su cristalina banda.
Y algún ruiseñor colgado entre su fresca espesura daba al aire embalsamado su cántico regalado desde la enramada obscura.
Y algún pez, con cien colores tornasolada la escama, saltaba a besar las flores, que exhalan gratos olores a las puntas de una rama.
Y allá en el trémulo fondo el torreón se dibuja como el contorno redondo del hueco sombrío y hondo que habita nocturna bruja.
Así la niña lloraba el rigor de su fortuna, y así la tarde pasaba y al horizonte trepaba la consoladora luna.
A lo lejos, por el llano, en confuso remolino vio de hombres tropel lejano que en pardo polvo liviano dejan envuelto el camino.
Bajó Inés del torreón, y, llegando recelosa a las puertas del Cambrón, sintió latir zozobrosa más inquieto el corazón.
Tan galán como altanero dejó ver la escasa luz por bajo el arco primero un hidalgo caballero en un caballo andaluz.
Jubón negro acuchillado, banda azul, lazo en la hombrera, y sin pluma al diestro lado el sombrero derribado tocando con la gorguera.
Bombacho gris guarnecido, bota de ante, espuela de oro, hierro al cinto suspendido, y a una cadena prendido Agudo cuchillo moro.
Vienen tras este jinete sobre potros jerezanos de lanceros hasta siete, y en adarga y coselete diez peones castellanos.
Asióse a su estribo Inés, gritando: «¡Diego, eres tú!» y él, viéndola al través, dijo: «¡Voto á Belcebú, que no me acuerdo quién es!»
Dio la triste un alarido tal respuesta al escuchar, y a poco perdió el sentido, sin que más voz ni gemido volviera en tierra a exhalar.
Frunciendo ambas a dos cejas, encomendóla a su gente, diciendo: «¡Malditas viejas que a las mozas malamente enloquecen con consejas!»

Y aplicando el capitán a su potro las espuelas, el rostro a Toledo dan, y a trote cruzando van las obscuras callejuelas.
Así por sus altos fines dispone y permite el cielo que puedan mudar al hombre fortuna, poder y tiempo. A Flandes partió Martínez de soldado aventurero, y por su suerte y hazañas allí capitán le hicieron. Según alzaba en honores alzábase en pensamientos, y tanto ayudó en la guerra con su valor y altos hechos, que el mismo Rey a su vuelta le armó en Madrid caballero, tomándole a su servicio por capitán de lanceros.
Y otro no fue que Martínez quien ha poco entró en Toledo tan orgulloso y ufano cual salió humilde y pequeño. Ni es otro a quien se dirige, cobrado el conocimiento, a amorosa Inés de Vargas, que vive por él muriendo.
Mas él, que olvidando todo olvidó su nombre mesmo, puesto que Diego Martínez es el capitán Don Diego, ni se ablanda a sus caricias. ni cura de sus lamentos, diciendo que son locuras de gentes de poco seso; que ni él prometió casarse, ni pensó jamás en ello. ¡Tanto mudan á los hombres fortuna, poder y tiempo!
En vano porfiaba Inés con amenazas y ruegos; cuanto más ella importuna está Martínez severo. Abrazada a sus rodillas, enmarañado el cabello, la hermosa niña lloraba prosternada por el suelo.
Mas todo empeño es inútil, porque el capitán Don Diego no ha ser Diego Martínez como lo era en otro tiempo. Y así llamando a su gente, de amor y piedad ajeno mandóles que a Inés llevaran de grado ó de valimiento.
Mas ella antes que la asieran cesando un punto en su duelo, así habló, el rostro lloroso hacía Martínez volviendo: «Contigo se fue mi honra, conmigo tu juramento; pues buenas prendas son ambas, en buen fiel las pesaremos.» Y la faz descolorida en la mantilla envolviendo, a pasos desatentados salióse del aposento.
Era entonces de Toledo por el Rey gobernador yl justiciero y valiente don Pedro Ruiz de Alarcón. Muchos años por su patria el buen viejo peleó; cercenado tiene un brazo, mas entero el corazón. La mesa tiene delante, los jueces en derredor, los corchetes a la puerta y en la derecha el bastón. Está como presidente del tribunal superior entre un dosel y una alfombra reclinado en un sillón, escuchando con paciencia la casi asmática voz con que un tétrico escribano solfea una apelación.





Los asistentes bostezan al murmullo arrullador; los jueces, medio dormidos, hacen pliegues al ropón; los escribanos repasan sus pergaminos al sol. Los corchetes a una moza guiñan en un corredor, y abajo en Zocodover gritan en discorde son los que en el mercado venden lo vendido y el valor.
Una mujer en tal punto, en faz de grande aflicción, rojos de llorar los ojos, ronca de gemir la voz, suelto el cabello y el manto, tomó plaza en el salón, diciendo a gritos: «¡Justicia, jueces; justicia, señor! — Y a los pies se arroja humilde de don Pedro de Alarcón, en tanto que los curiosos se agitan alrededor.

Alzóla cortés Don Pedro, calmando la confusión y el tumultuoso murmullo que esta escena ocasionó. Diciendo: — Mujer, ¿qué quieres?
— Quiero justicia, señor. — ¿De qué? — De una prenda hurtada. — ¿Qué prenda? — Mi corazón. —¿Tú le diste? —Le presté. — ¿Y no te le han vuelto? —No — ¿Tienes testigos? —Ninguno — ¿Y promesa? —Sí, ¡por Dios! que al partirse de Toledo un juramento empeñó. —¿Quién es él? — Diego Martínez. — ¿Noble? — Y capitán, señor. —Presentadme al capitán, que cumplirá si juró.»
Quedó en silencio la sala; y a poco en el corredor se oyó de botas y espuelas el acompasado son. Un portero, levantando el tapiz, en alta voz dijo: «El capitán Don Diego.» y entró luego en el salón Diego Martínez, los ojos llenos de orgullo y furor.

— ¿Sois el capitán Don Diego — díjole don Pedro — vos? — Contestó altivo y sereno Diego Martínez: — Yo soy. — ¿Conocéis á esta muchacha? — Ha tres años, salvo error. — ¿Hicísteisla juramento de ser su marido? —No. — ¿Juráis no haberlo jurado? — Sí juro. — Pues id con Dios. — ¡Miente! — clamó Inés, llorando de despecho y de rubor. — Mujer, ¡piensa lo que dices! — Digo que miente. Juró. — ¿Tienes testigos? — Ninguno. — Capitán, idos con Dios, y dispensad que acusado dudara de vuestro honor.— Tornó Martínez la espalda con brusca satisfacción, e Inés, que le vio partirse, resuelta y firme, gritó: — Llamadle, tengo un testigo. ¡Llamadle otra vez, señor! Volvió el capitán Don Diego, sentóse Ruiz de Alarcón, la multitud aquietóse y la de Vargas siguió:

— Tengo un testigo a quien nunca faltó verdad ni razón. — ¿Quién? — Un hombre que de lejos nuestras palabras oyó mirándonos desde arriba. — ¿Estaba en algún balcón? — No, que estaba en un suplicio donde ha tiempo que expiró. — ¿Luego es muerto? — No, que vive. — Estáis loca, ¡vive Dios! ¿Quién fue? —El Cristo de la Vega, a cuya faz perjuró.— Pusiéronse en pie los jueces al nombre del Redentor, escuchando con asombro tan excelsa apelación. Reinó un profundo silencio de sorpresa y de pavor, y Diego bajó los ojos de vergüenza y confusión. Un instante con los jueces don Pedro en secreto habló, y levantóse diciendo con respetuosa voz: «La ley es ley para todos; tu testigo es el mejor, mas para tales testigos no hay más tribunal que Dios.
Haremos... lo que sepamos. Escribano, al caer el sol al Cristo que está en la vega tomaréis declaración.»

Es una tarde serena cuya luz tornasolada del purpurino horizonte blandamente se derrama. Plácido aroma las flores sus hojas plegando exhalan, y el céfiro entre perfumes mece las trémulas alas. Brillan abajo en el valle con suave rumor las aguas, y las aves en la orilla despidiendo al día cantan. Allá por el Miradero, por el Cambrón y Visagra confuso tropel de gente del Tajo a la vega baja. Vienen delante don Pedro de Alarcón, Ibán de Vargas, su hija Inés, los escribanos, los corchetes y los guardias; y detrás monjes, hidalgos, mozas, chicos y canalla. Otra turba de curiosos en la vega les aguarda, y cada cual comentando el caso según le cuadra.

Entre ellos está Martínez en apostura bizarra, calzadas espuelas de oro, valona de encaje blanca, bigote a la borgoñesa, melena desmelenada, el sombrero guarnecido con cuatro lazos de plata, un pie delante del otro, y el puño en el de la espada. Los plebeyos de reojo le miran de entre las capas, los chicos al uniforme y las mozas a la cara.

Llegado el Gobernador y gente que le acompaña, entraron todos al claustro que iglesia y patio separa. Encendieron ante el Cristo cuatro cirios y una lámpara, y de hinojos un momento oraron allí en voz baja. Está el Cristo de la Vega la cruz en tierra posada, los pies alzados del suelo poco menos de una vara; hacia la severa imagen un notario se adelanta, de modo que con el rostro al pecho santo llegaba.

A un lado tiene a Martínez, a otro lado a Inés de Vargas, detrás al Gobernador con sus jueces y sus guardias. Después de leer dos veces la acusación entablada, el notario a Jesucristo así demandó en voz alta:

«Jesús, Hijo de María, ante nos esta mañana citado como testigo por boca de Inés de Vargas, juráis ser cierto que un día a vuestras divinas plantas juró á Inés Diego Martínez por su mujer desposarla? »
Asida a un brazo desnudo una mano atarazada Vino a posar en los autos la seca y hendida palma, y allá en los aires—¡Sí juro! — clamó una voz más que humana. Alzó la turba medrosa la vista a la imagen santa... Los labios tenía abiertos, y una mano desclavada.
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Las vanidades del mundo renunció allí mismo Inés, y espantado de sí propio Diego Martínez también. Los escribanos temblando dieron de esta escena fe, firmando como testigos cuantos hubieron poder. Fundóse un aniversario y una capilla con él, y don Pedro de Alarcón el altar ordenó hacer, donde hasta el tiempo que corre, y en cada un año una vez, con la mano desclavada el crucifijo se ve.

Leyendas  José Zorrilla



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SUEÑOS DE CUARENTENA

sueño 34 (26 abril del 2020)


Veintiséis de abril. Cuadragésimo quinto día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, DOSCIENTOS veintitrés mil ochocientos contagiados, y veintidós mil novecientos muertos, dicen por la radio (y aún dicen que las cifras reales casi llegan a cuarenta mil, porque hay un exceso de maquillaje en las oficiales). ¡Como para no tener miedo!
En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.
Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.
En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.
     Alfredo Vílchez


( de “Leyendas de la Alhambra”-2 - de M. Fernández González -1910-)
 El Suspiro del Moro
La puerta de Bib-Lachar vomita incesantemente desterrados que tornan el camino de la sierra. Un buen escuadrón desemboca al paso lento de sus caballos. Entre una y otra fila, van multitud de hermosas literas. Son las mujeres del harem del rey Boabdil. Su guardia negra, su guardia asalariada, cierra la marcha. Es cerca de medio día, y la puerta de Bib-Lachar se cierra también. Granada está completamente cerrada. Dentro de poco la puerta Real se abrirá. Por ella saldrá la corte, y entre la corte el rey Chico, que irá a buscar al rey don Fernando un poco más allá del sitio donde se unen el Darro y el Genil, junto al pequeño santuario de un morabito. Es el lugar convenido para la entrega de Granada. Un vigía, colocado en la torre del Homenaje de la alcazaba de la Alhambra, debe avisar la llegada del ejército cristiano a aquel lugar. Aunque hay mucha distancia, el reflejo del sol sobre las armas avisará al vigía. Pero aún no ha llegado ese momento. El ejército cristiano cruza aún la Vega circunvalando la ciudad. Acá y allá se ven fuertes escuadrones que se detienen y toman posición, como si, desconfiando de la fe sarracena, quisiesen éstos prepararse para una nueva batalla. Y, sin embargo, la ciudad muda y desierta, no presenta indicio alguno de ella. Todas las puertas están cerradas. No se escucha el más leve rumor. Llega la hora de la oración de adobar y ni en un solo alminar se escucha la voz del almuédano, llamando a los fieles a la oración con el grito de costumbre: “¡No hay otro Dios que Dios, y Mahoma es su profeta!“ Cualquiera podría creer, al ver aquel silencio, que la ciudad ha quedado completamente abandonada, que dentro de ella no hay más que casas vacías. No; a pesar de los miles de habitantes que han huido de ella para refugiarse en las enriscadas villas de las Alpujarras, otros miles de habitantes han quedado en la entonces populosísima Granada: no han tenido valor para abandonar el hogar donde han nacido, y muchos de ellos son demasiado pobres para soportar los gastos de un viaje: están escondidos en lo más retirado de sus casas, aterrados, llorosos: aquel silencio, aquella soledad, son una señal de luto y miedo.
Llega al fin un momento después del medio día, en que aquel silencio se rompe. La campana de la Alhambra da una tras otra, y con sonido grave y lúgubre, treinta y tres campanadas. El vigía de la torre del Homenaje de la alcazaba de la Alhambra ha visto relucir bajo el sol, que hace algunas horas ha aparecido, disipando la fría niebla, en un cielo diáfano, las armaduras del ejército cristiano. Cumpliendo su encargo, ha arrojado al espacio la vibración, en aquellos momentos solemne y terrible, de la campana de guerra de la Kasbá, Y los habitantes de la ciudad, y los de la Vega, y los de la montaña, se estremecen al escuchar el sonido de la campana. Ha llegado la hora. Granada va a dejar de ser musulmana. En la gran cámara del Mexuar, donde la corte (esto es: el rey Boabdil, su madre la sultana Aixa la Horra, los wazires, los alimes y los caballeros dispuestos a seguir al rey) espera silenciosa la señal que ha de llevarla a la humillación, al rendimiento; aquel sonido es una señal de dolor: los semblantes palidecen, los ojos se llenan de lágrimas, menos los de la sultana Aixa que destellan un relámpago de cólera, y el desdichado Boabdil, toma de manos de uno de sus servidores, que se la presenta de rodillas, en una bandeja de oro, la corona de Granada, que el triste rey se ciñe por última vez con las manos trémulas y frías. Todavía es rey, y aquella corona es una irrisión, una humillación, una amarga burla del destino ceñida a su cabeza.
La corte se pone en movimiento. En la gran plaza de armas del alcázar, dos walíes presentan al rey su inútil corcel de batalla, en el que monta, sirviéndole de estribo la rodilla de uno de sus caballeros; la sultana Aixa ocupa su ostentosa litera, cuyas cortinas de brocado corre por sí misma, de una manera nerviosa; los demás caballeros cabalgaban. Las hojas de hierro de la puerta Judiciaria se abren con estruendo, y el rey y la sultana, y su corte, pasan entre la guardia silenciosa, que rinde a Boabdil sus últimos honores, y permanecerá allí para recibir al conde de Tendilla y al cardenal Mendoza, que con el pendón real de los Reyes Católicos y el pendón de la Fe, resguardados por un buen golpe de arcabucería castellana, llegarán a tomar posesión de Granada. Entonces los soldados meros dejarán su lugar a los soldados cristianos, arrojarán sus armas y se dispersarán, marchando a sus casas. Entretanto el rey traspasa la puerta de Bib-Leujar, desciende por la calle de los Gómeles, y se aventura en el estrecho Zacatín. Los añafiles, las dulzainas, los timbales y las atakebiras de su guardia africana resuenan en altos alaridos, como si en vez de caminar hacia la ignominia, fuesen a buscar la gloria en el combate. Al atravesar las calles se abre alguna ventana y asoma algún semblante lacrimoso o colérico. Y ya es una mujer desolada y llorosa que grita:
— ¡Maldito seas, rey! ¿Para qué se ha quedado tendido allá en la Vega el amor de mi alma? Ya es un viejo que dice: — ¡Maldito de Alah vayas, cobarde, y de mala muerte mueras! ¿Por qué he perdido mis hijos en batalla, si había de ver este día? Y cada vez que el rey escucha una de estas maldiciones, y tras ellas el violento cerrarse de una ventana, clava los acicates en los flancos de su bridón de batalla, que bufa y se encabrita, como lanzando una nueva maldición al rey. Al pasar por Bib Arrambla, la opresión del alma de Boabdil crece; aquel es el lugar de las cañas y de las sortijas, y de los torneos, y de las fiestas de toros, y es también el lugar de los motines. La puerta Real se abre. Boabdil, su madre, su corte, están ya fuera de la ciudad, a la que no deben volver. Se deslizan a lo largo de los muros, dejan atrás el castillo de Bib-Ataubin, atraviesan el puente del Genil... A un tiro de ballesta, don Fernando el Católico espera inmóvil como una estatua. Tras él, en escuadrón cerrado, se agrupan sus caballeros, sus banderas, sus jinetes, sus peones; el ejército de Castilla. Fernando V1 adelanta su caballo, y poco después, los dos reyes, el vencedor y el vencido, se encontraron. Los dos reyes descabalgaron a un tiempo, y el de Granada hizo ademán de arrodillarse ante Fernando. Pero el generoso conquistador no se lo permite. Entonces, Boabdil le dijo, señalándole las llaves de Granada, que uno de sus wazires, arrodillado, presentaba al rey Católico: —Tuyos somos, rey poderoso y ensalzado; esta ciudad y reino te entregamos, que así lo quiere Allah, y confiamos que usarás de tu triunfo con clemencia y generosidad. 1) Fernando el Católico era Fernando V de Castilla y Fernando II de Aragón p.4 Leyendas de la Alhambra-2  M. Fernández GonzálezSueño de Cuarentena nº 34
Los sollozos sofocaron las palabras del rey vencido, y a pesar de que, consolándole, Fernando le instó para que volviese a Granada, montó a caballo, y seguido de su madre y de cincuenta de sus mejores caballeros, tomó a gran prisa, y anegado en lágrimas, el camino de las Alpujarras. Entré tanto, el wisir Aben-Comixa entregaba en la puerta de la torre de los Siete Suelos las llaves de la Alhambra al conde de Tendilla, y poco después éste tremolaba el pendón real de los Reyes Católicos2.
¡Ah, y cómo corre entretanto el rey Chico! ¡Cómo hiere los ijares de su blanca yegua! Parece que devora la distancia, deseoso de perder en ella el estruendo de la alegría de los vencedores. ¡Ay, y cómo corre también la comitiva del cuitado rey! Huyen de su desventura y de su vergüenza, porque nadie los persigue. Y los moros que van por el camino, con sus mujeres en sus asnos y sus bienes en sus acémilas, maldicen al pasar el rey. Y le llaman cobarde. Y el rey aprieta los acicates de la yegua, que gime dolorosamente, y apresura su carrera. Y la comitiva del rey apresura también a sus caballos, que vuelan. Falta entre ellos el infante Muza, Muza el valiente. Muza, que no ha tenido bastante valor para presenciar la pérdida de su patria. ¡Corre, miserable rey! ¡Corre, como correrá tu llanto lejos de ese jardín de delicias, donde brotan flores de púrpura bajo los rayos de un sol de oro! Corre, miserable, corre, y oculta tu vergüenza y tu deshonra entre los pelados riscos de las Alpujarras!
2) Que aún no eran llamados así. Lo fueron precisamente por esta conquista, título g concedido por el papa Alejandro VI
Pero detente en esa aldea de Armilla. Detente de nuevo y rinde un nuevo homenaje.  Ahí, en esa aldea, está la reina Isabel de Castilla. Arrójate de tu yegua, besa la mano de esa noble señora, torna a cabalgar y huye de nuevo.
Ya las nieblas de la tarde flotan en el horizonte. El último rayo del sol poniente se refleja a lo lejos sobre las torres de Granada. En esas torres que eran antes tu castillo, y que ya no volverás a ver. Míralas, Boabdil, míralas. Entre sus almenas, ese último rayo de sol hace brillar limpias armas. Pero esas armas no son las de tus moros. Son las de tus conquistadores. Detente, Boabdil, y mira por última vez a tu perdida Granada, porque cuando hayas bajado la vertiente opuesta de esa colina, ya, aunque vuelvas atrás los tristes ojos, no volverás a ver a tu ciudad. ¡Oh! ¿Por qué alentaste los bandos? ¿Por qué asesinaste a los treinta y seis caballeros abencerrajes?
El rey había llegado a una colina a dos leguas de Granada. Junto a ella había encontrado a las dos sultanas: su madre y su esposa. Aixa-la-Horra le miró con cólera. Zoraida, con desprecio. En la cima de la colina se veía una estrecha quebradura, desde la cual se divisaba por última vez a Granada. El rey, al llegar a aquella quebradura, se detuvo, echó pie a tierra, extendió los brazos hacia su querida Granada, y cayó de rodillas. Luego exclamó, exhalando un grito desgarrador: jAlah-hu-Akbar! Y cayó de rostro contra el suelo, rompiendo en amargo llanto, Y Aixa-la-Horra, su madre, cuando así le vio, dicen que dijo, trémula y demudada, señalando a la ciudad: -—Razón es que llores como mujer, pues no fuiste para defenderte como hombre.3 Y su wazir, Aben-Comixa, que le acompañaba, para consolarle, dijo: — Considera, señor, que las grandes y notables desventuras hacen también famosos a los hombres como las prosperidades y bienandanzas, procediendo en ellas con valor y fortaleza. Y el cuitado rey, llorando, le dijo: — Pues ¿cuáles igualan a las extraordinarias adversidades mías? Y montó a caballo, se volvió al Oriente y partió. Al partir la yegua, dicen que dejó señaladas sus herraduras en la roca, y aún se muestran hoy al viajero aquellas señales. Los moros, en memoria de aquella tristísima despedida, llamaron al alto del Padul, a la quebradura donde se prosternó el rey, Ojo de Lágrimas, y los castellanos lo señalan todavía con el nombre de El Suspiro del Moro.
Isabel la morisca
Era una fría tarde de Noviembre del año de 1527. Una de esas grises y melancólicas tardes del invierno de Granada, que, sin embargo, no son tristes, y que tienen mucho de poéticas. Lloviznaba menudamente, hacía mucho frío. Estaban suspendidos los trabajos a causa de lo lluvioso del día. Una línea de sillares amarillentos empezaban a aparecer sobre la tierra como los dientes sobre una encía. Montones de .materiales se 3)Es una hermosa leyenda, pero no es historia.
veían acá y allá, sombrajos bajo los cuales labraban las piedras los  canteros: cabrias y carretas: todo, en fin, lo que circunda una gran construcción, aparecía en lo que hoy se llama Plaza de Armas. En una casa que se apoyaba y se apoya en la puerta del Vino, y que hoy sirve de habitación al contador del Real Patrimonio, en la Alhambra, taberna con honores de hostería entonces, adonde acudían los obreros y los soldados del presidio o guarnición del castillo, sentados a los lados de una larga mesa sobre bancos, delante de una gran ventana defendida por una vidriera, algunos de cuyos vidrios rotos habían sido reemplazados por papeles, había cuatro hombres jugando una partida de dados,  ver quién pagaba, no sólo el vino que contenía un enorme jarro vidriado, en el cual de tiempo en tiempo bebían todos, sino el que había contenido varias veces.
En el fondo oscuro de una sala, y alrededor de una chimenea, donde levantaba una alegre llama un montón de leña, había como hasta otros veinte hombres, entre albañiles, canteros y soldados, a juzgar por sus trajes, que jugaban a los naipes y a los dados, y comían, bebían y charlaban. En un ángulo de la sala, frente a la puerta de entrada que formaba próximamente ángulo con la árabe del Vino, de la cual se descendía por tres escalones, y sobre la que el viento mecía un hacecillo de sarmientos, que decía mudamente a los que pasaban que allí podían embriagarse por su dinero; frente a esta puerta, repetimos, en el ángulo interior de la taberna, había una mesa cargada de medidas y jarros vidriados, delante de otra gran mesa que se apoyaba en la pared y que sostenía seis enormes pellejos de vino con las incitantes patas levantadas. A la izquierda de esta mesa, entre ella y la puerta de entrada, había un fogón en que chirriaba una sartén, arrojando un fuerte olor a lomo en adobo, y hervían una multitud de pucheros.
Entre las dos mesas, la del despacho y la de los pellejos, había un hombre característico, como de cuarenta años, indudablemente morisco, no sólo por su tipo, sino por la mezcolanza de su traje. Era pálido mate, de rostro y nariz prolongada, de grandes ojos negros, duros, penetrantes y sombríos, de boca con labios algo gruesos, con barba negra, fina y lacia, frente ancha y pronunciada, cráneo voluminoso, cortados los cabellos casi a raíz, y rodeada la parte superior de la cabeza con un pañuelo de seda de vivos colores, puesto de tal modo, que afectaba la forma de un turbante. Era alto, cenceño, fuerte; tenía una especie de coleto de ante a la castellana, viejo, usado, sin mangas, que dejaba ver otras deslucidas y ajustadas mangas de paño verde muy claro con guarniciones en los hombros y en las bocamangas de seda negra desfilachada: las mangas de una jaquetilla moruna que se veía merced a tener abierto el coleto: una camisa de lienzo crudo cerrada en un puño en el cuello: una faja a listas de todos colores de lana anchamente rodeada a la cintura, asomando por el costado izquierdo sobre esta faja el puño de asta negro de una larga gumía. Por calzones, gregüescos anchos de paño pardo que no pasaban del nacimiento del muslo. Por último, perdiéndose bajo estos gregüescos, unas calzas atacadas, azules, de punto de lana ordinario, deslucidas también, blanquecinas por las rodillas y con cicatrices, o, lo que es lo mismo, costurones en varias partes, y por calzado unas babuchas viejas de cordobán, que a duras penas podía averiguarse que habían sido amarillas. Las mangas de la jaquetilla eran muy cortas, lo que contribuía a hacerle parecer zancareño, como acontece con las aves que tienen cortas las alas, dejando ver unas huesudas y fuertes muñecas, y el principio de un brazo moreno y velludo. Este hombre se llamaba Juan Aben-Hud, lo que demostraba que era morisco convertido y bautizado, que había conservado su apellido árabe, y no tenía muy buena fama. Había sido preso muchas veces; se decía de él que mantenía de una manera secreta amistad con mala gente, y que muchas veces se le había visto hablando con moros que a todas luces venían de África. Habíasele concedido, sin embargo, el privilegio de ser el hostelero y el tabernero exclusivo de la Alhambra, porque obreros y soldados decían que el vino y las viandas que vendía Aben-Hud eran buenos, y sobre buenos, baratos. De tal manera era esto, que los escuderos y los lacayos del capitán general del reino y costa de Granada, que unía a este cargo el de alcaide de la real fortaleza y jurisdicción de la Alhambra, y vivía en ella, se mantenían de la cocina de Aben-Hud; y no sólo éstos, sino los maestros y alarifes secundarios de la obra del palacio, y aun el mismo señor Pedro Machuca, artífice mayor de la Alhambra, que en una pequeña plazuela a espaldas de la hostería, había construido una pequeña y cómoda casa en la cual vivía, y que con la hostería se comunicaba por una puerta de servicio. Pedro Aben-Hud4 era viudo; pero tenía consigo una hija y una sobrina, que le servían mucho. La hija se llamaba Ana, y lo único que tenía de hermoso era una magnífica cabellera negra, rizada, partida en dos trenzas tan largas, que para recogerlas se las rodeaba a la cintura. Por lo demás, era denegrida a fuerza de morena, flaca, huesuda, fea, de carácter áspero y de voz desapacible; pero tenía una gran cualidad: guisaba admirablemente. La sobrina se llamaba Isabel, y era utilísima a Aben-Hud, porque, a más de la gente de la Alhambra que por necesidad y comodidad iba a comer y a beber a su casa, acudían muchos de la ciudad, aunque les costaba superar las empinadas cuestas de la Alhambra, sólo por 4) Ignoro por qué en párrafos anteriores le llama Juan y ahora Pedro, pero así figura y así lo transcribo.
admirar la grande hermosura de Isabel, y con la esperanza de poseerla: por lo cual, y para hacer merecimientos y aparecer como una buena conveniencia a los ojos de la muchacha, gastaban los que de la ciudad subían, por diez de los que en la Alhambra habitaban. Isabel, pues, hacía el oficio de gancho en la taberna de Aben-Hud. Además de esto, la excelentísima señora condesa de Tendilla, esposa de don Iñigo López de Mendoza, conde de Tendilla, marqués de Mondéjar, capitán general de Granada y alcaide de la real fortaleza de la Alhambra, gustaba tanto de Isabel, y la favorecía de tal modo, que Ben-Hud estaba seguro de tener el padre alcaide, mientras Isabel viviese a su lado. ¿Y adonde había de ir la pobre Isabel? Estaba sola en al mundo, y no quería estar acompañada. Sus padres, su familia entera, había sido degollada en Sierra-Bermeja, a causa de la insurrección de 1492, y Aben-Hud, que sólo contaba entonces diez u once años, pero que, acostumbrado a andar entrebreñas, era ya como una cabra montés, la había salvado de su casa incendiada cuando sólo tenía dos años y se había ido con ella. Así vivieron fatigosamente, hasta que más crecido Aben-Hud, convertido, o, mejor dicho, bautizado por el reverendo arzobispo de Granada, fue empleado por recomendación de éste en los trabajos de la Alhambra. Después se casó con una morisca, a cuyo lado vivió Isabel. Desde los ocho años habitó ésta continuamente en la Alhambra, y mostró una marcada predilección por el antiguo alcázar moruno. Como era hermosa, viva, inteligente, dulce, desde el capitán general hasta el último soldado de la guardia de su excelencia, la querían, la  hablaban, la regalaban. Isabel tenía entrada franca en el alcázar, y se había notado que todos los días bajaba al pequeño patio situado junto al jardín de Lindaraja, y se sentaba bajo la bóveda que sostenía y sostiene la sala de Embajadores. La mirada de Isabel se fijaba en un ángulo de aquella bóveda, y permanecía abstraída por algún tiempo. Después se levantaba, entraba en el jardín de Lindaraja, cogía flores, se salía del alcázar, y se iba a la reducida vivienda de su tío Aben-Hud, que estaba entonces situada en la parte alta de la Alhambra. Cuando la preguntaban por qué iba al subterráneo de la Torre de Comares, y por qué miraba siempre los mismos sitios, respondía: —No sé; pero hay allí algo que me llama. Acabaron por creer que esto era una manía de la joven, se acostumbraron a verla allí con mucha frecuencia, inmóvil y mirando siempre a un mismo ángulo, y nada la decían ya, como no fuese que era muy hermosa y que estaban enamorados. Isabel miraba hoscamente a los que esto la decían, y tanto desdeñó a sus pretendientes, que acabaron por no decirla nada. Un día el emperador la vio, y preguntó a los cortesanos que le acompañaban, deteniéndose y mirando con insistencia a la joven: — ¿Quién es esa muchacha? — Señor— le respondió uno que conocía a Isabel—  es Isabel la morisca. — ¿Morisca?— dijo el emperador— ; está vestida como las castellanas, y tiene una cruz a la garganta. — Señor, es morisca convertida; está bautizada, y es muy buena cristiana. — ¿Es buena cristiana, y se llama Isabel como Su Majestad la emperatriz? que la den veinticinco ducados para una saya, y que la pregunten si quiere ser criada de Su Majestad. Isabel tomó los veinticinco ducados, agradeciéndolos, y respondió humildemente que sería con todo su corazón criada de Su Majestad, mientras Su Majestad estuviese en la Alhambra; pero que si ella salía de la Alhambra para seguir a Su Majestad, moriría. Se comentó mucho esta respuesta de la morisca, y nadie encontró otra solución sino la de que Isabel estaba enamorada de alguien, a quien nadie conocía. Siempre se busca la explicación de la conducta extraña de una mujer, en el amor. Porque el amor es la vida entera de la mujer. Creyóse que el hombre desconocido a quien Isabel sin duda amaba, no podía separarse de la Alhambra. Se procuró averiguar quién fuese este nombre, y nada se descubrió. Y pasó el tiempo, y al fin creyeron encontrar al hombre a quien Isabel amaba, y que no podía separarse de la Alhambra. Era este su artífice mayor Pedro Machuca. Un día en que Isabel estaba, como de costumbre, apoyada en un machón del arco del subterráneo de la torre de Comares, con la mirada fija e inmóvil en el ángulo de la derecha del fondo, cuando dejó de mirar y se irguió para retirarse, vio delante de sí un hombre como de treinta años, vestido de negro, que la miraba y dibujaba sobre una cartera que tenía en la mano. Aquel hombre era el señor Pedro Machuca, pintor, escultor y arquitecto, a quien el emperador acababa de encargar la construcción del un palacio sobre el antiguo alcázar moruno. Isabel se ruborizó vivamente, y por la primera vez bajó la mirada a la vista de un hombre. Pedro Machuca era pálido, tenía unos grandes ojos negros y tristes, y en su mirada vaga parecía buscar algo que no esperaba encontrar. Resplandecía en su semblante algo de eso que pudiera llamarse fuego del genio. No era alto ni bajo, pero bien apuesto; llevaba, aunque sencillo y severo, traje de hidalgo, y de su costado pendía una espada. — Os ruego me perdonéis— dijo Machuca quitándose por un momento su birrete, en un saludo cortés— si me he atrevido a retrataros sin pediros licencia: bajaba yo para esparcirme un poco en ese hermoso jardín, cuando os he visto en ese machón, y en una actitud propia de una estatua; yo soy escultor, para serviros, señora, y ¡qué queréis! la afición a mi arte me ha hecho sacar la cartera y diseñar, copiándoos un pequeño apunte de estatua. — ¿Me dais licencia de que vea lo que habéis hecho?— dijo sonriendo pudorosamente Isabel, y cediendo a una curiosidad disculpable. Machuca se acercó a ella, y la mostró un contorno bravamente apuntado. — ¡Ah! ¡pero yo no estoy desnuda!— dijo vivamente ruborizada Isabel. — Es una licencia de artífice que yo me he tomado, señora; voy a explicaros lo que yo pienso hacer, para que os tranquilicéis: mirad: esta bóveda es una pieza de mucho paso; por aquí se va a la capilla y al salón de Embajadores; esta entrada es demasiado pobre para tan rico alcázar. Mirad: sobre el arco pondré yo un relieve que representará la fábula de Júpiter y Leda. ¿no sabéis vos esa fábula? —No —contestó cándidamente Isabel, que ya trataba como a un amigo a Pedro Machuca, porque las mujeres simpatizan muy pronto con el hombre que las agrada. —Pues bien, Júpiter era el padre de los falsos dioses de los paganos; y este señor Júpiter era muy enamorado. Vio a Leda, gustó de ella, y se convirtió en cisne para enamorarla. En fin, ya veréis la fábula cuando la diseñe. Como decía, pondré esta fábula en relieve sobre la clave del arco, y en los machones dos estatua de mármol de Macael en la misma actitud en que vos estabais cuando yo os he visto, si vos me dais licencia y consentís en servirme de modelo; pero, aunque no consintáis, las estatuas se os parecerán; porque, no me acuséis de atrevido porque os lo diga, se me habéis entrado en el alma, y aunque no vuelva a veros, os tendré siempre presente. Por esta vez los ojos de Isabel no tomaron la altiva expresión dé desdén que habían tomado para todos los que la habían dicho amores. Si ella se había entrado sin saberlo en el alma del señor Pedro Machuca, también sin saberlo el señor Pedro Machuca se había entrado en el alma de Isabel. La joven se aturdió, balbuceó algunas palabras ininteligibles, y pretendió alejarse. — Esperad— la dijo Pedro Machuca— ; tengo que haceros una petición. — ¿Y cuál?— dijo Isabel, posando la mirada tranquila de sus grandes ojos, de gacela en Machuca. — El dibujo que he tomado de pronto —dijo el artista— es pequeño, incompleto: ¿queréis estar mañana a esta misma hora en la misma posición en que os he encontrado hoy? . — Estaré— dijo Isabel. Y se retiro lenta y cabizbaja. Al día siguiente el señor Pedro Machuca, llevando bajo el brazo una gran cartera, bajó al mismo lugar donde había encontrado el día anterior a Isabel. La joven estaba apoyada en el machón, y miraba como de costumbre al ángulo interno derecho del subterráneo. Machuca se sentó en el suelo, abrió la cartera, sacó de ella una gran hoja de papel, la puso sobre la cartera, y dejó ver una estatua delineada, con la cabeza en embrión, bien dibujada; pero fuerza es  confesarlo, algo barroca, poco esbelta, demasiado robusta, a pesar de lo que revelaba a un artista. Isabel permaneció inmóvil, como si no hubiera sentido a Machuca. Y, sin embargo, su corazón latía con violencia. Machuca copió con facilidad y bravura la cabeza de Isabel, alterando sólo su peinado, para hacerlo estatuaria. La estatua estaba circunscrita al machón en la parte media de su altura y de su grueso.
Cuando hubo concluido se levantó y se dirigió hacia Isabel. La joven dejó su posición y salió al encuentro de Machuca. — Mirad— dijo éste—. Ya está: desde que ayer me separé de vos he estado trabajando en el proyecto de ornamentación de ese arco, según yo pensé esta ornamentación cuan os vi. Venid acá— añadió acercándose al machón en que había estado apoyada Isabel, y poniendo sobre él la hoja en que estaba delineada la estatua —Aquí colocaré esta figura hecha de bulto, tres veces mayor que como ahora la veis; y para emplazarla, abriré en el machón una hornacina; es decir, un hueco: al otro lado será necesario poner otra estatua igual que mire al mismo sitio: encima (y Machuca se retiró para señalar la clave del arco) pondré, ejecutada en mármol en alto relieve, la fábula de Júpiter y Leda: pero ¿para qué cansarme en explicároslo, si traigo en mi cartera el dibujo general para presentarlo al emperador: venid, mirad. Y saliendo al patio, abrió su cartera, que estaba en suelo, y tomando otra hoja de papel, presentó a la joven el diseño del arco ornamentado, tal como hoy existe. — Mirad— dijo Machuca— ; he aquí la fábula:  Júpiter y Leda. — Oh, qué cisne tan hermoso!— dijo cándidamente Isabel— ¿Quienes son estas dos figuras tan feas que está a los lados entre esos árboles, con cuernos y pies de cabra? — Son dos sátiros que sorprenden un secreto de Júpiter— contestó sonriendo con una leve malicia Machuca. -— i Ahí— dijo Isabel— Leda no se me parece. — ¡Ah no, vive Dios!— respondió vivamente el artista—. Ni en burlas quiero yo tener celos del Padre Júpiter ni de nadie. — ¡Celos! ¿y por qué? — Porque os amo, porque no quiero que améis a nadie más que a mí, y Leda amaba a su cisne.
—Maestro— dijo Isabel—, os metéis en muchas honduras; no es esto que yo me enoje, pero os quisiera menos atrevido; yo no puedo querer más que al que haya de ser mi esposo, y éste debe ir primero a hablar con mi tío, a quien tengo en lugar de padre. — ¿Y quién es vuestro tío, señora? — Juan Aben-Hud — ¿Y dónde vive vuestro tío? — Pues qué, ¿no le conocéis? Todos le conocen en la Alhambra, y muchos de los de la ciudad le conocen también. — Bueno y alto debe ser su oficio, cuando tantas gentes le conocen. — Es el dueño de la taberna de la puerta del Vino— dijo bajando los ojos Isabel. — ¡Ah!— dijo dolorosamente sorprendido Machuca. — ¿Lo veis?— dijo Isabel; un hidalgo no puede querer buenamente ser esposo de la sobrina de un tabernero morisco; adiós, pues, y olvidémonos de que nos hemos conocido. La voz de Isabel al pronunciar estas palabras, sonaba a lágrimas. Machuca permaneció reclinado, abstraído, poseído por un terror vago. Cuando volvió en sí de su abstracción se encontró solo. Isabel había desaparecido. Cogió tristemente su cartera, se la puso debajo del brazo, entró en el jardín de Lindaraja, lo atravesó, se metió por la sala de los Secretos, tomó por la derecha, atravesó una mina, y llegó  un pequeño patio que hoy lleva el nombre de Machuca, porque en una de las habitaciones de aquel patio tenía su estudio el buen arquitecto de Carlos V. Allí subió por una escalera hasta una gran habitación cuadrada, a nivel del pasadizo volado. Esta estancia estaba iluminada por una sencilla linterna abierta en el techo.
Las paredes estaban cubiertas por una tinta gris oscura, y en ellas, sobre tablas, se veían bustos, estatuítas, modelos de barro cocido, proyectos arquitectónicos. Contra las paredes, en el suelo, por todas partes, se veían carteras de mayor o menor tamaño. En un armario con alambreras, grandes libros encuadernados en pergamino, con los rótulos en gruesas letras góticas a lo largo del lomo. Modelos en barro, concluidos los unos, esbozados los otros, destinados a la ornamentación del palacio, cuyos diseños había aprobado el emperador . En dos caballetes, dos grandes tableros con hojas de papel pegadas en ellos, representando el uno la planta, y el otro el alzado del palacio por su fachada principal. Bajo la linterna iluminada de lleno por la luz que penetraba, una gran mesa de delineación cubierta de papeles y de tacillas, en que el hollín depurado reemplazaba a la sepia y a la tinta de china. Compases, tiradores, pinceles, todo en desorden, y delante del gran sillón de baqueta sobre esta mesa, un tablero sobre cuyo papel estaba diseñado en escala mayor la fábula de Júpiter y Leda. Machuca arrojó con hastío la cartera que llevaba debajo del brazo sobre la mesa, se sentó en el sillón, y quedó abismado en una meditación tristísima. — ¡Morisca y sobrina-de un tabernero!— exclamó con despecho— ¡imposible, de todo punto imposible! ¡tener hijos con sangre de moro! ¡bah, no!... y la amo, la amo, no puedo olvidarla; desde que la vi soy otro, tengo más vida, más fuerza, pienso mejor, hago mejor; sabe Dios antes de conocerla cuántos días hubiera empleado en la ornamentación de ese maldito arco en que la vi apoyada; ¡bah! más valía que Su Majestad no se hubiera acordado de mí para traerme a la Alhambra; el provecho poco, ciento cincuenta ducados al año... la honra, en verdad, mucha; construir un hermoso palacio en que se unirán el altivo nombre del emperador y el humilde nombre mío; pero esta honra me cuesta muy cara; si no hubiera venido, no la hubiera visto; ¡verla y no tenerla! ¡amarla y renunciar a ella! Ahí esto es demasiado, esto me matará. ¡Qué mujer, qué ángel, Dios mío! ¡y que eso sea hija de moros y sobrina de un tabernero!... ¡vive Dios! esto no puede ser. Machuca guardó silencio. Su cabeza se embrollaba, sus pensamientos se perdían en un caos. —¿Por qué está en el alcázar —dijo al fin— cuando en el alcázar está la corte del emperador? ¿Será la servidumbre? Puede ser, pero ¿cómo se llama?. Yo he debido preguntárselo; es posible que se me esconda, que no vuelva a bajar a la bóveda del salón de Embajadores: ¡ah! pero si yo no pensaba en nada, si me encantaba mirando sus hermosos ojos garzos, su semblante blanco como la nieve acabada de caer de la nube, y sonrosado como un carmín que yo no he visto en ninguna parte, en ninguna flor en la tierra, en ninguna cándida nube de la alborada en el cielo; ¡ah! yo me voy a volver loco, ¿y qué miraba, señor, qué miraba con tanta fijeza, allá en el fondo de la bóveda? Machuca volvió de nuevo al silencio, porque de nuevo se embrollaba en sus ideas. Estaba, por decirlo así, en el período álgido del amor. En aquel momento la gran campana del alcázar tocó a la oración del medio día. Machuca se quitó piadosamente el birrete, y rezó. Después tomó bajo el brazo la cartera que contenía el proyecto de ornamentación del arco de entrada de la bóveda del salón de Comares, y con la cabeza descubierta, bajó unas escaleras y se dirigió a la sala de las Dos Hermanas. Su puerta estaba cerrada, y sólo se veía abierto el postigo. Junto a él había un continuo, espada en mano, y sentados en una banqueta de terciopelo, un chambelán y dos gentiles-hombres, señal clara de que allí estaba el emperador.
Un arroyo ruidoso y cristalino, que provenía de la fuente de la sala, salía de ésta por un arriate de mármol, y corría hasta el pie de la fuente de los Leones, que tenía suelto su magnífico juego de aguas. — Señor Núñez de Torrepando— dijo Machuca a uno de los gentiles-hombres— ¿queréis hacerme la merced de anunciarme a Su Majestad? — Con mil amores, señor Pedro Machuca— contestó el gentilhombre. Y levantándose atravesó el postigo, levantó el gran tapiz que cubría el arco de entrada de la sala, y dijo: — Señor, el artífice mayor de la Alhambra. Carlos V que, sentado junto a una magnífica mesa delante del arco del alamino de la derecha, que estaba cubierto así como los otros arcos por su parte interior con un admirable tapiz de Flandes, despachaba con su secretario Francisco de los Cobos, hizo señal a Núñez de Torrepando de que podía entrar Machuca. Desapareció el gentilhombre, y Machuca entró y se detuvo respetuosamente inclinado, cerca del arco de entrada. — Carlos V acabó de firmar los despachos, despidió a Francisco de los Cobos, que salió por el arco que corresponde al Mirador de Lindaraja, y el emperador se volvió afablemente al artista. — Y bien— le dijo—; llegad. Machuca, veamos lo que nos traéis. — Traigo, señor, a Vuestra Majestad— dijo Machuca —un proyecto para embellecimiento del alcázar, — Veamos, veamos— dijo el emperador. Machuca puso sobre la mesa la cartera, la abrió y dejó ver al emperador la primera hoja, en que estaba el proyecto general, esto es, el arco con las dos estatuas en sus machones, y sobre la clave, la fábula de Júpiter y Leda. — ¿Y qué es esto?— dijo el emperador. — Señor— contestó Machuca— para ir desde el salón de Comares a la real capilla, hay que pasar por la bóveda del salón, y está tan desnuda, que me ha parecido que convendría darla alguna magnificencia. — Bien, bien, pero este arco es de fábrica, pobre, revocado y blanqueado, y no sentarán bien en él las estatuas de mármol. — Es decir, señor, que no agrada a Vuestra Majestad mi proyecto. — No, no es eso, mi buen Machuca; no me parece mal lo que aquí se ve; vamos, hacedlo, pero ya que nos metemos en ello, dejaos de barro cocido; labrad las estatuas en ese buen mármol de Macael que tanto os agrada; traedme, sin embargo, más en grande las estatuas y el relieve. — Ya está eso hecho, señor— dijo Machuca, levantando la hoja en que estaba diseñado el proyecto general y dejando ver la delineación de la estatua al emperador. — jAh!— dijo éste— pues no habéis andado torpe en elegir el modelo; ¿cómo es esto, Machuca?, ¿cómo habéis logrado que la buena Isabel Aben-Hud se os dejase ver tan al vivo? El emperador había reconocido a la morisca, porque el enamorado Machuca había hecho un magnífico retrato. — ¡Ah! no; no, señor— se apresuró a decir Machuca—, el desnudo lo he inventado yo, y bien se conoce, porque el arte nunca puede llegar a la naturaleza, y a una naturaleza tal como la que debe aparecer en esa joven; sólo he copiado la cabeza. — Me parece bien la estatua— dijo el emperador , ¿y la fábula? ¿habéis diseñado también la fábula? — Sí, señor— dijo Machuca levantando la segunda hoja y dejando ver el perfil del relieve al emperador. — ¡Ah pardiezl— exclamó éste—, peregrina ocurrencia. Machuca, representar a Júpiter poseyendo a Isabel Aben-Hud.
—¡Ah, no!— saltó vivamente el escultor—: repare bien Vuestra Majestad, señor; esa es Leda, esa no se parece a Isabel; no, no, de ningún modo; yo no hubiera hecho eso nunca. —Sin embargo, sin embargo— dijo el emperador— ponéis a la pobre Isabel muy cerca de esta fábula. Se cubrió de sudor frío Machuca. Le pareció que el emperador reparaba demasiado en aquello, y veía tan hermosa a Isabel, estaba tan enamorado de ella, que le parecía que no podía menos el emperador de enamorarse también, si es que ya no estaba enamorado. En este caso, la fábula era un presentimiento. — Guardad esos dibujos— dijo el emperador— y poned cuanto antes mano a la obra; antes de irme de Granada quisiera ver los modelos en barro, y me voy dentro de pocos días. — Dentro de ocho los modelos estarán concluidos. — ¿Cuándo empezasteis los diseños, Machuca? — Ayer, señor, después de medio día. — ¿Cuándo pensasteis la obra? — Ayer, después de medio día, señor. —¿Sabéis que me parece que nunca habéis sido tan pronto para pensar y ejecutar? — Es verdad, señor. —Decidme, ¿y por qué hasta ahora no se os ha ocurrido ornamentar ese arco? — Porque hasta ayer no le había visto ornamentado, aunque de otro modo. — Explicaos, Machuca. — Ayer vi a esa joven, a quien Vuestra Majestad llama Isabel, apoyada en el machón derecho del arco, mirando al fondo de la bóveda, en la misma actitud en que está la estatua.
— ¿Y qué miraba, Machuca? ¿a alguno de mis pajes? Dios me perdone; pero esta parece la mirada de una mujer enamorada. — Lo que miraba esa joven, señor— se apresuró a decir Machuca—, era un ángulo oscuro de la bóveda, donde no había nadie. — Pues ved ahí que esto es muy raro, y tengo curiosidad por saber lo que Isabel mirada: vos que la tratáis, preguntádselo. Machuca, idos. Machuca salió obligado a volver a ver a Isabel por dos razones: porque estaba enamorado de ella, y porque tenía que cumplir un encargo expreso del emperador. Conociendo el nombre de la joven, le fue fácil saber que pertenecía a la baja servidumbre de la emperatriz, y que ésta la estimaba mucho. — Se irá con la emperatriz, y yo me quedaré en Granada— dijo para sí Machuca cuando supo esto—. Está bien: es forzoso confesar que querer ser más afortunado sería avaricia; y el emperador se marcha dentro de quince días; y no puedo olvidarla; y esa muchacha en la corte, esa divinidad; bueno, bien, mil veces bien; soy muy feliz. Machuca se desesperaba. Invertía su tiempo en trabajar en los modelos de barro y en ir y venir al sitio donde había encontrado a Isabel. Pero Isabel no había vuelto. Desde el momento en que Machuca la había dicho que la amaba, había creído no deber ponerse a su alcance, y se había perdido entre la  servidumbre de la emperatriz. Machuca se enamoraba más y más. Y, por otra parte, no podía dar cumplimiento al encargo del emperador. Habían pasado tres días. Tanto había trabajado en el relieve Machuca, que no sólo estaba éste concluido, sino también, esbozada la estatua y perfectamente acabada la cabeza, que era exactamente parecida a la de Isabel. No necesitó tenerla delante. La tenía viva en su imaginación.
En la tarde del tercer día, Machuca embistió por todo y se fue a la taberna de Juan Aben-Hud. Ana, la contrahecha, guisaba: Aben Hud medía vino para servirlo a los concurrentes que llenaban la sala baja. Al ver a Machuca, que se había detenido delante de él, le dijo secamente: — ¿Cómo lo queréis, tinto o pardillo, dulce o seco? — Ni dulce ni seco, ni tinto ni blanco— contestó con energía Machuca, que tenía algo de mal genio, en vista de la secatura de Juan Aben-Hud. — ¿Pues qué queréis?— dijo éste. — Hablaros de un asunto muy serio. — Podéis empezar. — Conozco a vuestra sobrina. — ¡Bah! ¿no más que eso? la conoce todo el mundo. — Me ha enamorado-—dijo Machuca cerrando los ojos, y echándose, como suele decirse, el alma a la espalda. — ¡Bah, bah! la monserga de todos: pues qué ¿se puede ver a mi sobrina sin enamorarse de ella? pues a ella, a ella con eso, que os dará la misma respuesta que a todos. — Ya he hablado con ella. — ¿Y qué tengo yo de hacer si os ha dicho que no? — No me ha dicho que no— exclamó con algo de impertinente vanidad Machuca. — Pues entonces os ha dicho que sí; allá vosotros. — Tampoco me ha dicho que sí. — Pues entonces ¿qué os ha dicho? — Que ella no puede querer a nadie más que al que haya de ser su marido, y que, el que quiera serlo, ha de hablar antes con su tío, a quien tiene en lugar de padre. — Pues, mirad, se ha caído para vos una estrella del cielo; porque en los veintiocho años que tiene mi sobrina, vos sois el primer hombre que le ha hablado y que ella no ha echado con cajas destempladas; y eso que desde que tenía catorce años está como la veis, que no parece sino que no ha pasado ni un día por ella, y me la han requebrado y la han andado a la husma tunos muy largos y gente muy gorda y muy rica, que hubieran dado por ella un ojo, y algunos los dos. «Agarraos al cabello que la ocasión os presenta, maestro Machuca; mirad que las mujeres son como las veletas, que un día miran a levante, y otro a poniente, según el viento que corre: yo, por mi parte, ¿qué queréis que os diga? sois hidalgo y tenéis buen oficio; el emperador os da la mano, y me conviene la boda: no creáis que yo me contento con cualquier cosa para ella; aunque me veis junto a estos pellejos y a mi pobre hija, ahumándose, y a mi sobrina sirviendo, y yo y mi hija sirviendo a todo el mundo, cosas son éstas de fortuna que a los empinados tira de lo alto, y levanta a las nubes a los gusarapos que estaban entre el lodo; que si el maldito rey Chico no hubiera perdido su reino, o si los buenos de Sierra Bermeja y de las Alpujarras le hubieran ganado, emir sería yo y mi hija y mi sobrina infantas. ¿No sabéis que me llamo Aben-Hud, y que los Beni-Hud eran descendiente de reyes y estaban emparentados con la familia real de Granada? Había algo de bravía majestad, al decir estas palabras, en el tabernero Aben-Hud: — Estaba escrito— continuó—: El Señor Altísimo lo quiere: perdimos nuestra ciudad y nuestro reino, y fuimos echados a la calle como mendigos; mis padres y los padres de Isabel, mis parientes y sus parientes, fueron degollados en Sierra Bermeja, incendiadas nuestras alquerías y confiscada después para el rey nuestra rica hacienda. La pobrecilla tenía dos años cuando yo la salvé del hierro y del fuego: yo era un niño entonces, y vivimos como mendigos, hasta que pude vivir con mi trabajo; vamos, el recordar todo esto me aflige y me irrita, no quiero hablar de ello; pero fuerza era deciros lo que bastase para que no creyerais que honrabais a Isabel casándoos con ella; pero ¿a qué hablar? pues qué ¿no tiene ella en su hermosa frente la altiva majestad de su raza soberana? No hablemos más; yo hablaré cuanto antes a mi sobrina; ella os lo dirá: bebed, y después quedaos o idos, como queráis, pero no me habléis más de esto; hemos hablado bastante, y me he irritado. El morisco llenó un pequeño jarro de vino y lo presentó a Machuca. — Bebed vos antes— dijo Machuca. — Yo nunca bebo— dijo Aben-Hud— ; mis padres no bebían, y los hijos deben parecerse a los padres; ahora, si queréis que bebamos como en señal de amistad, en un mismo jarro, llenaré uno de agua. — Me basta con vuestra mano— dijo Machuca bebiendo conmovido la mitad del vino que había en el jarro. Y dando después la mano a Aben-Hud, se despidió y salió.
Aquella noche su sueño tuvo algo de fiebre. Al mediar el día siguiente bajó al patio de las Rejas, donde estaba la entrada de la bóveda de la Torre de Comares. Exhaló un grito de alegría. Isabel estaba allí. Adelantó, y le dijo: — Mi tío me ha hablado: me lo ha dicho todo. Consiente, y yo consiento también. — jAh Isabel, Isabel mía!— exclamó Machuca— ¿no es esto un sueño? — No— contestó tranquilamente Isabel—, estaría de Dios. — ¿Luego me amáis?
— No digo yo eso. Me parecéis bien, bueno y honrado, y en vos consistirá el que yo os ame. — Pero... la corte va a dejar a Granada: yo voy a quedarme aquí. — Aunque yo no os conociese me quedaría también; yo no me separo del alcázar de mis padres. — jAh! — Sí; aquí nació mi madre, la infanta Zaida Araja; aquí su hija sirve a la esposa del nieto de los que arrojaron a mi madre del lugar de su cuna; yo amo este alcázar; me parece que por todas partes veo en él la sombra de mi madre. — ¿Es la sombra de vuestra madre la que buscáis cuando miráis absorta desde ese arco a lo profundo de la bóveda? — No —dijo sonriendo tristemente Isabel— ; lo que yo busco allí es otra cosa. — ¡Otra cosa! ¿y qué?... — Dicen que donde hay duendes hay tesoros: en la Alhambra hay duendes. — ¡Duendes!. — Sí; duendes o almas en pena, ¿qué más da? — Hablad; hablad, ¿los habéis visto vos? — Sí, oíd: una noche, hace ya muchos años, había yo estado por  la tarde haciendo labor acurrucada acurrucada en un rincón de la sala de los Leones y me había dejado las tijeras; vivía yo entonces en el alcázar con la esposa del capitán general, que me ama, que me quiere como a una hija. Desperté muy tarde; me dolía un dedo, me había hecho un padrastro, necesitaba cortarlo. Busqué mis tijeras, no las encontré; me acordé de que las había dejado en la sala de los Abencerrajes. Me vestí, porque me aquejaba el dolor del dedo. Pude haber ido al aposento de alguna de las criadas, pero no quise incomodarlas; me costaba menos trabajo ir a la sala de los Abencerrajes donde recordaba haber dejado mis tijeras; tomé una lamparilla y bajé al patio de los Leones. Ya veis qué cosa tan simple, tan natural. Era una noche muy oscura: el alcázar, tan hermoso de día, daba miedo de noche.  El nombre de Dios escrito entra las ajaracas que iluminaba al pasar mi luz, tenía algo de terrible: yo empezaba a sentir miedo; pero me dio vergüenza de él. Adelanté, llegué a la sala de los Abencerrajes, busqué apresurada, porque mi miedo crecía: vi relucir una cosa en un rincón: eran mis tijeras. Las recogí, y apenas las había recogido, un soplo frío apagó la luz; pero no quedé a oscuras: una luz azulada, débil, semejante a una niebla, llenaba, la sala de los Abéncerrajes; al mismo tiempo la campana de la Alcazaba señaló la media noche: ¡oh! me estremezco al recordar aquello, me pongo, mala. — Los abencerrajes degollados-— dijo, profundamente impresionado, Machuca. —¡Ah! reyes, sultanas, emires, caballeros, esclavos, todos lívidos, todos ensangrentados, todos terribles, dando vueltas en derredor mio, sin que yo pudiese tocarlos, arrastrándome como en un torbellino, gritando, aullando, llorando, gimiendo, rugiendo... ¡oh Dios mío!... y todas aquellas bocas decían: “Es una de nuestras hijas; una de nuestras hijas; démosla su herencia.” Y me llevaban consigo por la sala de las Dos Hermanas, por el jardín de Lindaraja, hasta ahí, junto a ese arco, en el cual el terror me hizo perder los sentidos; pero tuve tiempo para ver los duendes, los fantasmas, las almas en pena que se metían allí, por allí, por aquel rincón obscuro, como ratones por sus agujeros. — ¿Y luego? ¿y luego?— dijo Machuca. — Luego, me encontré en mi lecho. — ¿Soñásteis, pues? — No, no soñé; tenía en mi mano las tijeras. Recordaba haberp.16 Leyendas de la Alhambra-2  M. Fernández GonzálezSueño de Cuarentena nº 34
me levantado, haber ido por ellas: no tenía duda alguna; estaba todavía estremecida de espanto: por eso, señor Machuca, vengo aquí de día y miro aquel rincón; porque de día no tengo miedo, y hay una fuerza irresistible que me atrae al lugar por donde desaparecieron los duendes; y digo duendes, porque, mirad, no os lo he dicho todo: aquella multitud de reyes y de sultanas, de caballeros y de esclavos, no eran como fueron, no. Eran pequeñitos; sus voces, por más que chillaban y aullaban y rugían, no producían más que un zumbido: eran como mi mano; subían, bajaban por el aire; me hacían muecas, y a veces se reían dé mí los malditos; eran duendes, duendes, que aquella noche se les ocurrió tomar la forma de reyes y de sultanas y de caballeros y de esclavos, sabe Dios qué forma se les hubiera ocurrido tomar otra noche; por nada del mundo andaría yo de noche por el alcázar, ni aún de día, a no ser que hiciera sol, porque dicen que los duendes tienen miedo al sol. Dicen también que cuando los duendes se aparecen a una persona que está bautizada y que tiene valor para pronunciar el nombre de Dios y hacer la señal de la cruz, sin miedo en el corazón y con fe en el Altísimo, los duendes desaparecen y dejan descubierto un tesoro. — Y vos ¿no tenéis fe en el corazón, no creéis en Dios Trino y Uno, mi querida Isabel? — Sí, sí señor, aunque soy morisca, creo con todo mi corazón en Dios, porque he vivido muchos años de la caridad, y no me ha faltado con qué cubrir mi cuerpo, ni pan ni lecho, ni fuego; porque Dios me ha amparado, porque lo siento dentro de mi alma; pero los duendes... son espantosos; se hiela la sangre cuando se les ve; no se acuerda una de nada. ¡Ah! no, ni por la vida de lo que yo más amase volvería de noche a andar por el alcázar. — Sin embargo, en el alcázar vivís. — Pero entre mucha gente; los duendes no se aparecen nunca más que a una sola persona, y desde aquella noche duerme en mi aposento María de los Santos, una de las doncellas de la marquesa. — Y cuando la emperatriz se vaya, dicen que la marquesa de Mondéjar la va a acompañar. — Iré a vivir a casa de mi tío, que está fuera del alcázar, y dormiré con mi prima Ana. — ¡Oh! ¿cuándo será el día que yo os acompañe, para que no tengáis miedo a los duendes?— dijo Machuca. — Adiós— dijo Isabel ruborizándose— ; me he detenido demasiado; hasta mañana, aquí. Y se alejó viva y alegre, cantando un romance popular. Machuca fue con el cuento al emperador, que se rió mucho. Tanto Carlos V como Machuca, creyeron que todo había sido un sueño, hijo de la viva imaginación de la morisca. Desde aquel día supo ya todo el mundo que la altiva, la desdeñosa Isabel amaba al fin, y que el hombre a quien amaba y con quien estaba concertado su, casamiento, era el artífice mayor de la Alhambra, el señor Pedro Machuca, que por estar más cerca de Isabel, que había venido al fin a vivir con su tío, había construido a espaldas de la taberna una pequeña y cómoda casita que con la taberna se comunicaba por una pequeña puerta de servicio. Pedro Machuca conservaba su estudio de escultor, pintor y arquitecto en la habitación que ya hemos descrito, dependiente del patio que aún lleva el nombre de Machuca.




SUEÑOS DE CUARENTENA

sueño 33 (25 abril del 2020)







Veinticinco de abril. Cuadragésimo cuarto día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, DOSCIENTOS diecinueve mil ochocientos contagiados, y veintidós mil quinientos muertos, dicen por la radio (y aún dicen que las cifras reales duplican el número de decesos). ¡Como para no tener miedo!
En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.
Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.
En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.
     Alfredo Vílchez

de “Leyendas de la Alhambra” - de M. Fernández González -1910-)
El Ave María y Pérez del Pulgar
Dormía Boabdil en el Mirador de Lindaraja. Frente á sí tenía la Sala de las Dos Hermanas. Más allá el patio de los Leones. Luego la horrible cámara de los Abencerrajes. Parecía que allí le había llevado el remordimiento. Boabdil no sabía separarse de aquel patio y de sus habitaciones. Parecía que le llamaban a sí las sangrientas sombras de Aben-Ahmed y de los treinta y seis caballeros abencerrajea degollados. El rey soñaba bajo el fresco halago de las auras que entraban saturadas de las fragancias de los cármenes por las celosías del mirador. La noche era plácida y tranquila. Los luceros brillaban allá perdidos en la inmensidad. Cantaban los ruiseñores solitarios entre las alamedas del río. Y , sin embargo, el sueño del rey era terrible. Una horrorosa pesadilla de sangre. Parecíale que por la puerta de la sala de los Abencerrajes salía Aben-Ahmed, y tras él sus treinta y seis compañeros con las cabezas en las manos. Cada una de aquellas cabezas dejaba caer sobre el pavimento un chorro de sangre. Y los fantasmas adelantaban en procesión lúgubre y silenciosa. Y llegaban al rey, y suspendían sucesivamente sobre su cabeza, sus cabezas cercenadas, y la bañaban en caliente sangre. El rey luchaba por apartar de sí aquella visión terrible, y no podía. Pero de repente le despertaron descompasadas voces, y estruendo de gentes que corrían y de armas que se chocaban. Y las voces decían en recio alarido:
— ¡A las armas! ¡a las armas! ¡los cristianos están en la ciudad! Despertó el rey, y saltó de su lecho. Apenas se había levantado, cuando vio delante de sí a su hermano bastardo el infame Muza. — ¿Qué significa esto, hermano mío?— dijo el rey. — Esto significa que tanta infamia, tanto crimen, tanta inocente sangre vertida, trae sobre nosotros la cólera de Dios. — ¡Tú también, hermano! ¡tú también!—-exclamó con angustia el rey. — Los cristianos se atreven ya a entrar en nuestra ciudad, y a poner el nombre de sus ídolos en la puerta de la mezquita. — ¡No te entiendo! — ¡Plaza! ¡plaza!— gritó una voz al mismo tiempo en el patio de los Leones.— ¡Quiero ver al poderoso sultán! — He ahí al arrayaz Abd-Allah-ben-Tarfe que llega— dijo Muza— El te dirá el atrevimiento de los cristianos. Entró a la sazón un moro atlético, armado de todas armas. Llevaba en la mano un cartón dorado, en el centro del cual se veía escrito en grandes letras azules castellanas el mote: Ave María. La advocación más dulce de la Santa Virgen, Madre de Dios. El moro estaba pálido y convulso, y sus ojos despedían llamas, sacudiendo con furor el cartón entre sus manos. — ;Qué es eso?— dijo Boabdil. — Esto es— contestó Tarfe— que ese infiel a quien Dios maldiga, ese cristiano Hernández Pérez del Pulgar, a quien llaman entre los suyos el de las fazañas, ha clavado sobre la puerta de la mezquita mayor este cartel con el nombre de María . — ¡Pero habrá encontrado el infiel la muerte!— exclamó colérico el rey. — El maldito ha escapado matando a alguno de los guardas.
p.3 Leyendas de la Alhambra-1  M. Fernández GonzálezSueño de Cuarentena nº 33
— ¿Pero si ha escapado, cómo le habéis conocido? — Conocióle a la luz de las antorchas con que acudieron algunos vecinos, un guarda que ha sido durante algún tiempo cautivo de los cristianos. ¿Y quién otro que el bravo Pérez del Pulgar pudiera atreverse a tanto? ¿No sabes que él con algunos pocos de los suyos tomó la fortaleza del Salar a escala franca, por lo cual sus reyes le hicieron alcaide de aquella fortaleza? ¿No sabes que desde ella nos ha corrido la tierra, nos ha incendiado las mieses y nos ha cogido cautivos y rebaños? ¿Acaso ignoras, ni lo ignora nadie, quién es Hernán Pérez del Pulgar? ¿No sabes que el mote jactancioso que tiene en su escudo ese caballero es: El pulgar quebrar y no doblar? — Dios permite que seamos humillados— exclamó con una vergonzosa desesperación el rey. — Pero quien nos humilla tiene cabeza—-exclamó con energía Tarfe—. Dadme licencia, señor, y yo iré a los Reales de Isabel y de Fernando a por la cabeza de Pulgar. — Ve, ve, mi valiente arrayaz, que siendo tú quien vas, no dudo que lavarás la afrenta que nos han hecho los cristianos. Ve, mi valiente Tarfe, ve, y que Allah vaya en tu ayuda. Tarfe y Muza salieron, salieron los que le acompañaban, y el rey quedó solo. Volvióse a reclinar en el lecho, volvieron a entorpecerse sus sentidos, y volvió a su visión de sangre.
En efecto, el bravo Alcaide del Salar, Hernán Pérez del Pulgar, el de las Hazañas, había entrado en Granada. Aquella tarde había llamado a su tienda en el Real de Santa Fe a sus escuderos. Eran éstos quince, apreciados en gran manera por su valor. Sentáronse, y se descubrieron respetuosamente ante su capitán, que les dijo con voz grave:
— Bien conozco, hidalgos, vuestra lealtad y vuestro esfuerzo, de que me habéis dado grandes pruebas, y yo a mi vez os pago prefiriéndoos para confiaros un gran intento, que, llevado á cabo, pondrá nuestros nombres en el templo de la Fama. Miraron con anhelo sus escuderos a Pulgar, que continuó de la misma manera reposada y tranquila: — Esta noche voy a entrar en Granada con la ayuda de Dios; pero como me tocaría al alma el que interponiéndose algunos fieles malograsen mi propósito, quiero que vengáis conmigo, no como en recompensa de la estimación en que os tengo, ni como mandato, más os lo habré en gran merced si consentís. Levantóse uno de los escuderos, llamado Francisco de Bedmar, y dijo: — Donde vayas tú, capitán, iremos nosotros sin dudar, y si algún temor podemos tener, no será otro sino el de la pérdida de tan noble y valiente caudillo. Miróle de hito en hitó Pulgar. — Tú, Bedmar— dijo— escalaste los muros de Alhama; también os he visto a vosotros tomar a escala franca el castillo del Salar, combatir en Vélez y en Baza, en los mismos llanos de la Vega. Y ahora que estáis á mi lado, ¿por que ponéis en Dios tan poca confianza y me contáis con los muertos?. — iMal cumpliríamos con lo que te debemos, Hernando— observó otro de ellos—  si no te aconsejáramos cuando pretendes correr a una perdición cierta. — No es consejo lo que os pido— dijo gravemente Hernán Pérez—. Lo que quiero es que me acompañéis hasta las puertas de Granada, Dios nos libertará, y si nos acorralan, ¿qué importa? ya aprendimos en el Zenete la manera de hacernos paso. Tendió, dicho esto, la mano a Bedmar y a los otros escuderos, y
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diciéndoles el lugar de la Vega donde debían reunirse, despidiólos. Era cerca del amanecer. En la confluencia del Barro y del Genil aparecieron, viniendo de la parte de la Vega, algunos jinetes a caballo. Sólo podían apreciarse sus bultos, porque la noche era lóbrega. Detúvose al llegar a aquel punto el que cabalgaba delante de los jinetes, y al hablarles dejó conocer en su acento que era Hernando del Pulgar. Los jinetes que le seguían eran sus escuderos. — Ahora bien, amigos míos, y ya que hemos llegado— dijo Pulgar— ved de recoger entre esas alamedas algún ramaje, y procuradle seco en tal manera que arda a maravilla. — ¡Cómo! ¿pretendes poner fuego a Granada? — dijo uno de los escuderos llamado Aguilera. — Sí tal — contestó Pulgar— ¡y en Dios confío que hemos de volver al Real alumbrados por las llamas que devoren sus ponderadas casas y sus ricos alcázares. Quedaron atónitos los hidalgos; pero conociendo la tenacidad de Pulgar, obedecieron, y cargando de ramaje seco la grupa de sus caballos, siguieron a su capitán, marchando por el cauce del Darro, para que con el ruido de la corriente no se notase el de las pisadas de los caballos. Merced a esta precaución, y a lo oscurísimo de la noche, pasaron sin ser sentidos de los atalayas moros, por delante del castillo de Bib-Ataupin, y llegaron al puente de la puerta Real1 o Bib-Al-Malek, bajo el que se agruparon los quince escuderos en rededor de Pulgar. — Aguardadme aquí— les dijo— ; y tú, Pedro, que conoces mejor que nosotros la ciudad en que te criaste, carga en tu caballo ese
1) Usa el nombre actual de la zona. En realidad se refiere a la Bib Arramla, o puerta de la Rambla, el paso natural por el que el río atraviesa las murallas de la ciudad. El castillo al que se ha referido era el que guardaba la puerta de Bib Ateibin, y estaba junto a la actual plaza de Bibataubin, cercana a la del Campillo
ramaje, y sígueme. Trabóse gran altercado entre los hidalgos. Ninguno quería menos que acompañar a su capitán; vinieron a disputa, alteráronse; y  a  tal punto llegó la porfía, que Pulgar se vio obligado a consentir en que, echándolo a la suerte, le acompañasen algunos. Al fin, guiado por Pedro, y acompañado de Bedmar y de otros cuatro, el alcaide del Salar siguió bajo el largo y lóbrego puente con el agua a la rodilla, penetró en la ciudad, y siguió a oscuras a lo largo de la Ribera de los Curtidores, hasta llegar frente por frente de un magnifico edificio2. Treparon uno tras otro el poco elevado muro que encajonaba el río, y por una estrechísima calleja, que apenas daba lugar a un arroyo de desagüe, penetraron en una plaza de poca extensión, donde se alzaban uno frente a otro dos altísimos edificios. Era el uno la universidad3 granadina, emporio de ciencia, santuario del saber, adonde habían refluido los sabios de Córdoba y Sevilla, y cuantos habían sido arrojados por las armas castellanas hasta aquel último recinto donde flotaba en España la enseña del Islam; el otro la gran mezquita de Granada, con su puerta de alambre dorado, sus ricos ajimeces de mármol y sus aleros labrados, si bien entonces no podía verse tanta maravilla, á causa de la gran oscuridad de la noche.
2) El río Darro pasaba y sigue pasando por el centro de Granada, aunque cubierto por la plaza Nueva, la calle Reyes Católicos y la plaza de Puerta Real. A todo el conjunto se le llama El Embovedado, por razones obvias. Ya desde época de los Reyes Católicos se empezaron a cubrir partes del río, quedando totalmente cubierto hasta Puerta Real en 1884, y hasta la desembocadura en el Genil en 1938. El “magnífico edificio” al que se refiere el autor es el actual Corral del Carbón, que era una alhóndiga, es decir, un almacén de trigo. Su nombre era Al-Funduq al-Gidida, o alhóndiga nueva, y frente a él estaba el puente del mismo nombre (alcántara Gidida) por el que se llegaba directamente a al Zacatín (Saqqatin, o calle de los ropavejeros) y la Alcaicería, o zoco de la seda, y a la mezquita mayor, luego iglesia del Sagrario. (Ver plano al final) 3) La Madraza, cuyo palacio sigue hoy en el mismo lugar. El otro edificio era la ya citada Mezquita Mayor, situado enfrente.
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— ¿Hemos llegado?— dijo el Alcaide del Salar al morisco Pedro del Pulgar, musulmán cautivo que fue de Pulgar, que, al bautizarse, tomó este nombre. — Sí, señor— dijo el cristiano nuevo— : escucha cómo zumba el viento en el altísimo alminar de la mezquita; esta pared que nos guarda es de la Universidad, y esa gran casa oscura que ves en la sombra, la del fakí de los fakíes. Acrecentóse la impaciencia de Pulgar, y pidiendo á Pedro menesteres de encender, prendió fuego al hachón que consigo traía, y sacó de debajo de su sobrevesta un cartón dorado, en que se veía un nombre escrito en letras azules góticas. — ¡El Ave María— exclamaron con asombro los escuderos. Pulgar llegó a la puerta de la mezquita y se arrodilló: los escuderos se arrodillaron también. — Sed vosotros testigos— dijo a los cinco, que estaban entusiasmados y conmovidos con el ternísimo interés de Pulgar— de cómo tomo posesión de esta mezquita en nombre de los reyes de Castilla, consagrándola desde ahora a le Reina del cielo, cuyo nombre dejo en poder de los infieles hasta que llegue la hora del rescate. Y atando en el pomo de su puñal las cintas de que pendía el cartel, le clavó de una sola puñalada entre las mallas de alambre de la puerta. Luego se levantó, y se levantaron los escuderos, y Pulgar dijo a Pedro: — ¿Dónde está la AI-Kaisería? Pedro le señaló una estrecha calleja que comunicaba con el Zacatín, y le dijo: — Por allí, señor. — Alumbra, y guía. Cuando llegaron a la puerta de la Al Kaisería, Pulgar le dijo:
— Echa ahí ese ramaje. Y cuando Pedro le hubo echado, Pulgar arrojó sobre él el hacha encendida. Pero al punto sintieron pasos de muchos hombres con faroles encendidos que rondaban guardando aquel riquísimo barrio. Verlos y acometerlos espada en mano, fue una misma cosa. Gritaron los moros, alborotóse por aquella parte la ciudad, y Pulgar, temiendo que le venciese la muchedumbre, gritó a sus escuderos: — ¡Por el mismo camino! jCorazón sereno, y espada pronta! Y rompiendo por medio de los moros, escapó. Las llamas amenazaban la Al Kaisería, y los moros, acudiendo de todas partes, gritaban: —¡Al arma! ¡Al arma! ¡Los cristianos! Aquellas eran las voces que habían llegado hasta el rey, y el cartel, aquel que había llevado Tarfe a la Alhambra.
Granada, tan venturosa antes, tan afortunada, había llegado al punto de que todo para ella se convirtiese en desdicha y mala ventura. Sus caudillos emigraban a África, o morían en la Vega. Sus sabios y sus fakíes estaban siempre pronosticando desdichas. Todos tenían, no la fe de la salvación, sino la certeza del acabamiento de la patria. Todos miraban con terror al porvenir, y a un porvenir cercano. Y Boabdil entretanto se adormía. Boabdil no procuraba acabar con los bandos uniéndolos bajo su mano, y dándolos de este modo fuerza. Por otra parte, la unión de Aragón y de Castilla, de España, en fin, bajo un mismo cetro, hacía imposible la lucha.
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Maldecían, sin embargo, á Boabdil. Como si él, a quien historiadores benévolos han llamado el Desdichadillo, hubiera podido oponerse a los decretos del destino. Es verdad que su inercia, su molicie, habían llegado al último punto. No se le veía salir de los departamentos del patio de los Leones, donde tenía su harem, donde estaba el panteón en que reposaban sus antepasados, donde existía la fatal sala que encerraba sus remordimientos. En aquel patio le tenían aprisionado los recuerdos de su dinastía, esto es, el pasado; sus placeres, esto es, el presente; y su conciencia, que venía a ser el decreto de su porvenir. Y allí recibía las noticias, funestas todas, que le traían sus caballeros. Allí escuchaba con la cabeza inclinada a sus sabios que le aconsejaban. A sus valientes que pretendían sacarle de su inercia. Allí, en la noche del mismo día en que Tárfe le pidió licencia para ir a retar al audaz cristiano que se había atrevido a penetrar en Granada, recibió la noticia de un nuevo desastre, que venía a ser un nuevo pronóstico de desgracias.
El triunfo del Ave María
Apenas el sol había desvanecido las nieblas de la noche anterior, y sus rayos tibios aún se tendían sobre Santa Fe, cuando se dejó oír por la parte que mira a Granada un confuso rumor de pasos acelerados, de armas que se chocaban y de gentes que subían a toda prisa las escaleras que conducían a los adarves. Los reyes don Fernando y doña Isabel, el príncipe don Juan, las infantas doña Juana y doña Isabel, fray Hernando de Talavera, Pulgar, Córdova, Tendilla, Aguilar y cien nobles caballeros, rodeados de lanzas y ceñudos semblantes, miraban al campo donde un moro ante ellos se mostraba acompañado de diez africanos a caballo y un trompeta, armados. Montaba en un poderoso caballo negro encubertado de guerra, y afianzava una lanza, en cuyo hierro se veía pendiente el cartel del Ave María que Pulgar había fijado aquella noche en la puerta de la mezquita mayor de Granada. Era el arrayaz Abd-Allah-ben-Tarfe. Llamas arrojaban los ojos del valiente moro. Su roja sobrevesta parecía pedir sangre. Sus mejillas pálidas eran la clara muestra de la cólera que agitaba su alma. El ronco son de su trompeta había llamado al adarve a los reyes, a los príncipes y a los caudillos cristianos. Y todos se maravillaron de que aquel infiel se atreviese a presentarse con tamaño atrevimiento ante ellos. Tárfe los miraba como mira el toro a la muchedumbre que le provoca desde la valla, su cólera era cada vez más convulsiva, y agitaba en su mamo el cartel del Ave María, blandiendo hasta hacerla crujir en el aire su lanza de dos hierros.
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Más cuando vio cubiertos de cristianos los adarves, paseó la sombría mirada sobre ellos, reconociendo a cada uno de los capitanes a quienes había visto el semblante entre el polvo de la batalla, y cuando vio competidores dignos hizo una seña al trompetero. Por tres veces el son de la sonora trompeta rasgó el espacio, y retumbando en la cercana Geb-el Beira, fué repetido a lo lejos en redondo por los ecos de las montañas. Aquel sonido de atención fue repetido de igual modo por las trompetas del Real. El rey, la reina, el príncipe, los infantes, los caudillos y los soldados de Castilla y Aragón, España, en fin, escuchaban a un solo hombre, Tarfe se alzó en los estribos, miró el adarve con fiereza y su voz poderosa se extendió en el espacio: — ¡Perros traidores!— dijo— : vosotros los que entráis como el búho en nuestra ciudad amparados de las tinieblas para dejar en ella el nombre de vuestros ídolos! ¡yo soy Tarfe! ¡yo el que ha arrancado de la mezquita el nombre de María, y le arrastra delante de vosotros, sobre el polvo de vuestros Reales. ¡Salid, canes ladradores! ¡Salid uno a uno, dos a dos, ciento a ciento! ¡Salid! jTarfe os espera! Mi lanza os conoce, villanos, y mi espada aún tiene en su filo la señal de vuestra sangre. Calló el moro esperando la respuesta, pero ni una voz ni un movimiento salieron de entre los cristianos, que parecían estatuas de hierro. Irritóse Tarfe, hizo botar su corcel, lo lanzó hasta salvar la mitad de la distancia que le separaba del muro, y gritó con doble furor: — Y si no bastan las afrentas que habéis oído para que salgáis al campo, mirad, castellanos, dónde pongo el nombre de Maria, y si algún peón caballero, infante o rey de ello ha enojo, a esperarle voy en la Vega hasta que el sol trasponga las montañas de Loja. Y esto diciendo, puso el cartel del Ave María en la cinta que en
rollaba la cola de su caballo, revolvió al freno, y seguido de los suyos se alejó lentamente de los Reales hasta llegar a la espesura donde Zaruhyemal había dado la carta de la sultana a don Juan Chacón; descendió del caballo, despidió a los esclavos y al trompetero, y se reclinó sobre el césped en la sombra, tendida a mano la pica, y ceñido el talabarte de la adarga. En tanto, en silencio, se hundieron como sombras tras las almenas del Real de Santa Fe reyes e infantes, damas y caballeros. Ni una sola palabra acerca del suceso se cruzó entre aquel ejército de valientes. El reto había sido lanzado con sobrada insolencia para que se departiese sobre él. Todos los semblantes estaban ceñudos; todos los corazones ardiendo. Cada una de aquellas espadas estaba mal contenida en su vaina. Pero lo que faltaba en palabras, sobraba en actividad. De las alnenas se pasó a las tiendas, y de la vestidura de paz al arnés de guerra. Y entre aquellos viejos soldados endurecidos con la fatiga de los combates, un mancebo imberbe, hermoso como una dama, pero de mirada severa, y centelleante como la de un león, atravesó en paso apresurado el Real, y al otro extremo entró en una tienda aislada. —Pronto, Ñuño— dijo á un soldado viejo que esperaba impaciente a la puerta— mi arnés, mi lanza y mi caballo: pronto, porque los capitanes del Real se arman a porfía y no tardarán mucho cien buenas espadas en demandar licencia a sus Altezas para rescatar la santa Ave María de las manos de ese perro infiel. Y así era. Apenas don Fernando y doña Isabel habían entrado en sus tiendas visiblemente alterados por el reto de Tarfe, cuando un tropel de capitanes, alféreces y demás cabos de los tercios entraron armados hasta los dientes, pasando casi por cima de los continuos, y demanp.8 Leyendas de la Alhambra-1  M. Fernández GonzálezSueño de Cuarentena nº 33
daron licencia para ir a rescatar con la muerte del moro el nombre de María. Cada cual alegó su derecho, y con tan buenas razones, y siendo todos pares en valor y merecimientos, don Fernando y doña Isabel reunieron su consejo para elegir el campeón que debía llevar a cabo tan importante empresa. Mientras esto acaecía, el hermoso mancebo que había corrido a su tienda en vez de ir como los otros a las de los reyes, se había cubierto de un arnés de finísimo temple; había embrazado una adarga de Fez, ganada por sus ascendientes a los moros en aquella misma Vega, y jinete en un fogoso potro cordobés, blandiendo una pesada y larga lanza de fresno, se lanzó a la carrera a través de una puerta cercana, sorprendiendo a la guardia de ella, dio la vuelta al Real y se lanzó en la Vega a escape de su caballo de batalla. Pronto, muy pronto, desapareció entre una nube de polvo, a pesar de los gritos de la guardia del Real, y llegó a la arboleda donde esperaba Tarfe. El mancebo caló su visera y llegó a un llano del bosque donde Tarfe, con el descuido de los valientes, a los pies de su caballo, dormía sobre el blando césped. Latió con doble impaciencia el corazón del mozo, y fijó una intensa mirada de cólera en el moro. — ¡Levántate!— gritó poniendo los cascos de su caballo junto a Tarfe.— ¡Levántate, jactancioso, y ven conmigo a batalla! Tarfe despertó al sonido de la pujante voz del mancebo castellano. Levantóse lentamente, púsose de pie, y midió con una larga y profunda mirada a su adversario. — ¿Quién eres tú— le dijo con desprecio—caballero sin mote y sin empresa? ¿Acaso no hay en los Reales de Castilla valientes capitanes que vengan a medirse conmigo, que soy el caudillo de cien combates?
— Es verdad— contestó el mozo— soy caballero novel, pero vengo por tu cabeza para hacer empresa con ella: y como cristiano, vengo a arrancarte el corazón y el cartel que te has atrevido a poner en la cola de tu caballo, cuando tiene escrito el nombre de la que sobre ángeles se asienta. — Ea, vete, cristiano— dijo Tarfe con desdén—, que yo no he de probar mis armas con quien trae las suyas blancas y oculta su semblante. E l mozo se levantó con coraje la visera, y mostró su hermosa y juvenil faz al moro. Tarfe miró con asombro al mancebo. La expresión de desprecio que antes aparecía en su semblante, se borró. Sólo quedó en ella una sonrisa de afecto. — Valiente eres, rapaz— dijo-— Gran fama alcanzarás en el mundo si una lanza traidora no corta en flor tu vida, pero vete: que no soy asesino ni me mido con niños; vete y di a ese terrible Gonzalo Fernández de Córdova que Tarfe le espera durmiendo— y fué á reclinarse de nuevo en el césped. Pero el joven caló su visera, levantó el cuento de su lanza y la tendió con ira sobre la espalda del moro. Al sentir este ultraje, Tarfe saltó como una pantera herida, embrazó su adarga, requirió su espada, cabalgó, tomó campo, y partió con la lanza baja contra el cristiano, gritando ronco de furor: — ¡Por Satanás; el mentiroso, villano, que has de pagar con tu sangre tan ruin y cobarde ultraje! Y a este punto embistió contra el mozo, que le acortó el trecho saliéndole al encuentro. El aire gimió con el estruendo del choque. La lanza de Tarfe saltó hecha menudas astillas contra la adarga del castellano.
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Este no se movió de los arzones. Su pica falseó la adarga y la jacerina delmoro, y le hirió levemente, rompiéndose también como hubiera podido romperse una caña. Tarfe rugió de cólera, y su ancha y larga espada damasquina lució como un rayo fuera de la vaina. Desnudó a su vez el cristiano la suya, tornaron a tomar campo, y se acometieron de nuevo con doble coraje e ímpetu furioso. Martillaban los aceros sobre el duro hierro de los arneses; los airones, los penachos, las sobrevestas y las galas eran despojos del combate; empezaban a desclavarse corseletes y grevas, y la sangre corría de más de una herida. Rugía Tarfe como un hambriento león del desierto. Coloraba su frente la vergüenza de no haber exterminado a la primera embestida  aquel cristiano casi niño, que se había atrevido a insultarle, y redoblaba sus golpes y sus embestidas, ligero como un halcón, incansable, feroz, irritado. Y siempre encontraba apercibida la adarga del cristiano. Siempre su caballo, caracoleando en su torno, le divertía en una defensa fatigosa. Y redoblábanse los tajos sobre el templado acero de su jaco. Jadeaban ya los caballos. El cristiano, a quien sin duda importaba la brevedad, hacía girar el suyo como un torbellino en derredor del moro. Al fin, entrambos corceles fatigados, cubiertos de sudor, ensangrentados los ijares, obedecieron mal al freno, y el de Tarfe tropezó en el tronco de un árbol al tomar una vuelta, y cayó arrastrando a su jinete. El castellano contuvo generosamente al suyo para no atropellar al moro, echó pie a tierra, y adelantó cubierto con la adarga y la espada en alto contra su enemigo, que se había levantado, cubierto de
polvo y trémulo de furor. Empeñóse de nuevo el combate a pie firme. Silbaba el acero contra el acero. El Dios de las batallas, posado en una nube roja, miraba con asombro a los caballeros. Y Tarfe apretó los puños y los dientes, describió un ancho círculo alrededor de su cabeza con su espada, y la dejó caer como un rayo sobre el cristiano. La hoja damasquina saltó en pedazos al chocar con la templadísima adarga del mancebo. Tarfe estaba desarmado; sólo le quedaba el puñal, arma débil e inútil. Arrojó lejos de sí la adarga, y se fue con los brazos abiertos al castellano, que le imitó. E l combate pasaba á ser lucha. Una sombría y sardónica carcajada salió por entre las barras del yelmo de Tarfe. Membrudo, agigantado, gran luchador, pensaba sofocar entre sus robustos brazos al castellano. Y así hubiera sin duda acontecido. Pero cuando el moro estrechaba al mancebo, cuando su coselete rechinaba entre aquel brazo de hierro, la mano del joven buscó el falso de la armadura de su enemigo, y su daga buida penetró en su pecho. Tarfe abrió los brazos, lanzó un grito terrible, y cayó de espaIdas.
El Ave María había sido rescatada. El mancebo alzó su visera. Su rostro juvenil y hermoso, cubierto de sangriento sudor, se elevó al cielo, y sus elocuentes ojos negros dejaron brillar una lágrima de gratitud.
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Oración suave, dulce, perdida como un perfume en la inmensidad del abismo, y elevada hasta el trono de Dios; y luego fue al caballo del moro, quitó de su cola el cartel del Ave María, lo besó de hinojos, y lo suspendió de su cuello sobre su pecho, a manera del vasallo que ostenta el blasón de su señor. Y llegó á Tarfe, le desenlazó el yelmo, y al ver su frío semblante, afeado por la lividez de la muerte, exclamó con un orgullo disculpable en sus pocos años. — Soberbio moro; el novel caballero tiene ya empresa para sus armas, y el Ave María será un cartel de gloria en el blasón eterno de los Garcí-Lasos de Castilla. Y cortó la cabeza a Tarfe, la colgó del arzón de su caballo, cabalgó, salió de la espesura, y se encaminó al Real. Allá á lo lejos se levantaba una nube de polvo bajo los pies de los caballos de un pequeño escuadrón, que avanzó hasta dejar conocer  los que cabalgaban. Era e! capitán Gonzalo Fernández de Cordova con sus escuderos, que había sido elegido por el consejo de guerra para responder al reto de Tarfe, y venía armado de todas armas y cubierto de lazos y penachos. Pronto llegó junto al joven, y pudo ver en su pecho el Ave María y en su arzón la sangrienta cabeza del moro. Detúvose el capitán y con él sus escuderos. ¡Pardiez, Garcilaso— dijo Gonzalo Fernández al joven— que temprano empezáis a ser azañoso! Vais apurando todas las grandes empresas. Chacón y don Diego de Córdova, Ponce de León y Aguilar, entran en palenque en Bib-Arrambla y vencen delante de la corte de Granáda; Pulgar pone el nombre de María en la mezquita mayor en prenda de posesión; y vos, niño aún, rescatáis esa sagrada Ave María de un guerrero tan formidable como Abd-Allah ben Tarfe. ¿Qué dejáis, pues, que hacer a Gonzalo Fernández de Córdova?
Y esto dijo sonriendo afablemente, como quien tiene harta gloria para no envidiar la ajena, el hombre que debía ser la primera y más clara gloria de las glorías guerreras de Jas Españas. El que debía ser el último cercador de Granada. El conquistador de Nápoles. El terror de los franceses. El Gran Capitán
Tendiéronse las manos Gonzalo Fernández y Garcilaso, y tomaron juntos la vuelta de Santa Fe.
Desde aquel día, los Lasos son Lasos de la Vega, y en su blasón campea el Ave María; desde aquel día, también las armas de la ciudad de Santa Fe son una pica, clavado el cuento en la cabeza de un moro, y pendiente de ella el cartel del Ave María.
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SUEÑOS DE CUARENTENA

sueño 32 (23 abril del 2020)

Veintitrés de abril. Cuadragésimo segundo día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, DOSCIENTOS catorce mil quinientos contagiados, y veintidós mil ciento cincuenta muertos (450 más que ayer), dicen por la radio (y aún dicen que las cifras reales duplican el número de decesos). ¡Como para no tener miedo!
En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.
Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.
En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.
     Alfredo Vílchez






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SUEÑOS DE CUARENTENA

sueño 30 (22 abril del 2020)








Veintidós de abril. Cuadragésimo primer día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, DOSCIENTOS cuatro mil doscientos contagiados, y veintiún mil doscientos ochenta muertos, dicen por la radio (y aún dicen que las cifras reales duplican el número de decesos, que llegarían a 35.000). ¡Como para no tener miedo!
En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.
Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.
En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.
     Alfredo Vílchez


 de “Don Juan Tenorio” ,  de  José Zorrilla) 
 (CONT. y fin) Parte II - Acto I 

Don juan ha estado varios años fuera de Sevilla. En una noche de verano se acerca a la que fue su casa, y encuentra el palacio convertido en panteón, donde están las tumbas de su padre, de don Gonzalo de Ulloa, de Inés y de Luis Mejía. En él está aun el escultor, dando los últimos toques a las estatuas, y le explica, sin saber que es don juan que don Diego Tenorio dejó establecida la construcción del panteón para que fueran enterradas allí las víctimas de su hijo. El escultor tiene que marcharse. Don Juan se da a conocer y le pide las llaves. Se queda allí, hablando con los muertos.

Escena IV La sombre de doña Inés se aparece a don Juan.

Este mármol sepulcral adormece mi vigor, y sentir creo en redor un ser sobrenatural. Mas... ¡cielos! ¡El pedestal no mantiene su escultura! ¿Qué es esto? ¿Aquella figura fue creación de mi afán?
No; mi espíritu, don Juan, te aguardó en mi sepultura.
(De rodillas.) ¡Doña Inés! Sombra querida, alma de mi corazón, ¡no me quites la razón si me has de dejar la vida!
Si eres imagen fingida, sólo hija de mi locura, no aumentes mi desventura burlando mi loco afán.
Yo soy doña Inés, don Juan, que te oyó en su sepultura.
¿Conque vives?
  Para ti; Mas tengo mi purgatorio en ese mármol mortuorio que labraron para mí. Yo a Dios mi alma ofrecí en precio de tu alma impura, y Dios, al ver la ternura con que te amaba mi afán, me dijo «Espera a don Juan en tu misma sepultura. Y pues quieres ser tan fiel a un amor de Satanás, con don Juan te salvarás, o te perderás con él. Por él vela: mas si cruel te desprecia tu ternura, y en su torpeza y locura sigue con bárbaro afán, llévese tu alma don Juan de tu misma sepultura.»

 (Fascinado.) ¡Yo estoy soñando quizás con las sombras de un Edén!
No y ve que si piensas bien, a tu lado me tendrás; mas si obras mal, causarás nuestra eterna desventura. Y medita con cordura que es esta noche, don Juan, el espacio que nos dan para buscar sepultura. Adiós, pues; y en la ardua lucha en que va a entrar tu existencia, de tu dormida conciencia la voz que va alzarse escucha; porque es de importancia mucha meditar con sumo tiento la elección de aquel momento que, sin poder evadirnos, al mal o al bien ha de abrirnos la losa del monumento.

Desaparece doña Inés y todo queda como al principio, salvo la estatua de doña Inés, que también ha desaparecido. Don Juan reflexiona sobre lo ocurrido, y así lo encuentra el capitán Centellas y Avellaneda, y, tras hablar un rato, don Juan los invita a comer en su casa... Pues bien cenaréis conmigo y en mi casa.
  Pero digo, ¿es cosa de que dejéis
algún huésped por nosotros? ¿No tenéis gato encerrado?
¡Bah! Si apenas he llegado: no habrá allí más que vosotros esta noche.
  ¿Y no hay tapada a quien algún plantón demos?
Los tres solos cenaremos. Digo, si de esta jornada no quiere igualmente ser alguno de éstos. (Señalando a las estatuas de los sepulcros.)
  Don Juan, dejad tranquilos yacer a los que con Dios están.
¡Hola! ¿Parece que vos sois ahora el que teméis, y mala cara ponéis a los muertos? Mas, ¡por Dios que ya que de mí os burlasteis cuando me visteis así, en lo que penda de mí os mostraré cuánto errasteis! Por mí, pues, no ha de quedar y a poder ser, estad ciertos que cenaréis con los muertos, y os los voy a convidar.

Dejaos de esas quimeras.
¿Duda en mi valor ponerme, cuando hombre soy para hacerme platos de sus calaveras? Yo, a nada tengo pavor. (Dirigiéndose a la estatua de don Gonzalo, que es   la que tiene más cerca.) Tú eres el más ofendido; mas si quieres, te convido a cenar comendador. Que no lo puedas hacer creo, y es lo que me pesa; mas, por mi parte, en la mesa te haré un cubierto poner. Y a fe que favor me harás, pues podré saber de ti si hay más mundo que el de aquí, y otra vida, en que jamás, a decir verdad, creí.
Don Juan, eso no es valor; locura, delirio es.
Como lo juzguéis mejor: yo cumplo así. Vamos, pues. Lo dicho, comendador.


Acto II Don Juan cena con sus amigos en la bodega de su casa sevillana. Entre comentarios y bromas, manda poner una copa para el Comendador. Durante el tiempo de la conversación llaman tres veces a la puerta, sin que, al mirar por la ventana. vean a nadie. Pero los golpes se oyen ya dentro de la casa, cada vez más cerca. Una última llamada.

Escena II
Pesada me es ya la broma, mas veremos quién asoma mientras en la mesa estamos. (A Ciutti, que se manifiesta asombrado.) ¿Y qué haces tú ahí, bergante? ¡Listo! Trae otro manjar, mas me ocurre en este instante que nos podemos mofar de los de afuera, invitándoles a probar su sutileza, entrándose hasta esta pieza y sus puertas no franqueándoles.
Bien dicho.
  Idea brillante,   (Llaman fuerte, fondo derecha.)
¡Señores! ¿A qué llamar? Los muertos se han de filtrar por la pared; adelante.
(La estatua de don Gonzalo pasa por la puerta sin abrirla, y sin hacer ruido.)
¡Jesús!
 ¡Dios mío!
  ¡Qué es esto!
Yo desfallezco.  (Cae desvanecido.)



Yo expiro.  (Cae lo mismo.)
¡Es realidad, o deliro! Es su figura...., su gesto.
¿Por qué te causa pavor quien convidado a tu mesa viene por ti?
 ¡Dios! ¿No es ésa la voz del comendador?
Siempre supuse que aquí no me habías de esperar.
Mientes, porque hice arrimar esa silla para ti. Llega, pues, para que veas que aunque dudé en un extremo de sorpresa, no te temo, aunque el mismo Ulloa seas.
¿Aún lo dudas?
  No lo sé.
Pon, si quieres, hombre impío, tu mano en el mármol frío de mi estatua.
  ¿Para qué? Me basta oírlo de ti: cenemos, pues; mas te advierto...
¿Qué?
 Que si no eres el muerto, no vas a salir de aquí. ¡Eh! Alzad.  (A Centellas y Avellaneda.)
 No pienses, no, que se levanten, don Juan; porque en sí no volverán hasta que me ausente yo. Que la divina clemencia del Señor para contigo, no requiere más testigo que tu juicio y tu conciencia. Al sacrílego convite que me has hecho en el panteón, para alumbrar tu razón Dios asistir me permite. Y heme que vengo en su nombre a enseñarte la verdad; y es: que hay una eternidad tras de la vida del hombre. Que numerados están los días que has de vivir, y que tienes que morir mañana mismo, don Juan. Mas como esto que a tus ojos está pasando, supones ser del alma aberraciones y de la aprensión antojos, Dios, en su santa clemencia, te concede todavía,

don Juan, hasta el nuevo día para ordenar tu conciencia. Y su justicia infinita porque conozcas mejor, espero de tu valor que me pagues la visita. ¿Irás, don Juan?
D. JUAN. Iré, sí; mas me quiero convencer de lo vago de tu ser antes que salgas de aquí. (Coge una pistola.)
ESTATUA. Tu necio orgullo delira, don Juan los hierros más gruesos y los muros más espesos se abren a mi paso mira. (Desaparece la estatua sumiéndose por la pared)
¡Cielos! ¡Su esencia se trueca el muro hasta penetrar, cual mancha de agua que seca el ardor canicular! ¿No me dijo «El mármol toca de mi estatua»? ¿Cómo, pues, se desvanece una roca? ¡Imposible! Ilusión es. Acaso su antiguo dueño mis cubas envenenó, y el licor tan vano ensueño en mi mente levantó.

¡Mas si éstas que sombras creo espíritus reales son, que por celestial empleo llaman a mi corazón!, entonces, para que iguale su penitencia don Juan con sus delitos, ¿qué vale el plazo ruin que le dan? ¡Dios me da tan sólo un día...! Si fuese Dios en verdad, a más distancia pondría su aviso y mi eternidad. «Piensa bien que al lado tuyo me tendrás...», dijo de Inés la sombra, y si bien arguyo, pues no la veo, sueño es.
(Trasparéntase en la pared la sombra de doña Inés)
Aquí estoy.
 Cielos!
  Medita lo que al buen comendador has oído, y ten valor para acudir a su cita. Un punto se necesita para morir con ventura; elígele con cordura, porque mañana, don Juan, nuestros cuerpos dormirán en la misma sepultura.
(Desaparece la sombra.)
Tente, doña Inés, espera; y si me amas en verdad, hazme al fin la realidad distinguir de la quimera. Alguna más duradera señal dame que segura me pruebe que no es locura lo que imagina mi afán, para que baje don Juan tranquilo a la sepultura. Mas ya me irrita, por Dios, el verme siempre burlado, corriendo desatentado siempre de sombras en pos. ¡Oh! Tal vez todo esto ha sido por estos dos preparado, y mientras se ha ejecutado, su privación han fingido. Mas, por Dios, que si es así, se han de acordar de D. Juan. ¡Eh!, don Rafael, capitán. Ya basta alzaos de ahí.

Centellas y Avellaneda vuelven del sueño profundo. No se han enterado de nada. Don Juan les acusa de haber montado una farsa. Ellos, a su vez, le piden explicaciones por seguir engañándolos. Llegan a tocar las espadas. Centellas y Avellaneda se van.

Acto III - Escena I : Misericordia de Dios y apoteosis del amor De nuevo en el panteón. Entra don Juan, embozado
Culpa mía no fue; delirio insano me enajenó la mente acalorada. Necesitaba víctimas mi mano que inmolar a mi fe desesperada, y al verlos en mitad de mi camino, presa les hice allí de mi locura. ¡No fui yo, vive Dios!, ¡fue su destino! Sabían mi destreza y mi ventura. ¡Oh! Arrebatado el corazón me siento por vértigo infernal.... mi alma perdida va cruzando el desierto de la vida cual hoja seca que arrebata el viento.
Dudo..., temo..., vacilo.... en mi cabeza siento arder un volcán.... muevo la planta sin voluntad, y humilla mi grandeza un no sé qué de grande que me espanta. ¡Jamás mi orgullo concibió que hubiere nada más que el valor...! Que se aniquila el alma con el cuerpo cuando muere creí..., mas hoy mi corazón vacila.
¡Jamás creí en fantasmas...! ¡Desvaríos! Mas del fantasma aquel, pese a mi aliento, los pies de piedra caminando siento, por doquiera que voy, tras de los míos. ¡Oh! Y me trae a este sitio irresistible, misterioso poder... (Levanta la cabeza y ve que no está en su pedes   tal la estatua de don Gonzalo.)  ¡Pero qué veo! ¡Falta de allí su estatua...! Sueño horrible,

déjame de una vez... No, no te creo. Sal, huye de mi mente fascinada, fatídica ilusión..., estás en vano con pueriles asombros empeñada en agotar mi aliento sobrehumano. Si todo es ilusión, mentido sueño, nadie me ha de aterrar con trampantojos; si es realidad, querer es necio empeño aplacar de los cielos los enojos. No: sueño o realidad, del todo anhelo vencerle o que me venza; y si piadoso busca tal vez mi corazón el cielo, que le busque más franco y generoso. La efigie de esa tumba me ha invitado a venir a buscar prueba más cierta de la verdad en que dudé obstinado... Heme aquí, pues comendador, despierta.

Escena II    (Don Juan, la estatua del Comendador y las sombras de los difuntos de las tumbas)
Aquí me tienes, don Juan, y he aquí que vienen conmigo los que tu eterno castigo De Dios reclamando están.
¡Jesús!
 ¿Y de qué te alteras, si nada hay que a ti te asombre, y para hacerte eres hombre plato con sus calaveras?


¡Ay de mí!
  Qué, ¿el corazón te desmaya?
No lo sé; concibo que me engañé; no son sueños..., ¡ellos son!  (Mirando a los espectros.) Pavor jamás conocido el alma fiera me asalta, y aunque el valor no me falta, me va faltando el sentido.
Eso es, don Juan, que se va concluyendo tu existencia, y el plazo de tu sentencia está cumpliéndose ya.
¡Qué dices!
 Lo que hace poco que doña Inés te avisó, lo que te he avisado yo, y lo que olvidaste loco. Mas el festín que me has dado debo volverte, y así llega, don Juan, que yo aquí cubierto te he preparado.
¿Y qué es lo que ahí me das?

Aquí fuego, allí ceniza.
El cabello se me eriza.
Te doy lo que tú serás.
¡Fuego y ceniza he de ser!
Cual los que ves en redor en eso para el valor, la juventud y el poder.
Ceniza, bien; ¡pero fuego!
El de la ira omnipotente, do arderás eternamente por tu desenfreno ciego.
¿Conque hay otra vida más y otro mundo que el de aquí? ¿Conque es verdad, ¡ay de mí!, lo que no creí jamás? ¡Fatal verdad que me hiela la sangre en el corazón! Verdad que mi perdición solamente me revela. ¿Y ese reló?
  Es la medida de tu tiempo.
  ¡Expira ya!


Sí; en cada grano se va un instante de tu vida.
¿Y esos me quedan no más?
Sí.
 ¡Injusto Dios! Tu poder me haces ahora conocer, cuando tiempo no me das de arrepentirme.
  Don Juan, un punto de contrición da a un alma la salvación y ese punto aún te le dan.
¡Imposible! ¡En un momento borrar treinta años malditos de crímenes y delitos!
Aprovéchale con tiento,   (Tocan a muerto.) porque el plazo va a expirar, y las campanas doblando por ti están, y están cavando la fosa en que te han de echar.  (Se oye a lo lejos el oficio de difuntos.)
¿Conque por mí doblan?
  Sí.

¿Y esos cantos funerales?
Los salmos penitenciales, que están cantando por ti.
¿Y aquel entierro que pasa?
Es el tuyo.
  ¡Muerto yo!
El capitán te mató a la puerta de tu casa.
Tarde la luz de la fe penetra en mi corazón, pues crímenes mi razón a su luz tan sólo ve. Los ve... con horrible afán porque al ver su multitud ve a Dios en la plenitud de su ira contra don Juan. ¡Ah! Por doquiera que fui la razón atropellé, la virtud escarnecí y a la justicia burlé, y emponzoñé cuanto vi. Yo a las cabañas bajé y a los palacios subí, y los claustros escalé; y pues tal mi vida fue, no, no hay perdón para mí.

¡Mas ahí estáis todavía   (A los fantasmas.) con quietud tan pertinaz! Dejadme morir en paz a solas con mi agonía. Mas con esta horrenda calma, ¿qué me auguráis, sombras fieras? ¿Qué esperan de mí?  (A la estatua de don Gonzalo.)
  Que mueras para llevarse tu alma. Y adiós, don Juan; ya tu vida toca a su fin, y pues vano todo fue, dame la mano en señal de despedida.
¿Muéstrasme ahora amistad?
Sí: que injusto fui contigo, y Dios me manda tu amigo volver a la eternidad.
Toma, pues.
  Ahora, don Juan, pues desperdicias también el momento que te dan, conmigo al infierno ven.
¡Aparta, piedra fingida! Suelta, suéltame esa mano,

que aún queda el último grano en el reloj de mi vida. Suéltala, que si es verdad que un punto de contrición da a un alma la salvación de toda una eternidad, yo, Santo Dios, creo en Ti: si es mi maldad inaudita, tu piedad es infinita... ¡Señor, ten piedad de mí!
Ya es tarde. (Don Juan se hinca de rodillas, tendiendo al cielo la mano que le deja libre la estatua. Las sombras, esqueletos, etc., van a abalanzarse sobre él, en cuyo momento se abre la tumba de doña Inés y aparece ésta. Doña Inés toma la mano que don Juan tiende al cielo.)  ¡No! Heme ya aquí, don Juan mi mano asegura esta mano que a la altura tendió tu contrito afán, y Dios perdona a don Juan al pie de la sepultura. ¡Dios clemente! ¡Doña Inés! Fantasmas, desvaneceos: su fe nos salva..., volveos a vuestros sepulcros, pues. La volunt ad de Dios es de mi alma con la amargura purifiqué su alma impura, y Dios concedió a mi afánla salvación de don Juan al pie de la sepultura. ¡Inés de mi corazón! Yo mi alma he dado por ti, y Dios te otorga por mí tu dudosa salvación. Misterio es que en comprensin no cabe de criatura: y sólo en vida más pura los justos comprenderán que el amor salvó a don Juan al pie de la sepultura. Cesad, cantos funerales callad, mortuorias campanas ocupad, sombras livianas, vuestras urnas sepulcrales volved a los pedestales, animadas esculturas; y las celestes venturas en que los justos están, empiecen para don Juan en las mismas sepulturas. ¡Clemente Dios, gloria a Ti! Mañana a los sevillanos aterrará el creer que a manos de mis víctimas caí. Mas es justo: quede aquí al universo notorio que, pues me abre el purgatorio un punto de penitencia, es el Dios de la clemencia el Dios de Don Juan Tenorio. p.1



……...…………...…………...………...……………………...……………...



SUEÑOS DE CUARENTENA

sueño 29 (21 abril del 2020)


Veintiuno de abril. CUADRAGÉSIMO día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, DOSCIENTOS mil doscientos contagiados, y veinte mil ochocientos cincuenta muertos, dicen por la radio (y aún dicen que las cifras reales duplican el número de decesos, que llegarían a 35.000). ¡Como para no tener miedo!

En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.

Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.

En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.
   @Alfredo Vílchez




de “Don Juan Tenorio” , 
 de  José Zorrilla)  (CONT.)

ACTO IV- Escena III Don Juan, con doña Inés, en la quinta de don Juan, tras haberla raptado del convento. Al principio está también Brígida, la alcahueta.

¿A dónde vais, doña Inés?
Dejadme salir, don Juan.
¿Que os deje salir?
  Señor, sabiendo ya el accidente del fuego, estará impaciente por su hija el comendador.
¡El fuego! ¡Ah! No os dé cuidado por don Gonzalo, que ya dormir tranquilo le hará el mensaje que le he enviado.

¿Le habéis dicho...?
  Que os hallabais bajo mi amparo segura, y el aura del campo pura, libre, por fin, respirabais. ¡Cálmate, pues, vida mía! Reposa aquí; y un momento olvida de tu convento la triste cárcel sombría.
¡Ah! ¿No es verdad, ángel de amor, que en esta apartada orilla más pura la luna brilla y se respira mejor? Esta aura que vaga, llena de los sencillos olores de las campesinas flores que brota esa orilla amena; esa agua limpia y serena que atraviesa sin temor la barca del pescador que espera cantando el día, ¿no es cierto, paloma mía, que están respirando amor? Esa armonía que el viento recoge entre esos millares de floridos olivares, que agita con manso aliento; ese dulcísimo acento con que trina el ruiseñor de sus copas morador, llamando al cercano día, ¿no es verdad, gacela mía, que están respirando amor? Y estas palabras que están filtrando insensiblemente tu corazón, ya pendiente de los labios de don Juan, y cuyas ideas van inflamando en su interior un fuego germinador no encendido todavía, ¿no es verdad, estrella mía, que están respirando amor? Y esas dos líquidas perlas que se desprenden tranquilas de tus radiantes pupilas convidándome a beberlas, evaporarse, a no verlas, de sí mismas al calor; y ese encendido color que en tu semblante no había, ¿no es verdad, hermosa mía, que están respirando amor? ¡Oh! Sí. bellísima Inés, espejo y luz de mis ojos; escucharme sin enojos, como lo haces, amor es: mira aquí a tus plantas, pues, todo el altivo rigor de este corazón traidor que rendirse no creía, adorando vida mía, la esclavitud de tu amor.

D.ª INÉS. Callad, por Dios, ¡oh, don Juan!, que no podré resistir mucho tiempo sin morir, tan nunca sentido afán. ¡Ah! Callad, por compasión, que oyéndoos, me parece que mi cerebro enloquece, y se arde mi corazón. ¡Ah! Me habéis dado a beber un filtro infernal sin duda, que a rendiros os ayuda la virtud de la mujer. Tal vez poseéis, don Juan, un misterioso amuleto, que a vos me atrae en secreto como irresistible imán. Tal vez Satán puso en vos su vista fascinadora, su palabra seductora, y el amor que negó a Dios. ¿Y qué he de hacer, ¡ay de mí!, sino caer en vuestros brazos, si el corazón en pedazos me vais robando de aquí? No, don Juan, en poder mío resistirte no está ya: yo voy a ti, como va sorbido al mar ese río. Tu presencia me enajena, tus palabras me alucinan, y tus ojos me fascinan, y tu aliento me envenena. ¡Don Juan!, ¡don Juan!, yo lo imploro de tu hidalga compasión o arráncame el corazón, o ámame, porque te adoro.

¡Alma mía! Esa palabra cambia de modo mi ser, que alcanzo que puede hacer hasta que el Edén se me abra.


No es, doña Inés, Satanás quien pone este amor en mí: es Dios, que quiere por ti ganarme para él quizás No; el amor que hoy se atesora en mi corazón mortal, no es un amor terrenal como el que sentí hasta ahora; no es esa chispa fugaz que cualquier ráfaga apaga; es incendio que se traga cuanto ve, inmenso voraz. Desecha, pues, tu inquietud, bellísima doña Inés, porque me siento a tus pies capaz aún de la virtud. Sí; iré mi orgullo a postrar ante el buen comendador, y o habrá de darme tu amor, o me tendrá que matar,

¡Don Juan de mi corazón!
¡Silencio! ¿Habéis escuchado?
¿Qué?
  Sí, una barca ha atracado   (Mira por el balcón.) debajo de ese balcón, Un hombre embozado de ella salta... Brígida, al momento
pasad a ese otro aposento, y perdonad, Inés bella, si solo me importa estar.
¿Tardarás?
  Poco ha de ser.
A mi padre hemos de ver.
Sí, en cuanto empiece a clarear. Adiós.


ACTO IV- Escena IX Don Juan ha oído llegar una barca, y envía a Isabel y a la alcahueta a otra habitación porque supone que subirá don Gonzalo, Comendador y padre de Inés. Pero primero aparece don Luis dispuesto a matarlo por haber seducido a su prometida, Ana de Pantoja. Don Juan acepta el desafío, pero le dice que lo deje para luego, pues está subiendo el Comendador. Don Luis pasa también a otra habitación
¿Adónde está ese traidor?
Aquí está, comendador.
¿De rodillas?
  Y a tus pies.
Vil eres hasta en tus crímenes.
Anciano, la lengua ten, y escúchame un solo instante.
¿Qué puede en tu lengua haber que borre lo que tu mano escribió en este papel? ¡Ir a sorprender, ¡infame!, la cándida sencillez de quien no pudo el veneno de esas letras precaver! ¡Derramar en su alma virgen traidoramente la hiel en que rebosa la tuya, seca de virtud y fe! ¡Proponerse así enlodar de mis timbres la alta prez, como si fuera un harapo que desecha un mercader! ¿Ése es el valor, Tenorio, de que blasonas? ¿Ésa es la proverbial osadía que te da al vulgo a temer? ¿Con viejos y con doncellas la muestras...? Y ¿para qué? ¡Vive Dios!, para venir sus plantas así a lamer mostrándote a un tiempo ajeno de valor y de honradez.
¡Comendador!
  Miserable, tú has robado a mí hija Inés de su convento, y yo vengo por tu vida, o por mi bien.

Jamás delante de un hombre mi alta cerviz incliné, ni he suplicado jamás, ni a mi padre, ni a mi rey. Y pues conservo a tus plantas la postura en que me ves, considera, don Gonzalo, que razón debo tener.
Lo que tienes es pavor de mi justicia.
  ¡Pardiez! Óyeme, comendador, o tenerme no sabré, y seré quien siempre he sido, no queriéndolo ahora ser.
¡Vive Dios!
  Comendador, yo idolatro a doña Inés, persuadido de que el cielo nos la quiso conceder para enderezar mis pasos por el sendero del bien. No amé la hermosura en ella, ni sus gracias adoré; lo que adoro es la virtud, don Gonzalo, en doña Inés. Lo que justicias ni obispos no pudieron de mí hacer
con cárceles y sermones, lo pudo su candidez. Su amor me torna en otro hombre, regenerando mi ser, y ella puede hacer un ángel de quien un demonio fue. Escucha, pues, don Gonzalo, lo que te puede ofrecer el audaz don Juan Tenorio de rodillas a tus pies. Yo seré esclavo de tu hija, en tu casa viviré, tú gobernarás mi hacienda, diciéndome esto ha de ser. El tiempo que señalares, en reclusión estaré; cuantas pruebas exigieres de mi audacia o mi altivez, del modo que me ordenares con sumisión te daré: y cuando estime tu juicio que la puedo merecer, yo la daré un buen esposo y ella me dará el Edén.

Basta, don Juan; no sé cómo me he podido contener, oyendo tan, torpes pruebas de tu infame avilantez. Don Juan, tú eres un cobarde cuando en la ocasión te ves, y no hay bajeza a que no oses como te saque con bien.

D. JUAN. ¡Don Gonzalo!
D. GONZALO. Y me avergüenzo de mirarte así a mis pies, lo que apostabas por fuerza suplicando por merced.
D. JUAN. Todo así se satisface, don Gonzalo, de una vez.
D. GONZALO. ¡Nunca, nunca! ¿Tú su esposo? Primero la mataré. ¡Ea! Entrégamela al punto, o sin poderme valer, en esa postura vil el pecho te cruzaré.
D. JUAN. Míralo bien, don Gonzalo; que vas a hacerme perder con ella hasta la esperanza de mi salvación tal vez.
D. GONZALO. ¿Y qué tengo yo, don Juan, con tu salvación que ver?
D. JUAN. ¡Comendador, que me pierdes!
D. GONZALO. Mi hija.
D. JUAN. Considera bien que por cuantos medios pude te quise satisfacer;
p.7 Don Juan Tenorio-2  Mariano José de LarraSueño de Cuarentena nº 29
y que con armas al cinto tus denuestos toleré, proponiéndote la paz de rodillas a tus pies.
ACTO IV- Escena X Sale don Luis de la habitación y se burla con una carcajada al ver a don Juan de rodillas Muy bien, don Juan.
  ¡Vive Dios!
¿Quién es ese hombre?
  Un testigo de su miedo, y un amigo, Comendador, para vos.
¡Don Luis!
  Ya he visto bastante, don Juan, para conocer cuál uso puedes hacer de tu valor arrogante; y quien hiere por detrás y se humilla en la ocasión, es tan vil como el ladrón que roba y huye.
  ¿Esto más?
Y pues la ira soberana de Dios junta, como ves, al padre de doña Inés y al vengador de doña Ana, mira el fin que aquí te espera cuando a igual tiempo te alcanza, aquí dentro su venganza y la justicia allá fuera.
¡Oh! Ahora comprendo... ¿Sois vos el que...?
Soy don Luis Mejía, a quien a tiempo os envía por vuestra venganza Dios.
¡Basta, pues, de tal suplicio! Si con hacienda y honor ni os muestro ni doy valor a mi franco sacrificio y la leal solicitud con que ofrezco cuanto puedo tomáis, ¡vive Dios!, por miedo y os mofáis de mi virtud, os acepto el que me dais plazo breve y perentorio, para mostrarme el Tenorio de cuyo valor dudáis.
Sea; y cae a nuestros pies, digno al menos de esa fama que por tan bravo te aclama.


Y venza el infierno, pues. Ulloa, pues mi alma así vuelves a hundir en el vicio, cuando Dios me llame a juicio, tú responderás por mí.   (Le da un pistoletazo.)
¡Asesino!   (Cae.)
  Y tú, insensato, que me llamas vil ladrón, di en prueba de tu razón que cara a cara te mato.   (Riñen, y le da una estocada.)
¡Jesús!  (Cae.)
Tarde tu fe ciega acude al cielo, Mejía, y no fue por culpa mía; pero la justicia llega, y a fe que ha de ver quién soy.
(Dentro.) ¿Don Juan?
(Asomando al balcón.)  ¿Quién es?
  Por aquí; salvaos.

  ¿Hay paso?
    Sí; arrojaos.
  Allá voy. Llamé al cielo y no me oyó, y pues sus puertas me cierra, de mis pasos en la tierra responda el cielo, y no yo.

CONTINUARÁ DE NUEVO
(Se arroja por el balcón, y se le oye caer en el agua del río, al mismo tiempo que el ruido de los remos muestra la rapidez del barco en que parte; se oyen golpes en las puertas de la habitación, poco después entra la justicia, soldados, etc.)


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SUEÑOS DE CUARENTENA

sueño 28 (20 abril del 2020)



Veinte de abril. Trigésimo noveno día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, ciento noventa y cinco novecientos mil contagiados, y veinte mil quinientos muertos, dicen por la radio (y aún dicen que las cifras reales duplican el número de decesos, que llegarían a 35.000). ¡Como para no tener miedo!
En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.
Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.
En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.

    @ Alfredo Vílchez

de “Don Juan Tenorio”
 ,  de  José Zorrilla 

En los “Sueños” no quería dejar sin poner teatro clásico, pero veía demasiado extenso incluir las obras completas,  lo que no encajaba con la finalidad más ligera de estos apuntes literarios de cuarentena. Por eso incluiré sólo los trozos más conocidos e identificativos de esta obra, en tres documentos.


PARTE I- ACTO I - Escena I 

Don Juan, con antifaz, escribiendo. Junto a él, sus criados Butarelli y Ciutti. Fuera se oyen músicas y fiesta

¡Cuán gritan esos malditos! Pero, ¡mal rayo me parta si en concluyendo la carta no pagan caros sus gritos!  (Sigue escribiendo.) ......................... ¿Y a quién mil diablos escribe tan cuidadoso y prolijo?
A su padre.
  ¡Vaya un hijo!
Para el tiempo en que se vive, es un hombre extraordinario. Mas silencio.
(Cerrando la carta.)  Firmo y plego. ¿Ciutti?
 ¿Señor?
   Este pliego irá dentro del orario en que reza doña Inés a sus manos a parar.
¿Hay respuesta que aguardar?
De el diablo con guardapiés que la asiste, de su dueña, que mis intenciones sabe, recogerás una llave, una hora y una seña: y más ligero que el viento aquí otra vez.
  Bien está.  (se va)
Escena XII Don Juan, don Luis, el capitán Centellas, Avellaneda y caballeros curiosos y enmascarados
(A don Luis) Esa silla está comprada, hidalgo.
(A don Juan)  Lo mismo digo, hidalgo; para un amigo tengo yo esotra pagada.


Que ésta es mía haré notorio.
Y yo también que ésta es mía.
Luego, sois don Luis Mejía.
Seréis, pues, don Juan Tenorio.
Puede ser.
 Vos lo decís.
¿No os fiáis?
 No.
  Yo tampoco.
  Pues no hagamos más el coco.
Yo soy don Juan.  (Quitándose la máscara.)
  Yo don Luis. (Íd.)
¡Don Juan!
 ¡Don Luis!
  ¡Caballeros!
¡Oh, amigos! ¿Qué dicha es ésta?
Sabíamos vuestra apuesta, y hemos acudido a veros.
Don Juan y yo tal bondad en mucho os agradecemos.
El tiempo no malgastemos, don Luis. (A los otros.) Sillas arrimad. (A los que están lejos.) Caballeros, yo supongo que a ucedes también aquí les trae la apuesta, y por mí a antojo tal no me opongo.
Ni yo; que aunque nada más fue el empeño entre los dos, no ha de decirse ¡por Dios! que me avergonzó jamás.
Ni a mí, que el orbe es testigo de que hipócrita no soy, pues por doquiera que voy va el escándalo conmigo.
EL CAPITÁN CENTELLAS, AVELLANEDA, BUTTARELLI y algunos otros se van a ellos y les saludan, abrazan y dan la mano, y hacen otras semejantes muestras de cariño y amistad. DON JUAN Y DON LUIS las aceptan cortésmente.


¿Estamos listos?
  Estamos
Como quien somos cumplimos.
Veamos, pues, lo que hicimos.
Bebamos antes.
  Bebamos. (Lo hacen.)
La apuesta fue...
  Porque un día dije que en España entera no habría nadie que hiciera lo que hiciera Luis Mejía.
Y siendo contradictorio al vuestro mi parecer, yo os dije: Nadie hade hacer lo que hará don Juan Tenorio. ¿No es así?
  Sin duda alguna: y vinimos a apostar quién de ambos sabría obrar peor, con mejor fortuna,
(Se sientan todos alrededor de la mesa en que están DON LUIS MEJÍA y DON JUAN TENORIO.)
en el término de un año; juntándonos aquí hoy a probarlo
  Y aquí estoy.
Y yo.
  ¡Empeño bien extraño, por vida mía!
  Hablad, pues.
No, vos debéis empezar.

Como gustéis, igual es, que nunca me hago esperar. Pues, señor, yo desde aquí, buscando mayor espacio para mis hazañas, di sobre Italia, porque allí tiene el placer un palacio. De la guerra y del amor antigua y clásica tierra, y en ella el emperador, con ella y con Francia en guerra, díjeme: «¿Dónde mejor? Donde hay soldados hay juego, hay pendencias y amoríos.» Di, pues, sobre Italia luego, buscando a sangre y a fuego amores y desafíos.

En Roma, a mi apuesta fiel, fijé, entre hostil y amatorio, en mi puerta este cartel: «Aquí está don Juan Tenorio para quien quiera algo de él.» De aquellos días la historia a relataros renuncio: remítome a la memoria que dejé allí, y de mi gloria podéis juzgar por mi anuncio. Las romanas, caprichosas, las costumbres, licenciosas, yo, gallardo y calavera: ¿quién a cuento redujera mis empresas amorosas? Salí de Roma, por fin, como os podéis figurar: con un disfraz harto ruin, y a lomos de un mal rocín, pues me querían ahorcar. Fui al ejército de España; mas todos paisanos míos, soldados y en tierra extraña, dejé pronto su compaña tras cinco o seis desafíos. Nápoles, rico vergel de amor, de placer emporio, vio en mi segundo cartel: «Aquí está don Juan Tenorio, y no hay hombre para él . Desde la princesa altiva a la que pesca en ruin barca, no hay hembra a quien no suscriba; y a cualquier empresa abarca, si en oro o valor estriba. Búsquenle los reñidores; cérquenle los jugadores; quien se precie que le ataje, a ver si hay quien le aventaje en juego, en lid o en amores.» Esto escribí; y en medio año que mi presencia gozó Nápoles, no hay lance extraño, no hay escándalo ni engaño en que no me hallara yo. Por donde quiera que fui, la razón atropellé, la virtud escarnecí, a la justicia burlé, y a las mujeres vendí. Yo a las cabañas bajé, yo a los palacios subí, yo los claustros escalé, y en todas partes dejé memoria amarga de mí. Ni reconocí sagrado, ni hubo ocasión ni lugar por mi audacia respetado; ni en distinguir me he parado al clérigo del seglar. A quien quise provoqué, con quien quiso me batí, y nunca consideré que pudo matarme a mí aquel a quien yo maté. A esto don Juan se arrojó, y escrito en este papel está cuanto consiguió: y lo que él aquí escribió, mantenido está por él.
Leed, pues.
  No; oigamos antes vuestros bizarros extremos, y si traéis terminantes vuestras notas comprobantes, lo escrito cotejaremos.
Decís bien; cosa es que está, don Juan, muy puesta en razón; aunque, a mi ver, poco irá de una a otra relación.
Empezad, pues.
  Allá va. Buscando yo, como vos, a mi aliento empresas grandes, dije: « ¿Dó iré, ¡vive Dios!, de amor y lides en pos, que vaya mejor que a Flandes? Allí, puesto que empeñadas guerras hay, a mis deseos habrá al par centuplicadas ocasiones extremadas de riñas y galanteos.» Y en Flandes conmigo di, mas con tan negra fortuna, que al mes de encontrarme allí todo mi caudal perdí, dobla a dobla, una por una. En tan total carestía mirándome de dineros, de mí todo el mundo huía; mas yo busqué compañía y me uní a unos bandoleros. Lo hicimos bien, ¡voto a tal!, y fuimos tan adelante, con suerte tan colosal, que entramos a saco en Gante el palacio episcopal. ¡Qué noche! Por el decoro de la Pascua, el buen Obispo bajó a presidir el coro, y aún de alegría me crispo al recordar su tesoro. Todo cayó en poder nuestro: mas mi capitán, avaro, puso mi parte en secuestro: reñimos, fui yo más diestro, y le crucé sin reparo. Juróme al punto la gente capitán, por más valiente: juréles yo amistad franca: pero a la noche siguiente huí, y les dejé sin blanca. Yo me acordé del refrán de que quien roba al ladrón ha cien años de perdón, y me arrojé a tal desmán mirando a mi salvación. Pasé a Alemania opulento: mas un provincial jerónimo, hombre de mucho talento, me conoció, y al momento me delató en un anónimo, Compré a fuerza de dinero la libertad y el papel; y topando en un sendero al fraile, le envié certero una bala envuelta en él. Salté a Francia. ¡Buen país!, y como en Nápoles vos, puse un cartel en París diciendo: «Aquí hay un don Luis que vale lo menos dos. Parará aquí algunos meses, Y no trae más intereses ni se aviene a más empresas, que a adorar a las francesas y a reñir con los franceses.» Esto escribí; y en medio año que mí presencia gozó París, no hubo lance extraño, ni hubo escándalo ni daño donde no me hallara yo. Mas, como don Juan, mi historia también a alargar renuncio; que basta para mi gloria la magnífica memoria que allí dejé con mi anuncio. Y cual vos, por donde fui la razón atropellé, la virtud escarnecí, a la justicia burlé, y a las mujeres vendí. Mi hacienda llevo perdida tres veces: mas se me antoja reponerla, y me convida mi boda comprometida con doña Ana de Pantoja. Mujer muy rica me dan, y mañana hay que cumplir los tratos que hechos están; lo que os advierto, don Juan, por si queréis asistir. A esto don Luis se arrojó, y escrito en este papel está lo que consiguió: y lo que él aquí escribió, mantenido está por él.

La historia es tan semejante que está en el fiel la balanza, mas vamos a lo importante, que es el guarismo a que alcanza el papel: conque adelante.
Razón tenéis, en verdad. Aquí está el mío: mirad, por una línea apartados
DON JUAN
DON LUIS

traigo los nombres sentados, para mayor claridad.
Del mismo modo arregladas mis cuentas traigo en el mío: en dos líneas separadas, los muertos en desafío, y las mujeres burladas. Contad.
  Contad.
Veinte y tres.
Son los muertos. A ver vos. ¡Por la cruz de San Andrés! Aquí sumo treinta y dos.
Son los muertos.
  Matar es.
Nueve os llevo.
  Me vencéis. Pasemos a las conquistas.
Sumo aquí cincuenta y seis.
Y yo sumo en vuestras listas setenta y dos.
  Pues perdéis.

¡Es increíble, don Juan!
Si lo dudáis, apuntados los testigos ahí están, que si fueren preguntados os lo testificarán.
¡Oh! Y vuestra lista es cabal.
Desde una princesa real a la hija de un pescador, ¡oh!, ha recorrido mi amor toda la escala social. ¿Tenéis algo que tachar?
Sólo una os falta en justicia.
¿Me la podéis señalar?
Sí, por cierto: una novicia que esté para profesar.
¡Bah! Pues yo os complaceré doblemente, porque os digo que a la novicia uniré la dama de algún amigo que para casarse esté.
D. LUIS. ¡Pardiez, que sois atrevido!
D. JUAN. Yo os lo apuesto si queréis.

Digo que acepto el partido. Para darlo por perdido, ¿queréis veinte días?
  Seis.
¡Por Dios, que sois hombre extraño! ¿cuántos días empleáis en cada mujer que amáis?
Partid los días del año entre las que ahí encontráis. Uno para enamorarlas, otro para conseguirlas, otro para abandonarlas, dos para sustituirlas y una hora para olvidarlas. Pero, la verdad a hablaros, pedir más no se me antoja, porque, pues vais a casaros, mañana pienso quitaros a doña Ana de Pantoja.
Don Juan, ¿qué es lo que decís?
Don Luis, lo que oído habéis.
Ved, don Juan, lo que emprendéis.
Lo que he de lograr, don Luis.

¿Estáis en lo dicho?
  Sí.
Pues va la vida.
  Pues va.
… CONTINUARÁ EN EL PRÓXIMO “SUEÑO”



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SUEÑOS DE CUARENTENA

sueño 27 (18 abril del 2020)



Dieciocho de abril. Trigésimo séptimo día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, ciento ochenta y ocho mil contagiados, y diecinueve mil quinientos muertos, dicen por la radio (y aún dicen que las cifras reales duplican el número de decesos, que llegarían a 35.000). ¡Como para no tener miedo!
En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.
Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.
En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.
     Alfredo Vílchez


(Tradiciones y Leyendas de Granada - 4) 
La cueva de la encantada (Antonio J. Afán de Ribera)

Entre las tortuosas veredas que dan acceso al paraje conocido por Montes-Claros, parroquia del Salvador, y que constituye toda la falda del cerro de San Miguel, hasta el camino del Sacro-Monte, a la izquierda, subiendo, parte integrante del famoso valle de Valparaíso, mansión de la salud y de la alegría, de claras y saludables fuentes y frondosas alamedas, en una de sus cañadas o barranco, hoy conocido por el de Puente Quebrado, afirman los ancianos del contorno que a mediados del siglo anterior existía en el repecho más áspero de subir, y del lado del Saliente, una cueva ruinosa y abandonada, cuyo pórtico coronaba un peñón casi desprendido del terreno, perpetua amenaza para los que por aquellos sitios se aproximasen. No era necesario este aviso, pues desde que en una noche de espantosa tormenta tuvo lugar el hundimiento de parte de la techumbre, los que en ella moraban, que era un matrimonio que se ocupaba en mendigar en la ciudad, huyeron precipitadamente, afirmando que era imposible habitar en ella, pues ruidos extraños se escuchaban, y tenebrosas visiones aparecían de vez en cuando. A la sencillez y rusticidad de los vecinos, bastó y sobró esta explicación para dar el paraje como maldito, y aunque intervinieron el Santo Tribunal y la justicia ordinaria, nada averiguaron, ni notaron otras cosas extrañas que algunas hendiduras en las paredes, producto, sin duda, de los sacudimientos subterráneos. Pero cuando las rondas y alguaciles se retiraban, y en las altas horas de la noche el silencio y la oscuridad reinaban en aquellos parajes, entonces insistían aún los que desde lejos los contemplaban, que ocurrían en la cueva escenas bien extrañas. Y vuelta a subir los ministriles, armados hasta los dientes y provistos de linternas sordas, y a jadear los escribanos del crimen llevando a sus pasantes provistos de sendos tinteros para dar fe de la supuesta brujería , y los sacristanes a rociarla con agua bendita, y todos a perder el tiempo, pues nada se llegaba a descubrir, ni pudo prenderse en ella ser humano ni irracional. No obstante, se notaba la desaparición de varios mancebos de la ribera, y la de otros jóvenes que a deshora recorrían el camino, y se achacaba esta pérdida, más que a deseo propio de cambiar de patria para buscar fortuna en otros países, a producto de los maleficios de los supuestos habitantes del temido antro. ¿Sería esto verídico? Narremos lo que fantásticamente se contaba como sucedido.

Antes de que el lucero de la mañana apareciese en el horizonte, y con el intervalo de una semana a otra, la cueva se iluminaba con una claridad suavísima, principiando en la hendidura que señalaba el fondo de la pared extrema y confundiéndose con la luz crepuscular. Del referido muro, que sin violencia ni convulsión se entreabría, se destacaba hasta colocarse en el dintel una mujer hermosa como un ángel, vestida con un magnífico traje oriental cubierto de rica pedrería. Apenas llegaba al sitio, dos esclavos le traían un sillón de marfil, retirándose en el acto. Entonces ella se quitaba el blanco velo que cubría su cabeza, tomaba asiento, y con un primoroso peine de concha empezaba a arreglarse el cabello, que soltaba sobre los hombros. Porque la particularidad de la arrogante maga era poseer una cabellera tan larga y poblada como no es posible concebir otra.

Cada vez que con sus nacarados dedos introducía el afilado peine en sus espesos bucles, éstos se prolongaban extraordinariamente; y cuando el viento los llevaba a su impulso, las hebras doradas formaban una nube diáfana, que, flotando en el espacio y pasando por cima de la arboleda de los cármenes, iban a mojar sus puntas en las aguas del Dauro, retirándose en seguida con una gota nacarada en cada una de ellas, plegándose al rededor del cuerpo de la bellísima mujer. Y aquí entra Jo maravilloso. A los pocos minutos, cada gota de rocío se trasformaba en una piedra preciosa de todas las clases conocida. Su cabellera era un continuo tesoro. Brillantes, esmeraldas, perlas, zafiros, brotaban al contacto de la seductora cabeza, y el pavimento resplandecía con un brillo inusitado. Entonces salían unas jóvenes servidoras vestidas como su dueña, y en bandejas de oro echaban a puñados aquella riqueza, bastante por sí sola para conquistar un reino. Pero algunas veces, las puntas de los hechizados cabellos atraían un objeto bien diferente. Imanes de especie desconocida, arrastraban ¡caso admirable! hombres, pero en la flor de su juventud, enredados entre los espesos hilos de aquel laberinto dorado. Ninguno de ellos salía del éxtasis en que estaba sumido; y al detenerse delante de la cueva, ella los miraba un instante haciendo un gesto de supremo desdén. En seguida aparecían dos robustos negros, agarraban en sus fornidos brazos al mancebo, y perdiéndose con él por la hendidura, nunca más volvía a la superficie. Y así pasaban los años. La magia no conseguía su objeto. El encanto estaba por romperse; tesoros y jóvenes se perdían en aquellos ámbitos. Porque afirmaban los conocedores de este misterio que era una princesa africana la moradora del extraño lugar, que el genio protector de un desdeñado amante la condenara a tan intempestivo tocado, robándola de su patria para sufrir tan terrible castigo. Esto de que las mujeres sean más o menos princesas, tengan tan duro el corazón, es negocio para examinarse con cuidado, y que produce consecuencias lamentables. Sin duda la consigna para cesar en el castigo debió de ser que aquella helada roca sintiera el fuego que producen los primeros amores, cuanto que a los mohines de desprecio dirigidos a los mozos que caían en la redes, continuaba a su debido tiempo la ruda faena del alisamiento de la cabellera. Mas esto ocurría porque para ninguno de ellos estaba reservado el trance de dar cima a la aventura.

Don César de Orozco era un opulento mayorazgo con casa solariega en la placeta de Porras, que ostentaba en el lado izquierdo de su justillo la roja cruz de Santiago, que tenía los servidores por docenas, y los mejores caballos que se criaban en las campiñas cordobesas. Su galantería era proverbial, aunque a ninguna dama hubiese dado palabra de casamiento. Hombre serio, de arrogante figura, y ágil en los ejercicios corporales, era, si no querido algunas veces, respetado siempre por sus valiosas prendas de carácter. Dado a los lances más aventurados, llegó a sus oídos la narración fantástica que le hizo uno de sus lacayos, y quiso averiguar la certeza de los hechos. Desde entonces, todas las noches al sonar la una de la madrugada abandonaba su habitación, y provisto de espada de excelente hoja, y colgado al cinto un seguro pistolete, enderezaba sus pasos por las cuesta para apostarse en las sinuosidades del barranco. Tarea inútil: sólo las patrullas encontraba, a las que su preclaro nombre imponía respeto, lamentando el antojo que ya calificaban de locura. Y pasaron algunos meses, pero don César, firme en su capricho, no cesaba en su ronda, como tampoco callaban los desocupados, discutiendo las maravillas que ocurrían.

Pero una noche fría de enero de la época citada, en que por miedo a la escarcha nadie se atrevía a dejar su lecho, y en que una luna clara presentaba los objetos como alumbrados por el sol, don César, en vez de hundirse en la quebrada, se ocultó en la sombra que formaban las tapias de una heredad vecina, dispuesto a esperar el amanecer. Y para el hidalgo estaría reservado el espectáculo. Tras de dos horas de acecho, un estremecimiento inexplicable le conmovió. Acababa de presentarse en la boca de la cueva la hechizada princesa, radiante de majestad y de hermosura. Empezó la operación de siempre: el peine se introdujo en sus cabellos; pero esta vez, la única hasta entonces, permanecieron sin alargarse ni flotar a merced de las auras. La joven dirigió una mirada de asombro a su alrededor. Rápido como el pensamiento, don César franqueó el espacio que lo separaba, y cayó de rodillas ante aquélla. No se movió de su asiento, ni hizo el gesto de desprecio que tenía por costumbre. El rostro agradable del hidalgo y su negro y retorcido bigote no le parecerían humo de pajas, cuando no retiró las manos que éste le cubría de besos. Tampoco salieron los etíopes, ni nada interrumpió el coloquio que entablaron. Sólo el frío se dejaba sentir; pero esto poca mella puede hacer en pechos en que germina el amor con su ardorosa llama. Por último, al asomar la aurora, la princesa exclamó : —Sois el único para quien mi alma ha encontrado simpatía; tal vez cese a su influjo el poder que me aprisiona. ¿Estáis dispuesto á seguirme? —A todas partes. Por vos arrostraré cuantos peligros se presentaren. Mandad; sois la vida de mi vida. La bella se levantó envolviéndose en su velo, y entró en la cueva. Allí la siguió denodadamente el de Osorio, cuando un ruido subterráneo se dejó oír. El peñón que amenazaba desde lo alto, se hundió con estrépito y con sus escombros tapó la entrada, dejando sólo un pequeño agujero. Juzguen nuestros lectores la perturbación que produciría en Granada la desaparición de don César. La justicia hizo toda clase de averiguaciones, pero en balde; los trabajadores agrandaron a fuerza de pico la entrada que ocultó el desprendido peñasco, y ni un leve indicio pudieron hallar dentro. Así como se ha sabido lo pasado en la célebre noche, se ignoró siempre la suerte del atrevido mayorazgo. Un primo suyo tomó posesión de sus bienes, y se daba por muy satisfecho con dedicar una parte de sus pingües rentas al pago de un novenario anual de misas en la iglesia de San José. Un día tuvo un breve rato de amargura. Procedentes de Fez, recibió unos ricos presentes que le mandaba un príncipe árabe, que se titulaba muy su amigo, y que se interesaba por su salud. Hubo sospechas de la embajada; se volvió a recordar la desaparición de don César; pero el olvido, arrojando su manto, dió por terminado el suceso. Para el vulgo, la caída del peñón prestó mayor prestigio a sus murmuraciones. La Cueva de la Encantada fué el nombre con que designaron el sitio, hasta que las lluvias, ablandando el cerro, concluyeron por borrar la entrada. Algunas veces, al regresar de las avellaneras que con sus salas bajas forman una especie de Oasis en los calurosos días de agosto, cuando las sombras se extienden por el firmamento, prestando vagos reflejos a los lugares que se recorren, al pasar por el sitio donde existió la Cueva de los Hechizos, trasportada la mente a imaginarias regiones, se cree ver flotar en el espacio así como una nube de delgados hilos que el céfiro esparce. Sin son productos del agitado cerebro, o consecuencias de la merienda sazonada con el vinillo apagado de Jesús del Valle, eso puede juzgarlo el que ande por estos lugares.

Gran ruido de pisadas y de armas despertó al vecindario granadino, morador de la calle de San Juan de los Reyes, en la noche del 2 de Noviembre del año 1809. Y era con razón el alboroto, pues nada menos que media compañía de granaderos del ejército francés de ocupación, y una docena de satélites de la dependencia llamada prefectura de policía, para ser más odiosa aun por su nombre gabacho a los leales españoles, subían la cuesta para rodear y registrar una casa con honores de cuartel por lo grande: y en la que según testimonio ofrecido por el andadero de las monjas de Santa Inés, se escuchaban días hace ruido de arrastrar cadenas y ejercicios de sombras chinescas por los corredores. El tal edificio llevaba bastante tiempo de estar deshabitado a causa de haber muerto en sus viviendas tres hermanas, venidas con sus padres de Sevilla a mudar de aires, de resultas de una incurable tisis; enfermedad que por aquel entonces metía doble espanto que en la época presente. El ser tres las hembras que fueron al cementerio, dio al local un tinte poco apetitoso, y aunque se picaron y enlucieron sus paredes y se orearon todos los cuartos, no hubo quien con éste se atreviese, y el dueño se daba a Barrabás, cuando las voces nuevas que se propalaron dieron por colmada su desdicha. Hizóse el registro a que aludimos, sin encontrar otra cosa en el desván, que un gatazo negro con ojos verdes como esmeraldas, que al sentir la bulla dio un prodigioso salto, arañando las narices al jefe francés, que en revancha dio de pescozones al monjero, autor del tumulto y único responsable del fracaso gatuno. El hombre invocaba a todos los santos en su apoyo, pero como no se descubría rastro y  su opinión de que el minino era el alma condenada que allí vivía no gozaba de crédito entre los extranjeros, hubo de contentarse con su repelamiento; el capitán con sus rasguños; y todos con haber echado el rato a perros, con tan inútil e inesperado desenlace. Sin embargo, no faltaban comadres que los calificaban de torpes, pues que las visiones eran exactas, los crujidos ciertos; y tal vez por haber escogido el día menos oportuno para esos coloquios, fuera la causa de no lograr la captura de aquellas gentes del otro mundo. ¿Tendrían razón los vecinos en sus afirmaciones? Para descubrir algo es preciso hacer un pequeño paréntesis y dar un salto hacia un ventorrillo con honores de taberna, situado en la Cuesta de San Diego.

En una cueva, cuyas ruinas aun existen en la senda abierta para el camino de Levante, que ostentaba un soportal cubierto con teja y ramaje, y cuatro pedazos de chopo a guisa de columnas sosteniéndolo, se encontraban, a pesar de lo avanzado de la hora, siete hombres de mala catadura y desaliñado traje, sentados en torno de una pequeña mesa llena de vasijas con aguardiente. El de más edad, llamado el Tuerto a causa de este defecto físico, usó de la palabra y dijo: — La persecución que se nos hace, compañeros, es muy grande, y más si toma parte en ella la autoridad francesa. Es menester redoblar las precauciones para que salgamos adelante en la batalla, y gracias mil al Galgo, nuestro diestro espía, que nos avisara la encerrona. — Pero padrino —le respondió el más imberbe del corro, que a pesar de sus pocos años prometía alcanzar altos destinos— la culpa la tiene el bobo de Sirve monjas, que se asusta de lo que a su hija le contenta. Ella es mi novia ahora y mi mujer será luego, y no ha de lograr el padre encerrarla entre cuatro paredes para que cante latines, pudiendo entonar seguidillas.

— Esas aficiones son las que te pierden, Pocospelos —le replicó otro del grupo— y si fuera a ti sólo, muy santo y bueno; pero con esos escándalos se va alarmando la justicia, y el mejor día nos pillan y acabó nuestro honrado oficio. — En cuanto a la honradez de nuestras faenas —añadió el mozalbete– habría mucho que decir, tío Felipe; pero si es verdad el adagio de que quien roba a un ladrón tiene perdonados cien años de picardías, a eso vamos; y no hay que apurarse mientras el agua de vida no falte, y tenga yo esta medicina para los que así bautizan el mejor producto de las uvas.— Y enseñó una descomunal navaja de siete muelles,y se bebió un vaso del nombrado liquido. Todos siguieron este ejemplo, y concluido el remojón, el Tuerto impuso orden con una señal. — Vamos al grano, muchachos —repuso— Es lo más interesante que nuestra oficina siga ganando cada vez peor fama. Así podremos seguir a gusto, no dando el más pequeño motivo, cuando de registros de autoridad se trate. A los curiosos y despreocupados, a esos, zurra constante y veamos venir las cartas, y ojo a las cadenas y a los espantajos. — Descuide usted —aseguró Malos-pelos—, yo me encargo de ser el tramoyista y de dar una función, que ni la de la nueva casa de Comedias. Bajo esta promesa se separaron, no sin examinar antes si estaba franco el camino; la encubridora que allí vivía atrancó la puerta, cobrando el gasto espléndidamente satisfecho, y los presuntos industriales, con el paso más o menos ligero según lo permitían los vapores del alcohol, se fueron hundiendo en las sombras que envolvían con tenebroso manto a la ciudad.

La noticia de la excursión y su mal resultado así como las hazañas gatunas, fueron al otro día el tema obligado de todas las conversaciones; y hasta se hizo asunto patriótico el suceso, y no faltó quien calificara de buen español al animalillo. Pero pasadas algunas noches se enfriaron los ánimos, pues no ocurría cosa que de contar fuera, y los vigilantes colocados tampoco nada vieron, por más que no cerrasen los ojos; así es que cesó la ronda, y hasta el monjero se acostó en ropas menores, creyendo haber recobrado su perdida tranquilidad. Sin duda, eso aguardarían los espíritus, pues cuando menos se pensaba, un espantoso ruido de mover hierros sonó a la madrugada en el edificio, y al asomarse desalentados los vecinos a sus balcones, pudieron contemplar que un descomunal gigante, fantasma o demonio si acaso, de la escuadra de gastadores de Lucifer, según su talla, subía majestuosamente la calle vestido de negras bayetas, y con una luz verdosa en la altísima caperuza que lo cubría. Lo más chocante era que el fantasma no se fiaría mucho de su magia, y además era mal conformado, pues llevaba, en las manos que le salían del vientre, un nudoso tronco terminado en un afilado chuzo, incensario de nueva especie, capaz de conjurar al ente más despreocupado. El fantasma se entró bonitamente en la casa, cuya puerta se abrió sin ruido, volvieron a resonar las cadenas y los alaridos como en señal de bienvenida, y, cuando transcurrido un largo rato, llegó la ronda, la luz del nuevo día nada pudo enseñarles en aquella mansión de la soledad y del misterio. Con la nueva ocurrencia, quedó aún más acreditada la morada en su infernal reputación, la que llegó a su colmo con la pérdida de la hija del monjero, en la misma semana, afirmando su padre le había sido arrebatada por una sombra salida del edificio, que introduciéndose sin saber cómo, le había puesto encima los dos colchones de su lecho, sin reparar si su naturaleza podría soportar aquella carga. Y a esto, replicaba el vecindario que era una demostración palpable de que hasta el diablo gustaba de casarse; y sobre todo, de tener el paladar delicado, pues la muchacha era bocado apetitoso, si bien más alegre que lo que convenía a una aspirante á vestir los hábitos religiosos.
En el ejército francés de ocupación, venía un subteniente, natural de la Gascuña, que de recluta conquistó su grado en las victoriosas campañas del Norte. Era de complexión robusta, alto de cuerpo, colorado, con enormesmostachos, y rayaba en los treinta y cinco años. Gran bebedor, el vinillo de la costa le extasiaba, y siempre que se hallaba franco de servicio, tenía su paradero en la hostería, de que era dueño un compatriota, en la plaza Nueva, donde con otros de su clase alternaba en juramentos y exageraciones, como cumplía a la reputación de su país natal. Allí se enteró de las voces que corrían sobre la casa de la calle de San Juan de los Reyes, y queriendo dar una muestra de su arrojo, forjó el plan de acabar con los demonios que la ocupaban, y conquistar este imposible que se escapaba de las manos de las mejores policías. Daudenot, que así se llamaba el militar, hizo sus tratos con el dueño, recogió las llaves, y se mudó al piso principal con su asistente. Antes de ponerse el sol practicó un escrupuloso registro en todos los rincones y paredes, fijándose principalmente en el desván, donde el gato romano cometió sus fechorías. No le gustaban mucho las revueltas, mechinales y pasadizos oscuros de que estaba lleno el edificio, y menos un húmedo sótano o subterráneo, mitad lleno de cascajo y con el techo filtrando agua, según se descubría a los rayos de un candil que ostentaba el acompañante. Pero como no sonaba ahueco en ninguno de sus ángulos, ni con la punta del sable halló resquicio de piedra movediza, se convenció nuevamente de que todo eran romances del vulgo, y corriendo los cerrojos a su dormitorio y con el asistente al lado, se dispuso a cenar. Y en esta ocupación transcurrieron varias noches, sin más novedad que un sordo ruido que parecía venir del piso bajo, que ambos militares achacaban al agua de la acequia, fundándose principalmente en que lo restante del local estaba tranquilo, y los espantajos que tanto pavor causaban se habían marchado con la música a otra parte. El subteniente estaba gozoso de su aventura, el vino de la taberna cercana era de un sabor riquísimo y le hacía dormir como un cachorro, y tampoco debía irles mal a los espíritus foletos que allí habitaban, cuando se contentaban con hacer el mencionado ruido y algún que otro martilleo, apagado instantáneamente como si un imprevisto descuido lo ocasionase. Sin duda que aquellos demonios serían del gremio de cerrajeros, o cosa parecida , y de la cohorte que el señor Luzbel alecciona en su reino para tener remendadas y en buen uso sus calderas. En resumen, todos vivían contentos, cuando al asistente se le ocurrió en una de las ocasiones en que iba por el líquido a la taberna, ponerse a encomiar las cualidades de su amo, para cuyo valor no había contraste, y cuyas hazañas eclipsaban las del Gran Capitán. No era la menos la realizada en la habitación consabida, demostrando que lo que no vencieron todos los españoles lo lograba un francés, por supuesto con su ayuda de cámara, devolviendo el perdido sosiego a las autoridades y a la parroquia. No sentaron muy bien estas bravatas en el concurso, y mucho menos a un mozo terne, que se parecía a nuestro conocido Pocospelos como un doblón a otro doblón, quien al escuchar al futre guiñó el ojo a otros camaradas, hizo una cruz en la pared con asentimiento de aquéllos, como recuerdo de alguna no santa promesa, y salió derribando intencional mente el jarro que llevaba el asistente. Este quiso valerse de sus fueros , pero pagó los vidrios rotos el de la taberna, en evitación de desazones y seguro de que ya los cobraría con gabelas. Aquella noche, fuera porque cargasen un poco la mano de moscatel ó por otra causa, amo y criado pasaron la velada menos tranquila, despertados por ruidos extraños en las paredes, y lo que es más chocante, por una especie de lluvia que los refrescó de lo lindo, y que parecía caer desde el cielo. El militar abrió las ventanas, contemplando las estrellas, que brillaban con todo su esplendor, sin señales algunas de tormentas, ni de haber caído más agua que la de su intemperante baño, y con votos y porvidas esperó el amanecer para otro minucioso examen, sin resultado, como los anteriores. Ya no estuvo tan hablador cual de costumbre en la hostería, aumentándose el disgusto con la noticia que le trajo el asistente de que al volver un ángulo del segundo corredor una mano invisible, pero robusta, le había dado en la espalda un terrible puñetazo. Entró en cuentas Daudenot, creyendo que ya se jugaba de veras; y por lo que pudiera ocurrir, determinó que en su presencia cargase el soldado dos excelentes fusiles, que armados de bayoneta, dejó junto de su cama, cerrando la puerta del cuarto con un candado a su satisfacción, y yéndose a participar sus proyectos a sus jefes. No bien quedó solitario el edificio, cuando en el techo de tablas del dormitorio se abrió un disimulado agujero; y descolgándose por una cuerda Pocospelos, levantó la cazoleta de los fusiles, quitó el cebo y atascó el oído de los cañones. Puso en seguida las armas como estaban, y se volvió a eclipsar por su aéreo camino. Llegó la noche, ambos franceses cenaron, bebiendo con sobriedad, y sin desnudarse y con los fusiles en la mano y un farol bien encendido, se echaron en los lechos. Sonaron las dos y ya el sueño se iba apoderando de los centinelas, cuando estrepitosos golpes dados en la puerta les hizo ponerse de pie. Muestras de valor había dado el subteniente en reñidas batallas, pero el avenírselas con seres sobrenaturales le hizo aflojar un poco las piernas, pero, reponiéndose al instante, ordenó al muchacho que abriese. Este lo verificó temblando, y asomándose al dintel, vieron en el corredor una fantasma, de descomunal altura, con una luz opaca sobre la cabeza, y arrastrando enormes cadenas. El instinto de conservación les hizo encararse los fusiles y disparar. Inútilmente, el tiro no salió. El espantajo se acercaba riendo a carcajadas. Con las bayonetas trataron de defenderse, pero en seguida se abrió el techo, y unos hombres que no tenían de demonios sino el rostro teñido de negro, los acometieron por detrás, los ataron, los amordazaron, y sin más perjuicio, los tendieron en sus camas. El más revoltoso de los diablillos, con trazas de pertenecer al sexo bello infernal, se acercó entonces armado de afiladas tijeras al subteniente, y , ¡oh profanación inverosímil! cortó en tres o cuatro pedazos el largo bigote del militar, que cifraba en él todo su orgullo. Cuentan las crónicas que se desmayó al sentir este ultraje, más de cólera que de susto. Al otro día el ordenanza del coronel fue a la casa por orden de éste, a preguntar la razón de no haberse presentado. Halló la puerta de la calle entornada, y subiendo a la habitación, los encontró casi ahogados del berrinche. Principió por desatarlos; al asistente hubo que trasladarlo al hospital de Santa Ana, y Daudenont pasó a la capitanía general a enterar a Sebastiani de lo ocurrido. Desde luego, calcularon que eran vivos y muy vivos los autores de tantos desafueros. Hubo concilios, y de ellos resultó obedecer los consejos de un experto alguacil indultado de presidio, adonde lo llevó su mala suerte, según afirmaba, o un robo nocturno cometido con circunstancias agravantes, según la causa traspapelada, en virtud de prescripciones superiores. Que supo desempeñar su cometido, lo prueba que a las diez noches de la tonsura de bigotes, se descubrió que los golpes que sonaban eran producto de la fabricación de moneda falsa, y los creídos diablos, gente non sancta, muy camaradas del corchete en su antiguo establecimiento. Pero como no hay nada completo en el mundo, los criminales se escaparon a pesar de las precauciones adoptadas, porque al hacer el registro del subterráneo, sintiéndose perdidos, soltaron la esclusa del molino del lado, inundándolo y huyendo por el cauce de la acequia hasta ocultarse en los cármenes del Darro. Y no paró en esto; el ministril, con toda su inteligencia, no pudo evitar una puñalada que le recetó el Tuerto en la cuesta del Granadillo, donde lo esperó a que saliese de cierta visita hecha a una comadre, su protegida. En cuanto al subteniente, se ignora la fecha en que cesó el rapamiento, pues a los pocos días de las ocurrencias, lo mandaron al ejército de Extremadura. Aunque por el relato que antecede se descubrieran las legitimas causas de los misteriosos sucesos ocurridos en el sitio que se describe, y que eran el contraste material de todas la supersticiones inventadas por el público, no ha podido el transcurso de tantos años quitar su denominación al edificio, ni su aspecto sombrío y fantástico las reparaciones y mudanzas en él verificadas. Ya unas veces fábrica de almidón, otras albergue de vecinos, ya depósito de materiales, o ya últimamente horno de pan cocer, es y será conocida siempre por el nombre de la Casa del Miedo.

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SUEÑOS DE CUARENTENA

sueño 26 (17 abril del 2020)




Diecisiete de abril. Trigésimo sexto día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, ciento ochenta y dos mil 800 contagiados, y diecinueve mil doscientos muertos, dicen por la radio (y aún dicen que las cifras reales duplican el número de decesos, que llegarían a 35.000). ¡Como para no tener miedo!
En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.
Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.
En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.
     Alfredo Vílchez


(Tradiciones y Leyendas de Granada - 3) 
La casa de la columna (Antonio J. Afán de Ribera)

Dos meses después de pronunciadas por el triste Boabdil, ante los Monarcas Católicos, aquellas célebres palabras de «tuyos somos, Rey invencible; esta ciudad y reino te entregamos; confiado usarás con nosotros de clemencia y de templanza», que le sirvieron de despedida para marchar a sus nuevos estados de la Alpujarra, uno de sus xeques más valerosos, que aunque joven había vertido repetidas veces su sangre en defensa del vacilante trono, y que pertenecía a la tribu belicosa de los Gomeres, llamado Andalá, no satisfecho del trato del vencedor, se dispuso a partir al África. Honda pena producía esta resolución en el noble musulmán; dejaba dentro de la última línea de murallas de la Alcazaba una inocente y bellísima mora, que era el ídolo de su amor, y cuya imagen no podía olvidar. Pero el padre de aquélla, más avaro que buen creyente, no cambiaba su cómodo palacio y sus fértiles tierras por la ignorada suerte que le pudiera caber en los arenales africanos. Hasta trataba de convertirse á la religión de los opresores, y una formal negativa fue lo que oyó Andalá con estas palabras del anciano. — En Granada he nacido y en ella moriré, y mi hija no se separará de mi lado. Tal lo quiere el destino. El joven Gomer salió de la casa con la frente inclinada; y dirigiendo una mirada de inmensa ternura a Leila, que le contemplaba desde un elevado ajimez, señalándole el cielo, vertió una lágrima de fuego, y hundiendo los acicates al berberisco alazán cruzó a escape la puerta de Bib-al-bonut.

¡Que hermosa es la primavera en Granada! La atmósfera se perfuma con el aroma de los miles de flores que brotan de su suelo bendecido; un sol esplendente ilumina sus días; estrellas de purísimo fulgor alumbran sus noches; el alma se eleva a glorificar la obra del Supremo Hacedor, y el pecho se ensancha aspirando la salud que a Aquél plugo conceder a este humano paraíso. Pero Leila se mostraba indiferente a tales encantos. No queriendo abandonar la estancia desde donde vio por última vez a su amante, pasaba las horas tras de las caladas celosías del altísimo mirador. Desde aquel sitio se descubría un horizonte capaz de hechizar al menos entusiasta. A los pies la ciudad, bordada de huertos y miradores hasta las mismas orillas del Dauro; a la izquierda la regia mansión de los Alhamares, con su cinturón de torres y fortalezas; a la derecha las que defendieron hasta entonces a los bizarros Zenetes y a los expulsados de Baeza, con su puerta de Bib-Elecet y su castillo de Bi-Monaita, más allá la Vega, rebosando de lozanos sembrados y frondosas alamedas, cubriendo el curso del plateado Genil, y a lo lejos los volcánicos picos de la Sierra Elvira, los enhiestos de Parapanda y de Loja, uniéndose con los que sobresalen a las nubes en la Sierra Nevada. Allí, como queriendo traspasar las cumbres del Veleta, es donde se fijaban los ojos de Leila. Sabía que detrás un mar azulado agitaba sus ondas, y sonaba en que las brisas del Estrecho, que franquearan las huestes de Tarif, traerían los suspiros del nunca olvidado amante a la que firme y cariñosa los aguardaba. Al amanecer un día de los primeros de Mayo, en la ventana de Leila se posó una pareja de golondrinas. Sus alegres chirridos indicaban el placer de encontrar el ansiado albergue, y con rápidos giros saltaban al alféizar, donde se conservaba el nido del año anterior. La joven, al asomarse como de costumbre a mirar a la sierra, quedó sorprendida de la llegada de las viajeras. ¡Ah! ¡Ellas quizá ho


ras antes se posarían en el lugar de sus ensueños; y con el impulso de sus negras alas, eran capaces de volver en raudo vuelo adonde se dirigía su pensamiento! Desde entonces no se cuidó de otra cosa sino de acariciar a los pajarillos. Estos correspondían a su afecto, y se familiarizaron hasta posarse en sus hombros. Entonces descubrió que entre sus cuellos tenían arrollada una leve cinta del mismo color de las plumas. La curiosidad femenil, aumentada con la esperanza, no la permitieron sosegar hasta que logró desprenderlas. ¡Y gozo inefable! en su idioma patrio leyó lo que sigue: « La ausencia mata, pero siempre aguardo.» Mezclado el pesar con la alegría, vio partir en el otoño a las aladas mensajeras. ¡Qué triste invierno pasó la pobre niña! ¿Llegarían salvas á su destino? Porque no cabía duda que su punto de reposo tenía de ser la ciudad santa de los árabes: Tetuán, la de los altos alminares, la de espaciosas mezquitas, tan respetadas por los sectarios del Profeta. También las aves llevaban otro lazo con estas inscripciones: « Esperar es vivir. »

Nunca la estación de la rosas fue deseada con mayor anhelo. Los primeros brotes de los almendros en los adarves moriscos, le semejaban la llegada del risueño mes, y la primera mirada que a la inmensa extensión que desde la ventana se descubría arrojaba la joven, era para aguardar la vuelta de las que habrían de traer la tranquilidad a su agitado espíritu. Volvieron las golondrinas, pero ¡amarga decepción! ninguna con motes ni cordones. Una fiebre violenta acometió a la beldad a causa de semejante olvido, y no hubo sabio alfaquí, ni venerado santón, que acertase con la medicina. El padre se arrepentía de su dureza, cuando en calurosa tarde de Junio una pequeña cabalgata se detuvo ante la entrada del palacio. Era Andalá y cinco esclavos que le acompañaban solicitando ser introducidos. La escena que se representó ya se la pueden figurar los lectores. Leila se alivió como por ensalmo, hubo perdón y consentimiento paterno, y añaden viejas historias que figuraron tiempos después en el padrón de los cristianos convertidos. Sí consta que desde aquella fecha se tuvo una singular predilección por las golondrinas, que gozaron de facultades especiales para anidar en todos los techos del edificio, por más que manchasen el mármol de los pavimentos y el alicatado de la ensambladura. El ajimez se conservó con exquisito cuidado, y diestro artífice grabó en sus bordes las frases que las golondrinas trajeron y llevaron en sus cuellos. Lo que ambos amantes hablarían desde el pintoresco sitio, contándose sus duelos ya pasados, y sus esperanzas futuras, son de esas cosas que por sabidas pueden omitirse. Hoy, subiendo el trozo de la empedrada cuesta que desemboca en el carril arrecifado que desde Santa Isabel conduce a San Nicolás, se ven restos de un grande caserón, y en la parte más alta, en una torrecilla de forma irregular, aún existe un balcón de estilo árabe, partido en dos por un elegante trozo de mármol blanco que lo sostiene. Entre el vulgo es conocido el edificio por La Casa de la Columna, y aún sirve de descanso a las errantes viajeras.


El aguador
 (Antonio J. Afán de Ribera)

Cuentan, por supuesto, las antiguas crónicas, que a un mancebo granadino, robusto y decidor, fiestero y agraciado, por quién se despepitaban todas las muchachas casaderas, le ponían corno falta, los padres de estas, muy mirados y concienzudos antaño, que no tenía oficio, y por lo tanto mal podía mantener sus obligaciones. Nuestro hombre, que era listo, y sobre todo que se había enamorado como Dios manda, de cierta tejedora de cintas de San Cecilio, cansado de los peros que le ponían a su manera de vivir, y no queriendo dilatar su dicha, con un aprendizaje, ideó uno nuevo; y adquiriendo un borriquillo avispado, cuatro cántaros vidriados, y un aparejo de borlas, salió de madrugada a la fuente del Avellano, vendió por el día en transparentes vasos el agradable líquido, y por la noche se presentó casa del futuro suegro diciendo muy placentero; — Tío José, ya puede usted concederme la mano de Mariquita: ya tengo oficio. ¡Y en verdad que no se necesitan ni muchos años ni fatigas para aprenderlo! Tal afírman, la verdad en su lugar, que es el origen del aguador granadino. Porque han de saber ustedes, si lo ignoran, que Granada, tal vez por lo mismo que posee dos ríos y muchas fuentes, es la ciudad desde su fundación, en la que más agua beben, sus moradores. En los tiempos de los árabes, llegó a tal apogeo este furor aguanoso, que existía un gremio de aguadores, moriscos, tanto que dieron su nombre a un barrio de la capital. El Mauror, hoy conocido con el mismo epíteto,, en las empinadas cuestas que bajan a la calle del Aljibe de don Rodrigo.

Y después no hubo tampoco nada que envidiarle. El pretendiente a aguador que carecía de cabalgadura, inventó la garrafa, y en todos las épocas, y especialmente en el verano, a cada instante se tropieza con vendedores que a paso de carga reparten su mercancía. Ya se ve, en toda España no hay sitio donde se coma y se beba por un ochavo. Cucharada de anises de matalauva, y fresco y claro líquido a tan escaso precio, son incentivos para las gargantas, que no pasan nunca desapercibidos. Además, los pregones son dignos de tenerse en cuenta. —Aterronaica la llevo —grita uno. —Del Avellano, fresca —dice otro. —Agua de la Salud, para las niñas ojerosas —exclama un tercero. —¿Quién quiere tiritar? que baja ahora —cantaba el Gallego con voz de salmista. Y por este estilo cada uno ensalza su líquido, guardándose bien de expresar los chapuces que como buenos españoles cometen; pues la mayoría de aquel, pertenece a los aljibes de la Alhambra, cuando no del pozo de Santiago ó de los cisternas del Albaicín. Entraba después, la que se expendía en los puestos situados en las plazas y sitios más frecuentados por lo concurrencia. Por lo general era el dueño un mocetón vestido con limpia ropa y colorado como un tomate, que por lo mismo que manejaba agua, no bebía sino vino, y que en su redondo cubil expendía también yelos de limón y merengues de todas fechas, según el consumo. Cuando este no era muy frecuente, increpaba o los paseantes exclamando: —¿Qué coméis, qué no bebéis? —y otras frases análogas, que hacían pararse a los transeuntes, cayendo en la tentación. En el invierno, como el ejercicio no podía ser muy productivo  añadían la expendición de castañas tostadas, colocando el hornillo al lado del puesto, y cambiando el pregón con él de: —Tostás y calentitas, ¿quién las lleva? A veces cuando pasaban algunas hembras que no eran de su devoción, voceaba: —Achicharrás y en ayunas, y cómo pelan! —y si eran hombres añadía: —Recetas contra el flato, a dos cuartos la libra. Había que dispensarles que jugaran con el agua y con el fuego, porque sus dispendios eran mayores y más crecido el capital que invertían en sus casillas y trebejos. En cambio los del burro y de la garrafa, seguían impertérritos en todas las estaciones. El primero cubriendo siempre la carga con yedra o ramas de las avellaneras, y en la estación florida adornando la frente del jumento con las rosas silvestres de los adarves morunos1, y el segundo con el instrumento a la espalda, la munición dulcesca en blanca caja de hoja de lata en la cintura, y la mayoría inmensa, limpios aunque pobre su traje, como diciendo bebedme. Hoy los adelantos del lujo han invadido la clase. En los puestos se ostentan señoritas de mostrador, almidonadas y peripuestas llamando los marchantes. Han derrocado a la antigua y típica barretera, que apenas existe, pues acaparan toda la mercancía desde los garbanzos tostados a los carcahueses, y, sobre todo, para extraño contraste, venden más aguardiente que agua, y trasnochadores y madrugadores, sacan de allí una ración de alcohol bastante para tener que dar luego cuenta a las cárceles y la policía. Y, ¡oh colmo del epigrama! También desde hace poco expenden al paso leche de cabras y de vacas. ¡La leche y el agua, que deben ser antitéticas, y cuya mezcla quiere evitar severamente el municipio, examinando diariamente los cántaros y multando a los bautizadores! No es extraño, pues, que los amontes de las antiguas glorias y costumbres, los que veían y recuerdan con orgullo la coleta en los molineros de la Ribera, la capa verde de don Felipe el del galón, el enorme cuadrúpedo de el Lino y el Tablate, exclamen con desdén al mirar esos barcos en seco, esas casas de cartón en que se vende el agua en la Puerta Real, que la patria se pierde, que los dioses se van, sin duda por el agujero intapable en que el Dauro respira en sus momentos de mal humor.

1) El autor publica este texto en 1889, pero la figura del aguador con su burro, cargado de agua y de paciencia, estará por las calles de Granada hasta bien entrado el siglo XX, porque yo llegué a verlo. Al agua de la fuente del Avellano y al aguador los inmortalizó Antonio Molina en una copla: “Qué fresquita baja hoy/ el agua del Avellano / que en Graná vendiendo voy./ Al pie del Generalife /en las márgenes del Darro /Hay una fuente famosa... /la fuente del Avellano./ Todas las mañanas subo/caminito de la fuente/y aquí lanzo mis pregones/cuando paso por el puente./Que baja como la nieve/el agua del Avellano/cristalina y con anises/fresquita ¿no hay quién la pruebe?/el agua del Avellano



Los ingleses en el Albaicín 

(Antonio J. Afán de Ribera)

Cuando florecen los alelíes, a impulsos de las templanzas primaverales del mes de las lluvias, las golondrinas africanas dejan los patios de las ciudades rifeñas, y desde los minaretes de Fez y los azahares de Tánger, vienen en rápido viaje a ocupar nuevamente sus nidos en las casas moriscas, piando de alegría al verse descansando bajo un cielo igual al de su patria, Y muchas, las que en años anteriores nacieron bajo los aleros de las iglesias cristianas, enseñan con orgullo su endeble cuna a sus compañeras, como indicando la supremacía de los templos de la Cruz a las mezquitas del Profeta. Y las buenas mujeres de los barrios granadinos, encargan a sus traviesos chicuelos que respeten aquellas casitas de barro que penden de los techos, pues creen piadosamente que fueron estas aves quienes, con su afilado pico, arrancaron al Señor en el Calvario las duras espinas de su corona de martirio. Y cuando llegan como señalando el buen tiempo, son precursoras de la aparición en la Alhambra de la multitud de extranjeros que en esta época del año hacen su peregrinación a contemplar la Sultana destronada, que aún conserva desde remotas generaciones, la palma de la poesía, de las flores, y de la tradición.

Estos eran tres, no “dos polacos y un inglés”, como dice el cuento, sino todos nacidos bajo las nieblas del Támesis, con talla de granadero, estómago de buitre, espíritu de judío errante, y bolsa bien repleta. El mayor, Jones, procedía de la City y Henry y Edwars de Haupton Square. Libres de cuidados y solteros por añadidura, resolvieron un viaje a España, para analizar debidamente sus vinos que tanto les encantaban, no olvidando en el itinerario la consiguiente romería a la Alhambra. Hartos de Jeréz y de Manzanilla de Sanlucar, llegaron á la fonda, y después de dormir catorce horas de un tirón, acordaron unánimemente al despertar tener para aquella noche una juerga de gitanos. Este espectáculo era uno de los principales alicientes de su viaje a esta ciudad, pues un compatriota suyo a poco más pierde el juicio ensalzándoles la fiesta, y sobre todo los primores de la Maruja, una gitanilla hecha con el barró que sobró de fabricar los aviones, y que por lo tanto contrastaba notablemente con las blanquísimas Miss de su territorio. Nuestros hombres conversaron largamente con Pepillo el intérprete, que era una alhaja fabricada en talleres malagueños, y después de larga discusión determinaron que la broma no había de ser en sus habitaciones, sino en el mismísimo palacio morada de aquellas huríes de hollín, porque lo inglés legítimo era buscar á la leona en su madriguera. Pepillo les indicó que eso subiría el tanto del ajuste, a lo que respondieron enseñando sus bien provistas carteras; y obviada la dificultad, tras de muchas conferencias del lebrel con Chorro de Humo, la luna llena les alumbró la subida de la cuesta de los Yesqueros, para descansar bajo una poblada parra, que cubría la entrada de una espacioso cueva abierta bajo la protección de la elevada torre de la iglesia de San Cristóbal. Allí despidieron al mandadero, que iba convertido en almacén ambulante de alcohol, y los cuatro tomaron asiento en un poyo de ladrillo, algo húmedo por las fricciones de que había sido desusado objeto.

Chorro de Humo, era un castellano nuevo de los de más rumbo y prosapia en el preciso arte de los esquiladores. Ninguno como él formaba dibujos y grecas en el cuello y cola de las bestias, y amansaba hasta las más coceadoras, con ciertas medicinas y ataderos cuyo secreto no quiso dar a conocer. Había estado contra su voluntad en Melilla, por haberse llevado sin permiso del chalán un potro cartujano, sin duda para adiestrarse en la equitación. Tenía ya más de sesenta años, y habitaba con su mujer, una sobrina y dos nietas, todas casaderas, y un yerno herrero, por nombre el Pulido, esposo que fue de su hija única, que murió cuando estaba con el grillete. Ambos varones tocaban más que medianamente la guitarra, y la Peporrilla, y las hermanas Sención y Frascuela, cantadoras por ende, formaban un cuadro lírico y bailable para los extranjeros. Así es, que estaban acomodados, y el abuelo, a pesar de su licencia africana, era un oráculo para los de su gremio. Toda la tarde estuvieron las mozuelas adobando el portal y la placeta, trasladando los irracionales que habitaban con ellos en amor y compaña a otra cueva próxima, y cuando sonaban las Ánimas ya estaban las chicas, de falda corta y pañuelo al talle, y un jardín de rosasen los tufos; y los hombres con el camisón de chorreras, el calañés de borlas, la faja de veinte y cinco colores, las botas de clavetes y la ropilla llena de bírlangos y de botones de dos reales y cuartillo Excusado es decir, que el vecindario gitanesco, conmovido por la solemnidad, ocupaba las avenidas, y los chicuelos, en trajes de Adán y como pelotas de cerote, tenían que ser rechazados por el presidente con aquella vara mágica que hacía en los cuadrúpedos el milagro de que anduvieran al trote largo hasta los tullidos. Cuando les avisaron que venían los estrangis, formaron el corro y al desembocar la grandeza, les tocaron marcha de infantes con acordes de la Pitita y del himno de Riego. Dobláronse las luces en los candiles, y las hembras dieron un repiqueteo a los palillos con el mismo eco que si fueran una docena de tostadores de castañas. Conmovidos los ingleses de aquel recibimiento demostraron su finura descubriéndose, y para mayor decoro, empuñando cada uno dos botellas, cuyo líquido consumió en un santiamén el auditorio. Principió la orquesta, y después de hacer palmas el Joseillo con sus acompañantes, a quienes había estado aleccionando en la forma de llevar el compás toda la tarde, salieron a bailar las hermanillas, con el Roña y el Pirulo, boleros de rúbrica, haciendo unos quiebros y unas acometidas que dejaban atónitos a los ingleses. Jones no pudo estarse quieto, y después de empinarse, una botella de ron, sacó unos lentes y se puso de rodillas a contemplar con gran detención las piernas de las dandazadoras. —Oyes, esposo —decía la prójima a Chorro de Humo —me creo que esto no es muy típico ni decente. A ver si se levanta ese Judas, que paese el sayón del Crucifijo. —Cállate, mujer, ¡si eso honra nuestra limpieza de sangre! Estará examinando si los niñas tienen algunos puntos en las medias, y como no las gastan, tu primor y cuidado quedan superfirolíticos. La vieja refunfuñaba y el Pepillo colocó a su inglés en el asiento. Peporrilla, que era la cantadora, principió el tiroteo: Dentro de mi pecho tengo dos escaleras de vidrio; por una baja el amor, por otra sube el olvido. Respondiéndole Pirulo: Nadie murmure de nadie, que somos de carne humana, y no hay pellejo de vino que no tenga una botana. — Yes, vino, vino —decía el inglesón al intérprete. Hubo paranza y rueda de manzanilla. El cesto de las botellas se quedaba temblando. —Que cante el abuelo —dijeron los gitanicos. —Con muchísima de la gracia —replicó este, entonando: El que quiera ver al diablo en figura de una cabra, que arrepare en mi mujer cuando sale de la cama. Ni que le hubiera picado una víbora, hubiese enfurecido más a la Morusa, que el cantar produjo el gran jolgorio en los concurrentes. — Anda, esgalichao —le contestó— tú sí que eres un fantasma, que ya tienes las tijeras sin punta. —Mujer —replicaba con gran sorna el viejo— mete la lengua en paladar, ¡no se enteren las potencias extranjeras de nuestros pronunciamientos! Fue preciso que el José diese uno ronda con los pasteles de la cesta, para acallar el estruendo y las risotadas del cotarro. Desde que llegó Edwars fijóse su atención muy particularmente en la Peporrilla. La muchacha lo merecía, pues era una morena de rechupete. —Cantar mi una copla, señorita, yo querer turnarme guitano, y hasta borico —le decía, arrimándose con desgarbo. —Vaya, dale gusto al milor —añadía el intérprete— que partiremos la propina. —Ea, pues arrímate, sombra de Nino —añadió la salerosa tirando de una manga al forastero. Templea, Pulido, que se va a quedar vizco. Los otros ingleses siguieron en las palmas, que, con el empinar el codo, era su tarea favorita. Peporrilla cantó. En el mar de mi pechito navega un barquito inglés; tú serás marinerito para navegar en él. A poco a mi hombre se le pierde la chaveta dando brincos y manotadas. —Viva Inglaterra, viva Ispania e sus mujeres —y con esto y una onza de oro que le echó en la falda, se llevó los unánimes vítores de la asamblea. —¡Qué primaveras son estos tipos! —decía, refunfuñando, el Pirulo; cuando se las guillen voy a averiguar si tienen muchas de esas medallas en el portamonedas. Henry no quiso ser menos y arrimándose a Sención, la dijo: —Mi, otro cantar, gachono, de ole con ole. —Viva la gracia —replicó la chiquilla—. Mira, inglés, desde que
entrastes, me parecistes más flamenco que una escoba de rama. Escucha y muérete de gusto: Cuando estés en la agonía ven y siéntate a mi vera; fija tu vista en la mía, que puede ser que no mueras. Otro burdel y una sortija de regalo; pero a poco se amarga el divertimiento, pues el mozo quiso pasar a mayores, dando motivo a que el Roña desenvainase unas tijeras como un alfanje, exclamando: —Once puñalás de estas, veinte y dos de las otras. El indispensable intérprete, medió y convidó a los disidentes, por aquello de que las fieras se amansan por el pico; y como la juerga y el vino los había puesto a todos sudando, hizo formaran corro, y que el abuelo contase algunos cuentos de su cosecha. —No te esvarríes, cano —le aconsejaba la esposa— que tienes ya una pítima que no la vas a dormir en este año. —¡Jesucristo, pues si estoy más formal que la estauta del Gomendaor! Oigan, que estos son sucedíos verídicos e interesantes. Chorro de Humo principió así: —Erase un gitanico inocente, y un juez muy revesao y amigo de mandar gente al otro lado del agua. El alguacil se lo presentó en audencia. —¿Qué has hecho? —le preguntó el del bonete. —Nada, señor usía. —¿Por qué te han preso? —Le diré a su mercé,  porque llevaba en la mano un ramalillo de soga. El alguacil, que era vizco y con el alma atravesada, cogió un recio vergajo de toro.


—Eso no es delito. Habla la verdad. El pobretico del gitano miró de soslayo al fariseo y repuso. —Es que detrás del esparto venía una mula. —Escribano, ya pareció aquello —dijo el juez— anote usted. —¿Era negra? —No, usía, torda. —¿Pero torda oscura? —Quiá, la oscura es la que venía detrás de la baya. Se levantó echando lumbre el del bonete, diciendo: —¡Meted a ese tunante en un calabozo, que con el ramalillo se ha traído toda la recua! Algunos de los concurrentes que en casos análogos no tendrían su conciencia muy limpia, se rieron de lo lindo, y los ingleses, como todos los motivos eran buenos para beber, consumieron las provisiones, teniendo que mandar al Tirabeque por líquido, que en aquellos barrios es como petróleo disfrazado. —Que cuente lo que pasó al Chupa —opinaron otros. —Para eso es menester que la ronda sea de aguardiente, que tengo el paladar como la yesca. —Mal haya tu paladar y tus entretelas, viejo borracho —le decía su esposa embistiéndole. —Quieta, mala jicha —contestaba éste—. Me vas a arrugar el armidón del collarín, y qué pensarán sus excelencias. Vas a lograr que intervenga hasta el consul. Jones, que hacía milagros de equilibrio se colocó entre ambos, y el viejo usó de nuevo de la palabra: —Pues señores; el Chupa era un buen cristiano como yo soy —y al santiguarse se equivocó y lo hizo en la cara del inglés—. Tenía que contraer matrimonio con una chavala de muchos perejiles, y se dedicó a aprender la dotrina. Cuando ya se creyó maestro, fue a examen del sacristán de la parroquia. Había tomado algunas cañas para tener memoria, en lugar de haberse comido un puñado de palillos de pasas. —¿Cuántos dioses hay? —le preguntaron. Quedóse el Chupa pensativo, y contestó: —Catorce. —¡Qué herejía! —exclamó el catedrático—. ¿Y personas? —Eso sí lo sé de corrido. Sesenta. Pilló el sacristán el vendero, y le sacudió el polvo, echándolo a la calle, mientras que lloroso exclamaba el Chupa. —Pero señor, dos más o menos, ¿es que tiene su merced que darle de comer a toda la familia? En esto había regresado Pepillo, resfrescaron con bebida blanca, y ya piripis, los guitarristas pespuntearon las seguidillas. Todo el mundo se puso de nuevo en baile. Principiaron las pullas de los castellanos, quemados con las atenciones a los ingleses: Como las cañas huecas son las mujeres: que se llenan de aire cuando las quieren. Parecen las mozuelas con los flequillos, esas que van por agua con cantarillos. ¡Qué meneos, qué contorsiones! aquello era el triunfo de Baco en el barrio del Albaicín. Jones, que se había sorbido un gran vaso de rejalgar, bajo el nombre de refinado, quiso lucir las habilidades de aquellos pies de medio celemín, y después de unos pases de baile inglés, dijo: —Toquen la malagueña, que allá voy. Y en efecto cantó: Soy más torero que el Gallo, más picador que Agujetas, y más borracho que el vino. Al escuchar este aserto los otros dos ingleses salieron cantando en coro: —Veritas, veritas, veritas. Al minuto cayó el sayón en el dintel de la cueva, derribando la mesa y las vasijas, y Henrry y Edwars, por socorrerlo le hicieron compañía en las piedras, quedándose inmóviles como cadáveres. Frascuelilla, asustada, exclamó a gritos: —¡Pare, pare, resucite osté a esos esgalichaos, que si se mueren tenemos que ir al juicio oral a Ingalaterra! El abuelo con toda dignidad se entraba por la cueva, murmurando. —Gitanicos míos, miraos en ese espejo, los vicios.... Pero olvidándose de su mona, se dio tal coscorrón con el pórtico, que cayó encima de la esposa, que de las greñas lo arrastró hasta el jergón. Recogiéronse las muchachas, fuéronse los invitados, y solo quedó en el ruedo el intérprete con sus tres educandos que soplaban como fuelles de órgano. El Pulido, que era poco bebedor, fuese en busca de caballerías para llevarse a los señores, y al echar Dios sus luces a la mañana siguiente, iban mis ingleses sobre tres aparejados pollinos, con los ojos en blanco, sin darse cuenta de aquel paseo, y Jones, como  más cariñoso, abrazado al cuello del suyo, y arreglándose los pelos con las orejas del asno. En la Plaza Nueva, fue la rechifla por algunos madrugadores. —Temprano han salido hoy los azotados— le decían á Joseillo. —Es que vamos al Picacho de Veleta a tomar la mañana— respondía éste. Y gracias a los esfuerzos del uno, y a los varazos del Pulido, viéronse los huelguistas otra vez en su fonda, llevando para memoria una fuerte irritación en los estómagos, y algunas monedas de menos en sus bolsillos.

A la semana siguiente decía Chorro de Humo, a los que pasaban ante su puerta: —Diez mil reales llevo gastados en aljucema desde la otra noche, y todavía no he podido quitar de mi cueva el olor a judío. —Desengañesosté, pare —le replicaba la Sención—es que esos estrangis no comen más que chicharro, como los perros de ganao. Pero las onzas de oro regaladas, sí olían a ámbar, y hasta sirvieron para el casamiento de la Peporrilla, que fue tan sonado y retumbante que bien merece un estudio especial en otro artículo.



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SUEÑOS DE CUARENTENA

sueño 24 (15 abril del 2020)

Quince de abril. Trigésimo cuarto día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, ciento setenta y dos mil quinientos contagiados, y dieciocho mil muertos (de los que 10.700 son ancianos, es decir, como yo o un poco más), dicen por la radio (y aún dicen que las cifras reales duplican el número de decesos). ¡Como para no tener miedo!
En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.
Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.
En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.
     Alfredo Vílchez






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SUEÑOS DE CUARENTENA

sueño 23 (15 abril del 2020)



En homenaje al personal sanitario  que en los Centros de Salud constituyen la primera y peligrosa línea frente a la pandemia; a quienes en los hospitales recogen el testigo y aplican el remedio, jugándose también la vida para proteger la nuestra; a quienes transportan o expenden los productos que necesitamos para nuestra alimentación o salud; a quienes realizan la indispensable tarea de recoger nuestros residuos (tantas veces olvidados); a quienes protegen la ciudad y las personas, y a la inmensa mayoría del pueblo español que está aceptando el encierro con madurez y juicio.

Desgraciadamente he visto hace poco noticias de gentes que insultan a médicos, enfermeras y empleados de supermercados que viven en sus edificios, aconsejándoles, como apestados, que se muden a otra casa porque pueden contagiarlos a ellos, a los puros, a los inmaculados. Mi mayor desprecio desde aquí a gente tan miserable; estoy seguro de que serían los primeros en coger una piedra si las lapidaciones estuvieran bien vistas. De gente así se nutren los holocaustos.


Quince de abril. Trigésimo cuarto día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, ciento setenta y dos mil quinientos contagiados, y dieciocho mil muertos (de los que 10.700 son ancianos, es decir, como yo o un poco más), dicen por la radio (y aún dicen que las cifras reales duplican el número de decesos). ¡Como para no tener miedo!
En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.
Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.
En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.
@Alfredo Vílchez


(Tradiciones y Leyendas de Granada - 1) 
Aasalgiab  (la cisterna de la miel) (Antonio J. Afán de Ribera)

Rotas están las treguas con Granada. Muley-Hacen responde altivo al bizarro caballero don Juan de Vera que ya en la morisca ciudad sólo se labran alfanjes y hierros de lanza contra los enemigos, en vez del tributo anual de las 2.000 doblas de oro; y esta respuesta airada, que escucha el embajador de los Reyes Católicos, anima a estos más y más a prepararse a la total destrucción de la monarquía arábiga. ¡Triste año el de 1478! Y más triste aún la suerte de la desventurada villa de Zahara. El feroz monarca sarraceno, para aumentar el prestigio entre sus vasallos, medita una expedición a las tierras castellanas, y aquella población fue el blanco de sus iras. Noche oscura y borrascosa, guarnición desatendida y descuidada, sobra de confianza en sus fuertes muros, contribuyeron a que el famoso castillo, baluarte de las ciudades de Ronda y Medina Sidonia. cayera en poder de Muley. Como bandada de lobos se precipitaron los belicosos cegríes. con su Rey al frente, en los torreones abandonados, y bien pronto la sangre inundó las calles, y la cimitarra segaba cabezas a quienes el espanto impedía defenderse. A la madrugada del siguiente día, los moradores que quedaron con vida en Zahara fueron reunidos en la plaza, como manada de ganado, sin distinción de sexo ni edad, y conducidos esclavos a Granada, cual trofeo de la ferocidad y buena suerte de la algarada que preparó su señor. Pero los granadinos tuvieron compasión de los vencidos. Tal vez
presintieron su propia suerte en la desdicha zahareña, y, en vez de insultos y malos tratamientos, acogieron con lágrimas y caricias á los que llegaban con vida, pero transidos de dolor, de las comarcas andaluzas. Entre los cautivos que tocaron al poderoso jefe Salem Alhamar, se hallaba una bellísima doncella llamada María de Hinestrosa, hija de un antiguo capitán de escaladores, que vivía en la fortaleza. Su candor y su hermosura eran proverbiales, y su ojos azules y su rubio cabello la asemejaban a una de esas vírgenes que forman la más dulce ilusión del poeta. Su padre adoraba en ella; y combatiendo en la puerta de su morada, murió como un héroe defendiendo su religión y el más querido pedazo de sus entrañas. ¡Pobre María! La doncella, encanto de la frontera, vino á ser trasladada al impuro harén del opulento zegrí. Y más desgraciado, si cabe decirlo, su prometido, el alférez de arcabuceros Fadrique de Saavedra. Mozo de arrogante estatura, de esclarecido linaje, y teniendo por divisa el lema de por mi Dios, y por mi dama, que en la España de los buenos tiempos realizó tan heroicas hazañas, sólo pensaba en combatir a los enemigos de la Cruz y en unirse a su prometida. Pero la infausta suerte lo dispuso de otra manera. Como un león enfurecido combatió en las calles de Zahara, y cuando, agobiado por el número y rotas las armas, volvió en si de un desmayo producido por un fuerte golpe, se encontró entre un montón de cadáveres, dejado allí como uno de aquéllos después de la matanza. Esperó las sombras de la noche; y cuando después de mil riesgos logró salir del lugar conquistado, y en el campo se informó por un triste fugitivo de la suerte de su adorada y del infeliz vecindario, se levantó con desesperada energía, hizo la señal de la cruz, y — ¡ á Granada ! — exclamó; — o perder la vida, o salvar la ilusión de mi existencia.

Era una hermosa noche de primavera. El barrio del Albaicín, cada vez más populoso y rico por las infinitas familias que se refugiaban en la comarca granadina, último baluarte de la raza musulmana, rebosaba vida por sus enhiestas calles, y las mezquitas se llenaban de creyentes al grito del muezín que los llamaba a la oración. Sólo en un palacio, que honores de ello tenía la casa adonde trasladarnos la escena, se notaba más bien el silencio que el bullicio, el pesar que la alegría. Y eso que, situado en el extremo de lo que hoy se llama Placeta de las Minas, era punto céntrico y notable, cerca del principal desembocadero de la famosa Plaza Larga, por el actualmente nombrado Arco de las Pesas. En un huerto, fiel trasunto de los jardines del paraíso muslímico, se elevaba un pabellón cercado de rosales de Alejandría y de encendidos claveles. Tenue luz de una lámpara de plata de perfumado aceite alumbraba los ricos cojines de telas de Damasco, y la alfombra pérsica que, como rico tapiz, cubría el pavimento. Sólo dos personas se encontraban en él. Un moro joven, arrogante, de negros ojos y más negra barba, vestido con todo el lujo de los orientales , con blanquísimo turbante, roja túnica y agudo puñal pendiente de un cinturón bordado de piedras preciosas, y una seductora joven, con el severo traje de las castellanas, que tanto contrastaba con el abigarrado y voluptuoso de las moriscas. Era su túnica negra, en señal de luto eterno, y, abrochada hasta el cuello, formaba marco a su blanquísimo rostro, dulce como el de un ángel y severo como la virtud cristiana. El árabe era Salem Almanzor; la doncella, María. — Escucha, cristiana do mis pensamientos, escucha por última vez mi ruego. Una fuerza misteriosa me hace ser el esclavo de mi esclava; postrarme yo, el tigre de las batallas, a los pies de la débil gacela; pero.., ya es imposible otra resistencia. Soy tu dueño; obedece. — Nunca, señor — le respondió María con acento conmovido, pero enérgico; — podéis matarme; ya os lo he repetido muchas veces: deseo reunirme con mi padre, y espero tranquila la voluntad de Dios. — Pero, castellana de mi vida — le replicó Salem arrojándose a sus plantas, — ¿por qué no aceptas mi verdadero amor? ¿Cómo he de matarte cuando eres la hurí de mi ventura, cuando no he amado nunca, cuando el verte a mi lado es mi única esperanza, y sólo tu presencia reanima un corazón que sólo gozaba en la sangre y en las lágrimas? María, óyeme: ofrecerte mis riquezas es nada, mi vida es poco; pero mi honor de caballero musulmán, la fe de mis mayores, es mucho. Ámame, María; seré cristiano, y puesto que tu Dios forma seres tan perfectos y dignos, ese es el verdadero. Mañana iremos a tierras de Castilla, y el zegrí Alhamar cambiará de religión y de rey. Un silencio solemne de algunos minutos sucedió a las apasionadas frases del musulmán. Éste, de pie, imponente, verdaderamente hermoso, aguardaba con los ojos bajos las palabras de la joven. María se acercó lentamente. Una lágrima de ternura rodó por sus mejillas; tomó la mano del moro, que se estremeció a su contacto, la besó con el mismo respeto que pudiera hacerlo una hija con su padre, y le dijo: — Gracias, poderoso Salem, por vuestras bondades. Nunca podré olvidarlas, y rogaré a la Santísima Virgen que os las recompense. El sacrificio que me ofrecéis es inmenso; en otra ocasión sería honrada , ¡ qué digo! dichosa con él. Pero no puedo aceptarlo. Sabedlo de una vez: no soy libre; mi corazón pertenece a un guerrero castellano, y si murió en el combate, morir debe ser mi suerte; si vive, unirme a él. Todo entre nosotros es imposible. Amo a otro. Un rayo que hubiera caído ante el moro no le hubiese producido mayor efecto. Irguióse altivo; sus ojos lanzaron fuego, y, puñal en mano, se dirigió a María:

— ¡ Amas a otro! — rugió — pues muere, y contigo toda tu infame y abominada raza. María lo esperó con los brazos cruzados sin moverse de su sitio. Al verla con aquella tranquilidad, como una mártir ante, el altar del sacrificio, el rudo zegrí, que, a pesar de todo, era un valiente como los de su raza, se contuvo y envainó su puñal. — María — le añadió, — cuando no te he muerto, Alá te guarda para mí. Bastante castigado he sido con tus palabras por haber olvidado mis creencias. Mañana, y este plazo tan sólo te concedo, entrarás como mi esclava en el serrallo de grado o por fuerza. Abandonarás ese mezquino traje y vestirás los velos y blondas que, más trasparentes, realzarán tus encantos. Por hoy sigue siendo dueña del jardín; cuando las tinieblas vuelvan a la azulada esfera, el pabellón que construí para separarte del mundo desaparecerá para que no quede memoria de que fui débil y humilde con quien me desprecia. Y pronunciadas estas palabras, volvió furioso la espalda, perdiéndose entre los cenadores que daban acceso a las escaleras del palacio. María quedó sola. Anonadada con la inmensidad de su desgracia, y ante la amenaza terrible de su señor, palideció y estuvo a punto de desmayarse. Loca, delirante, pensando en el porvenir que la aguardaba, recorrió desalentada el primoroso jardín, y se detuvo espantada ante una cisterna que, en un ángulo del mismo, recibía las frescas aguas que del puro nacimiento de Alfacar se reparten en la población. Un horrible pensamiento acudió á su mente; en aquella cristalina bóveda podría terminar su existencia y evitar su esperado martirio; pero sus firmes creencias religiosas lo borraron en un instante, y sacando un escapulario del pecho exclamó: — ¡Madre de los afligidos, amparadme!
En este momento, un ramo de blancos jazmines , lanzado desde fuera de las tapias que cercaban el huerto, cayó a sus pies. La sorpresa de la joven fue grande; recogió las flores, y, con inmensa alegría, leyó a los pálidos rayos de la luna un rótulo que en la cinta que lo sujetaba decía: «Mañana, o muere o te salva — Fadrique.» Pocos días después de la toma de Zahara se presentó al rico mercader Abem Hafiz un joven morisco solicitando entrar a su servicio. Alegaba conocer la lengua castellana por su madre, de aquel origen , y que le seria de reconocida utilidad en su comercio. Fue aceptado, y desde entonces los aposentos que aquél ocupaba en la Casa del Gallo, y que hoy existe en la antigua parroquia de San Miguel, tuvieron un nuevo huésped. Jamás hubo un servidor más respetuoso y solicito que el joven, ni menos interesado en aprovecharse de las ventajas que su gallarda presencia lograba sobre las compradoras, que llenaban de zequines las arcas del viejo Hafiz. Sólo pidió á su dueño un favor: que le informase de lo concerniente al reparto de los cautivos hecho por Muley, y le permitiese montar un caballo árabe que adquiriera por donación del mercader, que cada día apreciaba más sus talentos. Desde entonces, todas las noches, cuando las estrellas habían andado la mitad de su camino, el joven recorría hasta los más oscuros ámbitos del Albaicín, y, fosco, solitario, reconcentrado en sí mismo, volvía a su casa al asomar los primeros albores de la mañana en las altísimas cumbres de la nevada sierra. Por fin, una noche logró el colmo de sus esperanzas. Supo lo que tanto anhelaba, y bendijo una vez más al renegado Hassam, que en la casa de sus padres, en las campiñas cordobesas, le enseñara el lenguaje mahometano y las costumbres de sus eternos enemigos.
Han transcurrido las veinticuatro horas que el feroz Salem puso de plazo a la encantadora María. Dos esclavas nubias se dirigen, por orden de su señor, al pabellón del jardín para ataviarla al estilo musulmán. María huye. Lágrimas amargas surcan sus sonrosadas mejillas, y en vano les implora que se detengan, pues que la esperanza del billete recibido la alienta: y pasan los momentos, y recorre agitada el jardín, y nadie acude en su auxilio. — Esclavas, ataviad a la que ha de ser por esta noche no más mi favorita. Mañana será vendida en el mercado público como muestra de lo que merece quien desprecia mi poderío y mis favores. María no aguardó más. Con pasos precipitados se dirigió a la cisterna, e iba a arrojarse en su seno, cuando una mano poderosa la detuvo. Un moro joven franqueó la tapia del jardín, y murmurando: — María, he aquí tu Fadrique, — la recibió en sus brazos. La joven quedó exánime en ellos. Y, cosa extraña, el ramo de jazmines que recibiera la noche anterior, y que guardaba en su albo pecho, cayó en el aljibe, abriéndose paso entre sus ondas. El zegrí acudía a ayudar la tarea de sus esclavas, cuando un vapor blanquecino se elevó de entre las aguas y cubrió como una espesa cortina el ángulo del edificio. Cuando se disipó, todo había desaparecido. Ni la joven ni su raptor pudieron hallarse, y sólo al día siguiente, alumbrados aún por los rayos del sol que se ponía, una pareja, montada en cansado corcel, penetraba por los montes de Loja. La Virgen, tantas veces invocada por María, había hecho uno de sus milagros, y los enamorados donceles eran bendecidos al día siguiente en uno de los templos de Antequera. Nada pudo amenguar el quebranto del indomable Salem. Triste, solo, recorriendo a deshora el jardín, donde se aumentaba su quebranto, únicamente se detenía con miedo ante la cisterna, y llanto de dolor surcaban sus enrojecidas mejillas.
Pero lo maravilloso era que el agua del aljibe, que para él tenía un amargo sabor desde la huida de María, era reputada en el vecindario como de una dulzura exquisita. Aasálgiab, o cisterna de miel, fue el nombre con que la bautizaron las doncellas moriscas. La tradición, que todo lo conserva, nos ha legado hasta el presente el suceso maravilloso que describimos. Una de las más empinadas calles que, partiendo de la Cruz Verde, suben hasta el pintoresco Albaicín, se llama de María la Miel, y el aljibe, que en una casa-lavadero sitúa al presente al final de la misma, y en el que se descubre un arco y otros restos de la arquitectura morisca, no se conoce sino por este encantador nombre .

(1) El “presente” a que se refiere Afán de Riera es 1885, cuando se publica este texto. En 2020 la calle sigue llamándose así, y el algibe también, aunque además se le conoce como el aljibe del Gato, dentro del carmen de Nuestra Señora de las Angustias, en la calle “Aljibe del Gato”, esquina a la calle María la Miel

Corría el ano de 1690 a su término, y el intenso frío de Diciembre se dejaba sentir con toda la fuerza de su helado soplo. Una horrible tempestad se cernía entre las nubes opacas que la noche agrupaba, y el estampido de los truenos, en medio de la lobreguez del horizonte, hacían temblar de miedo a los honrados habitantes del Albaicín, en Granada. Sólo en una miserable casucha de la placeta del Almez, otro pensamiento que el temor a las iras del cielo preocupaba, los ánimos. Vista por de fuera la vivienda a que nos referimos, sólo indicaba miseria y ruina; y aunque demostraba su origen árabe en alguna olvidada columna encajonada en sus muros, la incuria de los tiempos y el abandono de sus propietarios la hacían casi completamente inhabitable. Sólo franqueando sus puertas un objeto podría llamar nuestra atención En un patio circular lleno de musgo y escombros, se descubría una losa negra de una dimensión extensa y de un brillo notable. En ella rebotaba la lluvia sin empaliar su superficie; jamás el polvo reposaba en su tersura, y a ninguna clase de cuerpo extraño era permitido descansar sobre su negro mármol. Un poder sobrenatural se atribuía a la inanimada peña, que, siempre brillante, todo lo rechazaba de sí. El vulgo se había acostumbrado a mirarla con terror, y si algún atrevido, creyendo que cubría un tesoro, había hecho por elevarla, los esfuerzos de multitud de hombres no lograron conseguir ni aun conmoverla en lo más pequeño. Su brillo pasaba por encanto, su pesantez por obra de la magia. En la época a que nos trasladamos, dos pobres mujeres habitaban solas la casa. Eran abuela y nieta, tejedoras de oficio, y a pesar de ello, miserables como la que más.

Alrededor de unos carbones encendidos, con los que procuraban resguardarse del frío de la noche, las dos mujeres conversaban con la mayor viveza, sin cuidarse de los relámpagos que penetraban por las carcomidas ventanas. Bella como una rosa la joven, oía con la mayor atención a su compañera, cuyas arrugas denotaban su avanzada edad, mientras algunos rasgos de su fisonomía expresaban el vicio de la avaricia. — Entiéndelo bien, niña — decía ésta; —esos ruidos tenebrosos que a cierta hora se escuchan van a ser el principio de nuestra felicidad. Solamente por ti quiero aventurarme e interrogar a esas almas del otro mundo, porque no hay duda que lo son, para que nos digan el sitio donde ocultan sus tesoros. Anhelo para ti las riquezas, con el fin de que en vez del burdo corpiño que ciñe tu talle, la seda y el oro te hagan parecer más hermosa que las nobles damas a quienes hoy causas compasión. — Pero, abuela mía — replicó la joven , —tengo miedo: ¿no veis qué noche tan triste? — Mejor para los espíritus; deja temores inoportunos y recemos un rosario para cobrar fuerzas en nuestra empresa. La nieta obedeció, aunque entornando sus hechiceros ojos, y un gran rato pasaron ambas ocupadas no más que de su piadoso ejercicio. La anciana fue la primera que, abandonando las cuentas, se puso en pie. Habíale traído el viento las doce campanadas que el reloj de la Chancilleria había lanzado al espacio. Aunque vieja, todavía estaba vigorosa. — Vamos —dijo a su nieta;—las doce acaban de sonar, y debemos ponernos en acecho. Aquélla siguió sus pasos. En un corredorcillo mezquino, la anciana hizo alto, pegó su rugosa cara contra un agujero octógono, desde donde se veía perfectamente el patio. La tormenta se había convertido en lluvia , y heladas gotas azotaban su rostro, que permanecía inmóvil. La niña, asida a ella, temblaba como la hoja en el árbol, mientras que la vieja parecía querer penetrar el espacio con sus ojillos grises, que brillaban como ascuas. Pasó media hora en medio de un silencio profundo. Ambas redoblaron su atención y su miedo. Un ruido sordo conmovió los cimientos de la casa, y, poco a poco, bultos cubiertos con un hábito negro, llevando un cirio amarillo en la mano, fueron poblando el patio, que se aumentaba en proporciones. Cuando, al parecer, estuvieron todos reunidos, una lucecita brilló sobre la piedra, y en ella encendieron los cirios, que ardían con una fuerza inaudita, a pesar del agua y del viento. Entonces formaron corro al rededor de la losa negra, y al son de un monótono canto se pusieron á bailar. Causaba espanto el ver aquellos bultos negros saltar fantásticamente, alumbrados por la amarilla Ilama de sus velas. Algunos minutos llevaban de este extraño ejercicio, cuando la piedra empezó á dar señales de movimiento. Al punto redoblaron su danza, y la losa entonces, alzándose lentamente en el aire, dejó un hueco de la altura de un hombre. Una escalera de nácar y plata se descubría: el humo de los más ricos perfumes de la Arabia formaba espirales en el patio, y una claridad deslumbrante contrastaba con lo oscuro de la noche. — ¡Cuántos tesoros debe haber encerrados en ese subterráneo! — decía la abuela, temblando de emoción, a su nieta. — Escuchemos, madre mía, me muero de espanto — añadió la joven. Los bultos seguían su baile al son de la pausada salmodia, y ya las amarillas hachas estaban consumidas hasta la mitad. En el círculo que formaba la piedra, gruesas gotas de cera parecían dibujar en el suelo signos extraños. De pronto, una música dulcísima se oía acercarse por grados. Entonces la escalera de nácar dio paso a un joven riquísimamente ataviado, y que deslumbraba, al par que por su hermosura, por los infinitos brillantes de sus vestidos. Con una sonrisa correspondió al saludo de los enmascarados, que a su vista agitaron las hachas, aunque sin parar sus movimientos. A seguida el joven, internándose en la oscuridad, se perdió de vista. Fortuna fue para la niña, que curada de su espanto, había contemplado al del subterráneo más de lo regular. En cambio la abuela no quitó ojo de su magnífica pedrería. Ya para las dos mujeres la escena tuvo un doble atractivo. Pasó una hora; los bultos parecían rendidos de cansancio; mas si por algunos momentos se detenían, la piedra bajaba a colocarse en su puesto. Era preciso continuar. También de las hachas sólo quedaban por arder algunas pulgadas. A este punto apareció el mancebo. La tristeza que demostraba su rostro era imponderable. 

Colocóse en la escalera, y a modo de despedida pronunció estas palabras con suave acento: — Gracias, súbditos míos; a vuestras fatigas debo estos momentos de libertad. Alá os lo premie. La piedra cayó de golpe concluidas que fueron estas frases, y sólo quedó, para enseña de tan misteriosa escena, las gotas de cera amarilla que se desprendieron de las hachas. Las dos mujeres se retiraron entonces a su dormitorio; ni una palabra cambiaron entre si, ni una señal de cruz hicieron al ver los azulados relámpagos que penetraban por las rendijas. Su pensamiento estaba fijo en otros lugares, y absortas en su consecuencia, obraban maquinalmente. Por fin, al acostarse exclamaron casi á dúo: — Abuela, es preciso que yo entre en ese subterráneo. — Nieta, es forzoso que yo saque lo que hay en él.

En el patio que ya hemos descrito, y a la misma hora de la siguiente noche en que transcurrieron los anteriores sucesos, se ven dos mujeres. Son nuestras conocidas, que apresuradamente recogen la cera que desprendieran los hachones. La anciana ha calculado que, para penetrar en aquel misterioso recinto, será preciso hacer las mismas ceremonias que los encubiertos. He aquí por qué prosiguen afanosamente en su tarea. Al cabo de un minucioso trabajo, logran hacer una vela del largo de una vara. — Todo está corriente — dijo la niña. — ¿Pero te atreverás a meterte en ese subterráneo caso de que levante la piedra...? Déjame a mí el sitio del peligro. — Nada de eso, abuela; tengo formada mi resolución. Cogeré la más principal alhaja, y contentándome con ella, no me detendrá la codicia, como si entrarais vos. — La Virgen te guíe, fue lo único que repuso la anciana. Ésta encendió la vela y se puso lentamente a bailar al rededor de la piedra. Sea que la losa tuviese ganas de tomar el aire, o alguna otra casualidad maravillosa, el hecho es que a las pocas vueltas se elevó a regular altura. — Ya es la hora, nieta; pero sal pronto, que no confío mucho en mis fuerzas.

— Descuidad — respondió la niña pisando el nácar de la escalera.

Un cuarto de hora había pasado, y los movimientos de la anciana eran cada vez más torpes. Sólo quedaba de la vela el cabo por arder. La inquietud de la extraña bailadora era sin límites. — Nieta mía—exclamó con voz abogada— la piedra se baja, mis pies no pueden ya sostenerme, y el cirio abrasa mis dedos; sal pronto,hija amada. — Aguardad un instante, el joven me cuenta su historia, y yo quiero oírla. — Huye — volvió a repetir la anciana — apenas te queda un claro por donde escapar. Yo no puedo moverme, la vela se apaga. Ven, ven pronto. — Esperaos — decía la argentina voz de la muchacha. Os subo un cajón de rubíes y diamantes. También hay oro. — Maldito sea — murmuró roncamente la vieja.—Déjalo todo, abandona lo más precioso, pero corre, que si no, vas a ser enterrada en vida. — Ya estoy en la escalera — abuela mía, — pero no veo. ¡Qué horror! ¿Dónde está vuestra luz? — Nieta, nieta, la piedra va a cubrir el agujero, mi brazo arde en lugar de la vela; pero sal pronto... pronto... Un grito de espanto fue la única respuesta de la niña. La losa negra acababa de ocupar su círculo, y la bella joven quedaba sepultada para siempre.

Tres días pasaron, y la ronda, a instancia de los vecinos, echó abajo la puerta de la casa. El miserable ajuar de las dos mujeres estaba intacto, y nada indicaba robo ni violencia. Sin embargo, las dueñas no parecían. En vano fue el escrupuloso registro que en todo hicieron. Sólo un alguacil, conocido por el Podenco, afirmó que el montón de cenizas que en el patio se hallaban, pertenecían, salvo el parecer del escribano, al cuerpo de la anciana, a quien él, siguiendo inveterada costumbre, tenía por hechicera. Este aserto dio lugar a que corchetes y vecinas exclamaran tan sólo: ¡Pobre Rufina! que, en resumidas cuentas, éste era el nombre de pila de la nieta, y que nosotros decimos, aunque tarde, para conocimiento de nuestros lectores. Pero por más que los fallos de la justicia son inmutables. y ésta dio la casa por enteramente deshabitada, todos los días, a las doce de la noche, un quejido lastimero ponía en alarma a los desvelados del barrio. La voz que producía la queja era tan pura y al par tan penetrante, que todos sentían una mezcla de compasión y espanto, que tenía en continuo ejercicio a los dependientes de la Santa Inquisición. Pero ¡tristes de ellos! Aunque la voz sonaba debajo de la piedra no podían dar con la causa. Eso se quedaba para mis lectores, los que, si hubieran vivido en aquella época, podrían contarme, para que yo lo hiciera a los demás, el cómo fueron los funerales que, por el alma en pena de aquella casa, se costearon por una devota en la iglesia de San Juan de los Reyes. Algunos meses hace, según me afirma el que ha salido garante de la verdad de este relato, que fue derribada la vivienda en que existía la negra losa, al presente convertido el sitio en inmundo cascajar. Este importante descubrimiento me ha hecho desistir de la idea que tenía de cargar con la piedra para echarla encima de los atrevidos que dijeren no ser verdad cuanto en las anteriores líneas se contiene.


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SUEÑOS DE CUARENTENA

sueño 22 (13 abril del 2020)



Trece de abril. Trigésimo segundo día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, ciento sesenta y seis novecientos mil y diecisiete mil muertos(1), dicen por la radio (y aún dicen que las cifras reales duplican el número de decesos). ¡Como para no tener miedo!
En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.
Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.
En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.
     Alfredo Vílchez



(de “ Soria. Leyendas y tradiciones”, de Gervasio Manrique -1926-) 
Soria a través de los tiempos

 La ciudad de Soria, se regia por un fuero que se cree fue dado a la población de los años 1190 a 1214, en el reinado de Alfonso VIII. Hay datos de que existió un fuero primitivo y muy breve, de Soria, suponiendo sería dado a la ciudad, al mandarla repoblar Alfonso I de Aragón. Ha sido creencia errónea, que el fuero de Soria, lo concedió Alfonso el Sabio. «El alcalde que su caballo vendiere - dice el fuero de Soria—o se le muriere y no comprase otro hasta un mes, que no juzgue, ni tenga parte en las caloñas ningunas, y, si juzgare, que no valga su juicio.» Y dice también en su título de guardas de los montes; «si alguno fuere hallado haciendo caminada o encendiendo los montes, o haciendo horno para hacer pez, échenlo en el fuego, o redímanlo por cuanto pudieran de haber». Enrique IV concedió a Soria, un mercado franco en los Jueves, y en este día, igual que la víspera y al siguiente del mercado, los justicias no podían ejecutar, ni prender a ningún vecino por deudas. El 1380 se celebraron en Soria unas Cortes, decretando en ellas, Fernando II de León y Juan I de Castilla, entre otras cosas curiosas, que las mancebas llevasen un paño encarnado sobre la toca, para distinguirlas de las mujeres honestas. Tampoco debemos olvidar una simpática institución formada entre los hombres buenos del común y que todavía existe en la ciudad. Nos referimos a los Jurados y Cuadrillas, que celebran las fiestas de San Juan. Cada cuadrilla tomó el nombre de una parroquia. Actualmente, se asocian cada dos cuadrillas para celebrar las fiestas de la Madre de Dios, y han decaído grandemente, sus originales tradiciones. El jurado es el presidente de la cuadrilla, y para el gobierno de la misma se nombran cuatro secretarios que se llaman los Cuatros. Se perdió la festiva costumbre de que los nuevos vecinos, al entrar en cuadrilla, invitasen a una merienda a todos los de su clase. Y este yantar en común subsiste todavía, aunque trasformado, en las fiestas de San Juan, en el acto de comprar un toro, que se le da muerte en la plaza de toros y después se guisa y se reparte entre los socios de la cuadrilla, lo que da lugar a una hermosa fiesta, llamada de las Calderas, la mañana del primer domingo, después del 24 de Junio. La compra del Loro en Valonsadero, por las cuadrillas, da lugar a animadas giras de los habitantes de Soria, y al jueves siguiente del día de San Juan, se efectúa la saca, que es el acto de traer los toros al encierro, celebrándose con este motivo una fiesta muy animada, en la que los caballistas, después de encerrar los toros en la plaza, hacen varias carreras, a toda marcha, por la calle principal de la ciudad. Aún existe la costumbre de correr las vaquillas en la plaza de toros el día de Santiago, tradición que tiene su origen en el deber de gestionar los alcaldes que los ganaderos de Valonsadero prestasen tres toros, que se corrían el día del patrón de España en la plaza mayor. De entre las antiguas normas de la vida de Soria, algo hemos de decir también del nombramiento del Caballero del Pendón, hecho por los hijosdalgos. El pendón de Soria, que era de damasco carmesí, llevaba bordadas en hilo de oro las armas de la ciudad. Era el caballero del pendón el encargado de sacarlos por la ciudad para proclamar a un nuevo rey, o llevarlo consigo cuando debían partir para la guerra, bajo el pendón de Soria, sus caballeros. Hubo una peste que asoló a la ciudad. También existió una expulsión de moriscos. Y a todo esto se unió el terrible castigo que impuso a los habitantes de Soria Alfonso, el onceno, por haber dado muerte los sorianos a uno de los caballeros del rey llamado Garcilaso de la Vega, en el episodio de la puerta del Postigo. Ocurrió que Alfonso XI, mandó a Soria, a su emisario Garcilaso con el fin de reclutar gente para someter al infante don Juan que le alborotaba los reinos. Los de Soria no quisieron dar aposento a Garcilaso; antes cerraron las puertas de la ciudad y obligaron al emisario del rey a hospedarse en el convento de San Francisco, fuera de las murallas. Garcilaso de la Vega envió un mensaje a los principales de Soria, preguntando por qué le cerraban las puertas. Le contestaron que se fuese, enhorabuena, a reclutar gentes por otras tierras, que ellos reclutarían la suya, y parece ser que Garcilaso, insultó al caballero que le llevó la respuesta de la ciudad, lo que irritó mucho a los habitantes de Soria hasta el extremo de salir 4000 hombres armados por la puerta del Postigo y rodear el convento de San Francisco. Al rumor de las armas, Garcilaso temeroso, se disfrazó de fraile y se cuenta que al entrar al monasterio los sorianos, en busca de él, lo encontraron con el Breviario al revés, porque no sabia leer, y le dieron muerte a puñaladas. De cómo se vivía en Soria en los últimos siglos, hay escrita una bella crónica por don Lorenzo Aguírre, quien después de hacer alusión a la destrucción de parte de las murallas y su fuerte castillo por las tropas francesas, al retirarse de Soria, derrotadas en la guerra de la independencia, habla de aquellas honestas costumbres de los sorianos regidas, en parte, por la campana de queda. Todavía, dice el cronista, que el alumbrado público era desconocido, y a las ocho en invierno y a las nueve en verano, al oír tañer la campana de queda, se disolvían las tertulias y cada uno volvía a su casa con un farolillo en la mano, dando lugar por las calles a cómicos incidentes. Los días festivos, al amanecer, se hacia la procesión de la aurora y como licencia extraordinaria en la vida familiar, se autorizaba a las doncellas y a los muchachos salir la noche de San Juan para que vieran las embarcaciones formadas por huevos echados en vasos de agua. En esta misma noche, existió en Soria la leyenda de las doncellas que debían esperar las doce de la noche, al pie de una ventana, con los pies en un cuenco de agua, para escuchar el nombre de quien, por voluntad de la divina Providencia, sería su prometido. Quedaba en esto recuerdos de ritos celtibéricos.
El monte de las ánimas (una leyenda de Becquer) La noche de difuntos me despertó a no se qué hora, el doble de las campanas; su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta tradición que oí hace poco en Soria. Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijoneada, la imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve tirarle de la rienda. Por pasar el rato me decidí a escribirla, como en efecto lo hice. Yo la oí en el mismo lugar en que acaeció y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con miedo, cuando sentía crujir los cristales de mi balcón, estremecidos por el aire frío de la noche. Sea de ello lo que quiera, ahí va, como el caballo de copas.
Atad los perros; haced la señal con las trompas para que se reúnan los cazadores, y demos la vuelta a la ciudad. La noche se acerca, es día de Todos los Santos y estamos en el Monte de las Animas. ¡Tan pronto! A ser otro día, no dejara yo de concluir con ese rebaño de lobos que las nieves del Moncayo han arrojado de sus madrigueras, pero hoy es imposible. Dentro de poco sonará la oración de los Templarios, y las ánimas de los difuntos comenzarán a tañer su campana en la capilla del monte. i En esa capilla ruinosa! ¡Bah! ¿Quieres asustarme? No, hermosa prima; tu ignoras cuanto sucede en este país, porque aún no hace un año que has venido a él desde muy lejos. Refrena tu yegua, yo también pondré la mía al paso, y mientras dure el camino te contaré esa historia: Los pajes se reunieron alegres y bulliciosos en grupos; los condes de Borges y de Alcudiel montaron en sus magníficos caballos y todos juntos siguieron a sus hijos Beatriz y Alonso, que precedían la comitiva a bastante distancia. Mientras duraba el camino, Alonso narró en estos términos la prometida historia: Ese monte que hoy llaman de las Animas pertenecía a los Templarios, cuyo convento ves allí, a la margen del río. Los templarios eran guerreros y religiosos a la vez. Conquistada Soria a los árabes el rey los hizo venir de lejanas tierras para defender la ciudad por la parte, del puente, haciendo en ello notable agravio a sus nobles de Castilla, que así hubieran solos sabido defenderla como solos la conquistaron. Entre los caballeros de la nueva y poderosa Orden y los hidalgos de la ciudad fermentó por algunos años, y estalló al fin, un odio profundo. Los primeros tenían acotado ese monte, donde reservaban caza abundante para satisfacer sus necesidades y contribuir a sus placeres; los segundos determinaron organizar una gran batida en el coto, a pesar de las severas prohibiciones de los clérigos con espuelas, como llamaban a sus enemigos. Cundió la voz del reto, y nada fue parte a detener a los unos en su manía de cazar y a los otros en su empeño de estorbarlo. La proyectada expedición se llevó a cabo. No se acordaron de ella las fieras; antes la tendrían presente tantas madres como arrastraron sendos lutos por sus hijos. Aquello no fue una cacería, fue una batalla espantosa; el monte quedó sembrado de cadáveres; los lobos a quienes se quiso exterminar tuvieron un sangriento festín. Por último, intervino la autoridad del rey: el monte, maldita ocasión de tantas desgracias, se declaró abandonado, y la capilla de los religiosos, situada en el mismo monte y en cuyo atrio se enterraron juntos amigos y enemigos comenzó a arruinarse. Desde entonces, dicen que cuando llega la noche de difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que las ánimas de los muertos envueltas en jirones de sus sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los lobos aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro día se han visto impresas en la nieve las huellas de los descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le llamamos el Monte de las Animas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche. La relación de Alonso concluyó justamente cuando los dos jóvenes llegaban al extremo del puente que da paso a la ciudad por aquel lado. Allí esperaron al resto de la comitiva, la cual, después de incorporárseles  los dos jinetes, se perdió por entre las estrechas y oscuras calles de Soria. Los servidores acababan de levantar los manteles; la alta chimenea gótica del palacio de los condes de Alcudiel despedía un vivo resplandor iluminando algunos grupos de damas y caballeros que alrededor de la lumbre conversaban familiarmente, y el viento azotaba los emplomados vidrios de las ojivas del salón. Solos dos personas parecían ajenas a la conversación general: Beatriz y Alonso. Beatriz seguía con los ojos, absorta en un vago pensamiento, los caprichos de la llama. Alonso miraba el reflejo de la hoguera chispeando en las azules pupilas de Beatriz. Ambos guardaban hacía rato un profundo silencio. Las dueñas referían, a propósito de la noche de difuntos, cuentos temerosos en que los espectros y los aparecidos representaban el principal papel; y las campanas de las iglesias de Soria, doblaban a lo lejos con un tañido monótono y triste. — Hermosa prima —exclamó al fin Alonso rompiendo el largo silencio en que se encontraban— pronto vamos a separarnos tal vez para siempre; las áridas llanuras de Castilla sus costumbres toscas y guerreras, sus hábitos sencillos y patriarcales sé que no te gustan, te he oído suspirar varias veces, acaso por algún galán de tu lejano señorío. Beatriz hizo un gesto de fría indiferencia; todo un carácter de mujer se reveló en aquella desdeñosa contracción de sus delgados labios. — Tal vez por la pompa de la corte francesa, donde hasta aquí has vivido...  —se apresuró a añadir el joven —. De un modo o de otro, presiento que no tardaré en perderte... Al separarnos, quisiera que llevases una memoria mía... ¿Te acuerdas cuando fuimos al templo a dar gracias a Dios por haberte devuelto la salud que viniste a buscar a esta tierra? El joyel que sujetaba la pluma de mí gorra cautivó tu atención. ¡Que hermoso estaría sujetando un velo sobre tu oscura cabellera! Ya ha prendido el de una desposada; mi padre se lo regaló a la que me dio el ser, y ella lo llevó al altar... ¿Lo quieres? —No sé en el tuyo—contestó la hermosa— pero en mi país una prenda recibida compromete una voluntad. Sólo en un día de ceremonia debe aceptarse un presente de manos de un deudo... que aún puede ir a Roma sin volver con las manos vacías. El acento helado con que Beatriz pronunció estas palabras turbó un momento al joven, que, después de serenarse, dijo con tristeza. —Lo sé, prima; pero hoy se celebran Todos los Santos, y el tuyo
entre todos; hoy es el día de ceremonias y presentes. ¿Quieres aceptar el mío? Beatriz se mordió ligeramente los labios y extendió la mano para tomar la joya, sin añadir una palabra. Los dos jóvenes volvieron a quedarse en silencio, y volvióse a oír la cascada voz de las viejas que hablaban de brujas y de trasgos, el zumbido del aire, que hacía crujir los vidrios de las ojivas, y el triste y monótono doblar de las campanas. Al cabo de algunos minutos, el interrumpido diálogo tornó a anudarse de este modo: — Y antes que concluya el día de todos los Santos, en que así como el tuyo se celebra el mío, puedes, sin atar tu voluntad, dejarme un recuerdo, ¿no lo harás?—dijo él clavando una mirada en la de su prima, que brilló como un relámpago, iluminada por un pensamiento diabólico. —¿Porque no? —exclamó ésta llevándose la mano al hombro derecho como para buscar alguna cosa entre los pliegues de su ancha manga de terciopelo bordado de oro,.. Después con una infantil expresión de sentimiento, añadió: — ¿Te acuerdas de la banda azul que llevé hoy a la cacería, y que por no sé que emblema de su color me dijiste que era la divisa de tu alma? — Sí . —Pues... ¡se ha perdido! Se ha perdido, y pensaba dejártela como un recuerdo. — ¡Se ha perdido! ¿y dónde? —preguntó Alonso incorporándose de su asiento y con una indescriptible expresión de temor y esperanza. — No se... en el monte acaso. — ¡En el Monte de las Animas!—murmuró,  palideciendo y dejándose caer sobre el sitial—¡En el Monte de las Animas! Luego prosiguió con voz entrecortada y sorda: —Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de los cazadores. No habiendo aun podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendientes, he llevado a esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el ardor hereditario de mi raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus guaridas y sus costumbres; yo he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y nadie dirá que me ha visto huir el peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría gozoso como a una fiesta, y, sin embargo, esta noche... esta noche, ¿a qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes? Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero; las ánimas del monte comenzarán ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas... ¡las ánimas!, cuya sola vista puede helar de horror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarle en el torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adonde. Mientras el joven hablaba, una sonrisa imperceptible se dibujó en los labios de Beatriz, que cuando hubo concluido exclamó con un tono indiferente y mientras atizaba el fuego del hogar, donde saltaba y crujía la leña, arrojando chispas de mil colores: — ¡Oh! Eso de ningún modo, ¡Que locura! ¡Ir ahora al monte por semejante friolera! ¡Una noche tan oscura, noche de difuntos, y cuajado el camino de lobos! Al decir esta última frase, la recargó de un modo tan especial, que Alonso no pudo menos de comprender toda su amarga ironía. Movido como por un resorte se puso en pie, se paso la mano por la frente, como para arrancarse el miedo que estaba en su cabeza y no en su corazón, y con voz firme exclamó, dirigiéndose a la hermosa, que estaba aún inclinada sobre el hogar entreteniéndose en revolver el fuego: —Adiós, Beatriz, adiós... Hasta pronto. —¡Alonso! ¡Alonso!—dijo ésta, volviéndose con rapidez; pero cuando quiso o aparentó querer detenerle, el joven había desaparecido. A los pocos minutos se oyó el rumor de un caballo que se alejaba al galope. La hermosa, con una radiante expresión de orgullo satisfecho, que coloreó sus mejillas, prestó atento oído a aquel rumor, que se debilitaba, que se perdía, que se desvaneció por último. Las viejas, en tanto, continuaban en sus cuentos de ánimas aparecidas; el aire zumbaba en los vidrios del balcón y las campanas de la ciudad doblaban a lo lejos.
Había pasado una hora, dos, tres; la media noche estaba a punto de sonar, y Beatriz se retiró a su oratorio. Alonso no volvía, no volvía, cuando en menos de una hora pudiera haberlo hecho. — ¡Habrá tenido miedo! —exclamó la joven cerrando su libro de oraciones y encaminándose a su lecho, después de haber intentado inútilmente murmurar algunos de los rezos que la iglesia consagra en el día de difuntos a los que ya no existen. Después de haber apagado la lámpara y cruzado las dobles cortinas de seda, se durmió; se durmió con un sueño inquieto, ligero, nervioso. Las doce sonaron en el reloj del Postigo. Beatriz oyó entre sueños las vibraciones de la campana, lentas, sordas, tristísimas, y entreabrió los ojos. Creía haber oído a par de ellas pronunciar su nombre; pero lejos, muy lejos y por una voz ahogada y doliente. Él viento gemía en los vidrios de la ventana.

- Será el viento—dijo; y poniéndose la mano sobre el corazón, procuró tranquilizarse. Pero su corazón latía cada vez con más violencia. Las puertas de alerce del oratorio habían crujido sobre sus goznes con un chirrido agudo, prolongado y estridente. Primero unas y luego las otras mas cercanas, todas las puertas que daban paso a su habitación iban sonando por su orden, estas con un ruido sordo y grave, aquellas con un lamento largo y crispador. Después silencio, un silencio lleno de rumores extraños, el silencio de la media noche, con un murmullo monótono de agua distante, lejanos ladridos de perros, voces confusas, palabras ininteligibles, ecos de pasos que van y vienen, crujir de ropas que se arrastran, suspiros que se ahogan, respiraciones fatigosas que casi se sienten, estremecimientos involuntarios que anuncian la presencia de algo que no se ve y cuya aproximación se nota, no obstante, en la oscuridad. Beatriz, inmóvil, temblorosa, adelantó la cabeza fuera de las cortinillas y escuchó un momento. Oía mil ruidos diversos; se pasaba la mano por la frente, tornaba a escuchar: nada, silencio. Veía, con esa fosforescencia de la pupila en la crisis nerviosa, como bultos que se movían en todas direcciones; y cuando, dilatándolas, las fijaba en un punto: nada, oscuridad, las sombras impenetrables. — ¡Bah!—exclamó, volviendo a recostar su hermosa cabeza sobre la almohada de raso azul del lecho —; ¿soy yo tan miedosa como estas pobres gentes, cuyo corazón palpita de terror bajo una armadura, al oír una conseja de aparecidos? Y cerrando los ojos intentó dormir..; pero en vano había hecho un esfuerzo sobre sí misma. Pronto volvió a incorporarse más pálida, más inquieta, mas aterrada. Ya no era una ilusión; las colgaduras de brocado de la puerta habían rozado al separarse, y unas pisadas lentas sonaban sobre la alfombra; el rumor de aquellas pisadas era sordo; casi imperceptible; pero continuado, y a su compás se oía crujir una cosa como madera o hueso. Y se acercaban, se acercaban, y se movió el reclinatorio que estaba a la orilla de su lecho. Beatriz lanzó un grito agudo, y arrebujándose en la ropa que la cubría, escondió la cabeza y contuvo el aliento. El aire azotaba los vidrios del balcón; el agua de la fuente lejana caía y caía con un rumor eterno y monótono; los ladridos de los perros se dilataban en las ráfagas del aire, y las campanas de la ciudad de Soria, unas cerca, otras distantes, doblaban tristemente, por las ánimas de los difuntos. Así pasó una hora, dos, la noche, un siglo, porque la noche aquella pareció eterna a Beatriz. Al fin despuntó la aurora; vuelta de su temor, entreabrió los ojos a los primeros rayos de luz. Después de una noche de insomnio y de terrores, ¡es tan hermosa la luz clara y blanca del día! Separó las cortinas de seda del lecho, y ya se disponía a reírse de sus temores pasados, cuando de repente un sudor frío cubrió su cuerpo, sus ojos se desencajaron y una palidez mortal descoloró sus mejillas: sobre el reclinatorio había visto sangrienta y desgarrada la banda azul que perdiera en el monte, la banda azul que fue a buscar Alonso. Cuando sus servidores llegaron despavoridos a noticiarle la muerte del primogénito de Alcudiel, que a la mañana había aparecido devorado por los lobos entre las malezas del Monte de las Animas, la encontraron inmóvil, crispada, asida con ambas manos a una de las columnas de ébano del lecho, desencajados los ojos, entreabierta la boca, blancos los labios, rígidos los miembros. Muerta; ¡muerta de horror! Dicen que después de acaecido este suceso, un cazador extraviado que pasó la noche de difuntos sin poder salir del Monte de las Animas, y que al otro día, antes de morir, pudo contar lo que viera, refirió cosas horribles. Entre otras, asegura que vio a los esqueletos de los antiguos templarios y de los nobles de Soria enterrados en el atrio de la capilla, levantarse al punto de la oración con un estrépito horrible, y, caballeros sobre osamentas de corceles, perseguir como a una fiera a una mujer hermosa, pálida y desmelenada, que con los pies desnudos y sangrientos, y arrojando gritos de horror, daba vueltas alrededor de la tumba de Alonso.
Los siete infantes de Lara La leyenda que vamos a describir en este capítulo, se refiere a los Infantes de Lara, muertos en tierras de Almenar. Dice Menéndez Pidal que esta leyenda fue el primer grito de rebelión lanzado por el romanticismo de nuestro suelo. El poema de los Infantes de Lara ha sido cantado por los poetas de nuestros mejores tiempos. A partir del siglo X la leyenda de los Infantes de Lara se difundió por todas las regiones de España; pero donde todavía se conserva con gran fuerza sugestiva en el alma popular, es en tierras de Soria y las del Burgo de Osma, que fue donde se desarrolló el suceso. Los campos de Almenar fueron testigos de la mayor traición que puede realizar un hombre, por rivalidades surgidas, en el seno de una familia. Dice la antigua leyenda que el caballero Ruy Velázquez, instigado por las quejas de su mujer doña Lambra de Bureba, entregó a los moros, en los campos de Almenar, las cabezas de los siete Infantes de Lara, a quienes vengó después un hermano bastardo llamado Mudarra. El argumento de este cantar de Gesta, tal como se refiere en las crónicas de Alfonso el Sabio, empieza relatando las espléndidas bodas que se hicieron en Burgos, cuando se casó doña Lambra de Bureba, emparentada con los condes de Castilla, con Ruy Velázquez,
señor de Vilviestre. Los encantos y diversiones de esta boda se vieron turbados por una disputa sobre lanzar al tablado que sostuvieron don Gonzalo González, uno de los Lara, con don Alvar Sánchez primo de la novia, muriendo este último en la contienda. La fiesta de lanzar al tablado consistía en tirar sus varas los caballeros sobre un tablado con un castillejo, y era la honra de la fiesta el que lograse, lanzando su vara con destreza, derribar las tablas del castillo. Doña Lambra se sintió deshonrada por la muerte de su primo y consiguió con sus lamentos, despertar en su marido el odio a sus sobrinos, los Infantes de Lara. Ruy Velázquez, el valiente caballero que luchó con tanto valor en la batalla de los Cascajares, llegó a herir a Gonzalo y estuvo a punto de estallar una campal refriega entre los hermanos de éste y los vasallos de su tío, a no intervenir don Gonzalo Gústioz, padre de los siete hermanos. Por fin, se llegó en la familia a una reconciliación aparente y hasta los Infantes de Lara acompañaron después a doña Lambra a su heredad de Barbadillo; pero allí la irritada señora, dejándose llevar de sus sentimientos, hizo que uno de sus criados, arrojase un cohombro lleno de sangre a la cara de Gonzalo, afrenta de las mayores en aquellos tiempos. A la vista de esta venganza, los hermanos de Gonzalo sacaron sus espadas y dieron muerte al ofensor sin respetar que se había cobijado bajo el manto de su señora, que quedó teñido de sangre. La desesperación de doña Lambra hace que su marido urda otra venganza contra sus sobrinos, que escandalizó a amigos, enemigos y extraños y a cuantos de ella tuvieron noticias. Después este suceso dio motivos a cantares, romances, leyendas y comedías, en sus más puras manifestaciones de la poesía popular.

Ruy Velázquez aparentó no hallarse agraviado por lo ocurrido con sus sobrinos y envió a Gonzalo Gústioz de Lara, padre de los Infantes, a Córdoba, con el pretexto de pedir dinero a su amigo Almanzor. Don Gonzalo Gústioz partió para Córdoba y a su llegada entregó la carta al rey moro; mas en esta carta escrita en arábigo, Ruy Velázquez no le pedía dinero a Almanzor sino que descabezase a Gonzalo Gústioz, El rey moro leyó la carta, se compadeció de don Gonzalo y en vez de matarlo, lo encerró en prisiones. Mientras tanto, el desleal Ruy Velázquez, invitó a sus sobrinos a que fueran con él a los campos de Almenar, a pelear contra los moros. Los siete Infantes de Lara, se pusieron en camino con su viejo ayo Nuño Salido y doscientos caballeros. Ruy Velázquez puesto de acuerdo con los capitanes moros, a quienes había vendido sus sobrinos, a su llegada a campos de Almenar, rodearon a los Infantes y después de una fogosa batalla, lograron descabezar a los siete hermanos y a don Ñuño, su ayo leal. Las ocho cabezas fueron llevadas por los capitanes moros a Córdoba, y Almanzor las presentó a don Gonzalo, quien, después de cogerlas una a una, limpiarles el polvo y la sangre y reconocerlas, lloró amargamente, y razonó con ellas de tal manera que hizo llorar a Almanzor, y éste le dejó volver libre a su tierra. Una infanta mora hermana de Almanzor, encargada de la vigilancia de Gonzalo Gústioz, se había enamorado del caballero cristiano y de estos amores nació un hijo llamado Mudarra, el que fue más tarde vengador de sus hermanos, haciendo quemar viva a doña Lambra.



......…...…...……..


SUEÑOS DE CUARENTENA

sueño 21 (14 abril del 2020)



Catorce de abril. Trigésimo tercer día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, ciento sesenta y seis novecientos mil y diecisiete mil muertos(1), dicen por la radio (y aún dicen que las cifras reales duplican el número de decesos). ¡Como para no tener miedo!
En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.
Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.
En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.
     Alfredo Vílchez




(de “ Miradas de Tierra”, de Alfredo Vílchez)

Vestida de sequedad, la tierra sueña. Recuerda tiempos viejos de frondas, en que las lluvias se abrazaban a los árboles dejándose caer, como jugando, por los leñosos surcos de sus troncos. 
Una gota le despierta. Luego, cientos, y el estruendo anima a los regatos, que habían olvidado que lo eran, haciéndolos gritar con voz de río, abriéndoles los brazos de agua  para abarcar los surcos y sembrados.

La tierra se llena las entrañas, sacia su sed de siglos, se hace cuna de charcas y humedales y, cuando ya no puede más, crea espejos de ondas para reflejar el cielo, para encerrar la tarde, para detener el tiempo  e ignorar que es llano donde mañana el sol volverá a encerrarse en los terrones.
Como el agua, la vida se rompe, se agita en los turbiones, llena de sol el seno de su espuma. 
Como el agua, la vida se vuelve cauce, caudal profundo de ilusiones capaz de ser a un tiempo camino y horizonte.

Como el agua, al fin, la vida se detiene en la niebla del recuerdo, siendo espejo de sí misma, límite impreciso de sueño y realidad.


Agua llana Como el agua -agua


Hundidos sobre la piel del pueblo, deformes por las aguas y los vientos, henchidos de duro e inclemente sol, límites pardos de tercas ambiciones, los viejos adobes cercanos a la tierra ciegan con paja el corazón humano, haciéndose a la vez frontera y cerco de un mundo que esquilma y que destruye, de una campana cuyo bronce nuevo llama con voz indiferente a la oración vacía, de un cántaro colmado de apariencias que viste de vidrio rencillas e ignorancias.

Dos pasos más allá, fuera del muro, está el regato y la pequeña olmeda cargada de sombras, de frescura, de canción del viento entre las ramas, donde los troncos, hendidos y rugosos, sostienen la armonía del universo y trenzan la vida con dedos leñosos, llevando a Dios el pensamiento, serenando el alma.

Mundos cercanos… mundos opuestos. Destructor y arrogante el del adobe, el del regato inerme y débil, pero eterno.

La tormenta alza en clamor la voz del bosque con el canto ronco, profundo y uniforme, de la densa lluvia  golpeando las hojas  y aplastando el suelo.

Sonido espeso y oscuro sobre el que vibra, nítido, el chapoteo agudo sobre los charcos próximos.
Bajo una encina me abraza el aguacero, y veo el mundo tras los hilos transparentes que caen de la capucha, haciéndome sentir la soledad humana en la plenitud de la naturaleza.


Contraste El ronco canto del cielo


Te veo pasar, río Júcar, guardando en tu seno la luna de mayo que carga de plata tus aguas ruidosas.
Te oigo rompiendo la noche clavada de estrellas, haciéndote canto del gastado puente.
Estamos los tres, el puente, tú y yo, bajo el cielo eterno vestido de sombra.

Para hablarte, río, elevo mi grito, mas tú, indiferente, prosigues tu curso sin querer oírme, sin mirar atrás, jugando en los arcos a cambiar el rumbo de un mundo de espuma.

Manantial, origen de un hálito suave, un llanto blando del corazón de la tierra que busca la luz a través de la piedra hendida.

Será espejo de sol, caricia de hierba, voz del bosque en la ladera, grito agudo en el despeñadero, mansa canción en la laguna, y mano abierta sin memoria que grabará en la arena la huella de un caudal sin forma que habrá dejado vida allá donde tocó su piel de agua


La noche y el río La fuente


No me atiendes, río, pero… ¿Quién eres tú para ignorar mi voz? Sin mí no habrá nadie que escuche tu llanto y serás por siempre, igual que otros cauces, sendero de ondas vacío de pasos.
¡Párate y óyeme, Júcar!

Busco en tus aguas la vida. Quiero abrazar contigo el alma de la noche y beber contigo la existencia misma, y quiero mostrarte en el pecho mi corazón de río.
Tu y yo somos uno. ¡Llévate ahora mi bolsa de versos y hazme vivir en ti tu curso y tu suerte!


-cielo


El cielo resplandece, dando forma a las sombras dormidas, en un fulgor de vida que disipa los sueños y canta, con los bosques y las aves, el himno del día.
Luz sin sombras,  como de sueño,  luz turbia  de nube que se arrastra  borrando perfiles a su paso, límite corto de horizonte  que crea un mundo nuevo  bajando hasta el suelo el universo Fulgor de vida Niebla


Despertó la mañana, roto su silencio por el viento bramando entre los pinos, jugando con violencia a encajar su cuerpo hueco entre los blandos brazos de las ramas altas.

Junto a la flor, abrí los brazos en gesto de silencio, y, en un grito sin palabras, le pedí sosiego y calma para no romperla, para no rasgar su frágil atavío.

El viento se llevó mi voz de verso, que ya conocía de otras veces, y dejó junto a mi un jirón de paz para que pudiese gozar del milagro de cada primavera.

Levanta el aire las faldas de la aurora y el camino se empiedra de gotas de rocío.

Canta el árbol con su voz caliente el grito que bosteza la noche.

En el valle, un hálito de niebla intemporal acaricia mansedumbres de los hatos y humedece los sueños aún tranquilos.

Mientras, el silencio blanco llena los cangilones de su noria con los suspiros cansados del verano, dejando llegar la hora del fermento de la sangre del sol vertida en fruto, y agitando las manos del otoño para tejer un pardo manto de hojas a la tierra.

Muere el misterio oscuro del profundo bosque aventado por el batir de claras alas.
Con el callado estrépito de sus colores, gris sobre negro y preludio de violeta luego amarillo con el borde azul, en la tenue cuna del alba nace el día.



Hable con el viento El ronco canto del cielo


La noche cubre el bosque de silencio, haciendo dormir al viento con su caricia oscura, sujetando con dedos negros las hojas de los árboles, dejando caer una paz densa que se me aprieta en las manos como un saludo antiguo.

Tan sólo el cárabo, lejos, se atreve a alzar la voz, en breves gritos, como asustado de su osadía.
Cierro los ojos, abro los brazos y me lleno de ese aire quieto que lleva hasta el alma la esencia tranquila de las sombras.

El sol bajó a la tierra como niebla, como calima espesa, haciendo dormir la mente y desterrando sueños.

La voz quedó vacía y el alma yerta.
Luego, en un amanecer, llegó el viento del norte cargado de palabras, escribió canciones en el bosque, abrazó las cumbres y los valles, abrió nuevos horizontes... y lleno de versos las manos secas.


Negro de paz Viento del norte


-tierra

Al fondo, el valle, herido de sombra, hacía nacer vientos infinitos que se arrastraban entre las piedras gimiendo en su ascensión, hablándonos, al pasar, de su infancia reciente, de sus anhelos de cumbre y cielo, de sus sueños de vendaval temido.

En el silencio del bosque, que es canto de viento y agua, se oyó el susurro del fuego abrazado a la hojarasca.

Luego su voz, alta y fuerte al retorcerse en las ramas se convertía en el grito del árbol que se quemaba, mientras el fuego, inclemente, le abrasaba las entrañas.
Al fin quedó sólo un campo de madera calcinada. Y volvió el silencio al bosque para llorar la desgracia.

Crepúsculo en Sierra Nevada Incendio en el bosque


Bajo el sol que nace, estelas de sombras cruzan los surcos tatuando en el suelo la esencia del tronco de ramas de otoño, rompiendo en su trazo las perlas de plata con que cada brizna se adorna en la aurora.

Cuando estalla la luz y al viento se cuelgan, cantando, cien trinos, los álamos viejos extienden sus brazos cubriendo los campos, buscando en su seno el corazón del tiempo, jugando a mezclar presente y pasado, sintiéndose eternos, sintiéndose alegres, sintiéndose origen, sintiéndose árbol.
Como un hito central de la jornada, como un alto en la ruta y en la vida, se abrió de par en par el bosque mostrando la montaña.

Estaba allí, donde siempre en soledad de esperanza, hermosa en su grandeza, vieja en su inmensidad, amiga en el recuerdo, abiertos sus brazos de roca para recibirle en cualquier momento. 
Y un torbellino antiguo agitó lo más profundo de su ser haciendo aparecer un mundo en el que sólo había sitio  para el hombre y la serranía.


Alameda El encuentro


Lejos, la campana, llenando con breve tañido la bruma de ensueño que el camino escarcha.
Arriba, el azul, intenso en lo alto, sujeto con bridas de madera y hojas.
Abajo, la tierra, sembrada de pardo, donde el tronco muda en raíz profunda génesis de vida.
Al amanecer, con lazos de sombra unidas las manos, dícese que hablan entre sí los álamos.



El árbol caído


Junto al camino te alzabas hierático, imponente, con los dedos cubiertos de esmeralda, con los brazos tendidos, poderosos, para cobijo de la vida, con tu parda túnica embozado, al tiempo áspera y cálida, de corteza en que mis manos, cansadas del esfuerzo o ansiosas de la paz que sugerías, sentían el palpitante hálito de tu corazón de savia.

Pero llegó la furia y la tormenta, se rompió el cielo en mil destellos de vandálicos quejidos, y el huracán quiso descoyuntar tus miembros para partirte en dos, celoso de la fuerza de tu espíritu.
No te rompiste, no, pero se abrió la tierra, cedió la base donde tuviste apoyo desde el primer raigón, la tierra en quien fiaste para subir al firmamento,y todo tú diste en el suelo quebrándote los brazos con el golpe, al aire tus entrañas, inerme al vendaval y al aguacero.

Al punto que te ví sentí en mi pecho tu desarraigo, acaricié tu piel nudosa, ahora a mi alcance, y abracé tu viejo tronco sin poder abarcarlo, como siempre. Juntos, así, corazón con corazón, aún llegué a oír tu voz, en un adiós sin miedo y sin tristeza, musitando que nada había acabado, que tu muerte no era el fin sino el regreso, que la existencia impregna el universo y está en la paz y en el aliento, en la belleza, en la armonía, en el recuerdo.

Se apagó tu voz. Se hizo el silencio, tu silencio ... y el mío, y lloré por un árbol.
Pero al volver mis pasos vi a tus hermanos, rotos por la lid mas aún erguidos, testigos de tu lucha y tu caída; vi que encima de tus ramas, destrozadas, cantaban varias aves, y que en la fronda de tus hojas un conejo buscaba su refugio; vi también, cerca de ti, germinando, tu semilla, y entendí tus últimas palabras.

Adiós, amigo. Como dijiste, la vida seguirá contigo, y tú vivirás conmigo para siempre.

-hombre

Lo vi en la sombra del parque caminando con su dueño, mirándolo paso a paso con gesto alegre y risueño (porque tengo la certeza de que sonríen los perros) como si de él dependiera la verdad del mundo entero.

Andares de lealtad, paso a paso, gesto a gesto, en relación de cariño que olvida cualquier defecto y le basta una caricia para quedar satisfecho.

Lo vi en la sombra del parque, y me nació muy de dentro el escozor en los ojos, y la opresión en el pecho, porque me vino a la mente la nostalgia de otros tiempos, el dolor de otras ausencias, la emoción de otros afectos.

Y me quedé allí, en la sombra, abrazado a mis recuerdos.

Con paso tranquilo, con actitud conforme, con vista larga y paciencia inmensa, el pastor vive su tiempo encajado en el sol de la llanura, percibiendo cómo las sombras de las nubes se abrazan a la tierra o el trueno llena la lejanía con su sonido oscuro.

Su vida es el silencio, sólo roto, de tarde en tarde,  por gritos cortos, breves, casi sin voz, precisos para encauzar, en un momento, la escasa amplitud de su parco mundo perdido entre remotos horizontes.

Desde el perro de otro El pastor

Nació cerca, junto a mi ventana. En el entramado de su nido fue firme propósito materno sin importar los vuelos y trabajos. Después, ya vestido, se erguía, curioso, para conocer el mundo... y conocerme a mi, vecino extraño y alarmante cuyos pasos le hacía recogerse tratando de no existir en la ocasión. Nos acostumbramos el uno al otro. Pude verlo cerca, muy cerca, mientras despertaba a la vida, y en los encuentros, cada vez más largos, le saludaba con una sonrisa nacida en esa esquina del alma donde el hombre se une con la Tierra, mezclando fortuna y esperanza. Llegó el momento de marchar. Su primer vuelo fue hacia mi. Y desde la palma de mi mano inició su aventura. Hermano pájaro... yo te saludo.

El frío se perdió en la esquina quebrado por el sol, y en el marco luminoso, como una humilde invitación del pasado, la silla le ofrecía reposo y calma, un hito frente a la esencia ajetreada y confusa de su vida diaria.

 Decidió sentarse. Las piernas encogidas, la respiración pausada, una mano abrazando al perro, echado junto a él, y la otra, sin fuerza, sobre la rodilla.

Luego cerró los ojos, dejando que el calor penetrara hasta lo más profundo, en un goce primitivo que le abría las puertas del tiempo y del espacio.

Se sintió disuelto por la luz, abrazado por el universo, recibido por la Tierra y reconciliado con los seres vivos.

Y comprendió, conmovido, dónde estaba el auténtico valor de la existencia.


Hermano pájaro La silla al sol


La Fiesta


Nací cuando los sones de un pasodoble abrazaban los ruedos en triunfo, cuando el sol buscaba asiento en los tendidos y la dorada grava se henchía de pasos y amapolas, ... y seguí el camino.
Fui niño cuando la hombría, el valor y la fama cubrían con sus alas de ensueño mi pequeño horizonte, ... y me sentí interesado.

Germinó mi ser, en la adolescencia, con raíces profundas, con la fuerza de cuanto era mío, sintiendo el grito colectivo que inmola a la bestia, la muerte que se troca en arte, la vida en rojo fuego cantando la gloria, ... y la ilusión trenzó sus varas con mis deseos.

Crecí, y los cosos fueron teatros donde vestían la humana comedia con dorados ropajes, donde los más, sin poderlo, se abrigaban con los trágicos airones de los pocos, donde el negocio se excusaba con la tradición o la intransigencia con el grito, ... y me sentí decepcionado.
Maduré en las alas del dolor y la sinrazón, aprendiendo que no es bueno el sufrimiento ni la marea con la que ahogamos la belleza. Comprendí que el gozo de ver matar era más gozo que admiración de arte, que glorificaban la muerte los mismos que no entendían la vida. Miré a los que miraban, miré al toro. ... y me sentí avergonzado.

Mirando muy hondo de mí mismo un nuevo aprendizaje cambió el curso.
Y vi la vida con amor, el cielo con amor, los bosques con amor, los animales con amor, el mundo con amor, e incluso a la gente con amor, ... y me olvidé de la Fiesta.


Miradas de tierra  




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SUEÑOS DE CUARENTENA

sueño 21 (12 abril del 2020)


Doce de abril. Trigésimo primer día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, ciento sesenta y un novecientos mil contagiados y dieciocho mil muertos, dicen por la radio (y aún dicen que las cifras reales duplican el número de decesos). ¡Como para no tener miedo!

En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.

Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.

En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.
    
 @Alfredo Vílchez



CANCIONERO Y ADIVINANZAS CLÁSICAS




Es muy escura, y es clara, tiene mil contrariedades, encúbrenos las verdades, y al cabo no las declara: Nace a veces de donaire, otras de altas fantasías, y suele engendrar porfías aunque trate cosas de aire.
Sabios hay que se desvelan por sacarles los sentidos, y algunos quedan corridos cuanto más sobre ello velan: cuál es necia, cuál curiosa cuál fácil, cuál intrincada, pero sea o no sea nada, decidme qué es cosa y cosa
La adivinanza

Cuando el tiempo se nos troca veréis si queréis mirar a un animal cantar sin tener dientes ni boca
El gallo

Sin padre y madre nací dentro de mi sepultura, a donde el fruto que di, siendo a los otros ventura, fue la muerte para mí
El gusano de seda

era una bizarra testa, y hubo muy pocos valientes en el convite apacible a quien el monstruo terrible no le enseñara los dientes. Yo discurriendo entendí por su color tapeteado que éste que os he contado hijo es de Java y de Alí.
El jabalí

Con tres significaciones, según fuere cada cual, tres elementos habita: la tierra, el aire y el mar. Nace en las gradas de un trono, brilla en la esfera inmortal, o gira en las crespas ondas, hombre, astro o animal
El delfín

Entre dos platos metida, uno convexo, otro plano, en dos elementos vive un ente siempre encerrado.
Feo es lo poco que asoma de su cuerpo negro, escuálido más si la hostigan, muy pronto sacará los pies del plato.
Siempre por hembra se llama, aunque en su especie habrá machos, y a par de ella, desde que nace crece su casa o su rancho
La tortuga

Dos rivales se aborrecen con antipatía igual, aunque ambos a un enemigo hacen la guerra a la par.
Uno es fiel, el otro ingrato, aquel bravo, éste sagaz, uno es salteador de noche, otro es guarda de su hogar
El perro y el gato

Colección Las 36 preguntas
 Quien se viste vestiduras bordadas de mil maneras cada año sin costuras que en mirar a sus figuras os espanta muy de veras.
La serpiente

Anónimo castellano
En un curioso palacio nuestra habitación tenemos, muchos locales poseemos sin que medie un solo espacio. Nuestro trabajo entretiene, somos hermanas sin cuento, y sin nosotras no tiene culto el Santo Sacramento
La colmena

Anónimo aragonés
 Incosciente y recelosa, entre las flores nacida, de mil colores vestida, soy bella y soy caprichosa, mas mi hermosura con saña me crea perseguidores. Mi ser a nadie le daña. Huyo de la oscuridad, y encuentro la luz tan bella que voy a moris en ella ¡Oh triste fatalidad!
La mariposa

Anónimo mejicano
Mi vestido es tornasol; con mi cuchara en la boca, tengo, como monja, toca, mis pies son de quitasol; mi ataud una hoja de col, mi mortaja unas tortillas, y para salir de mi me cantan las seguidillas.
El pato


ANIMALES TERRESTRES

Dí ¿quién será ese soldado tan poco animoso y fuerte que, si al contrario ha pasado él sólo se da la muerte?
El alacrán

Blanco, barranco, pantalón blanco, corre como en zancos a grandes trancos
El avestruz

Dos torres altas, dos miradores, un quitamoscas, cuatro andadores
El buey

Es al principio una cama, y una fiera después. Tal vez alguno de ustedes me pueda decir qué es
El camaleón

Llevo mi casa en el hombro, camino con una pata y voy marcando mi huella con un hilillo de plata
El caracol

Si quieres saber el nombre de un pequeñito animal, tendrás que añadir al rostro el nombre de un vegetal
El caracol

Adivina adivinajera no tiene traje y sí faltriquera
El canguro

En el campo se crió verde como la esperanza: de los hombres es amigo y a las mujeres espanta
El lagarto

Sin ser cardenal tiene rojo sombrero; tiene barba sin ser hombre; tiene espuelas y no es caballero; toca al alba y no es campanero
El gallo

Alto, altanero, gran caballero, gorro de grana, capa dorada, espuela de acero
El gallo

No soy fraile ni soy monje, ni soy de ningún convento, mi hábito es franciscano y de hierbas me sustento
El grillo

No me digas, ¡pardiez! que valgo poco, aunque poco, en verdad, valga mi moco; si me vas a comprar valdré un sentido pues me tratan de rey por mi vestido
El pavo real

Soy un animal pequeño, piensa mi nombre un rato, porque añadiendo una letra tendrás mi nombre en el acto
El ratón

Topó mi padre en la iglesia a uno vestido de negro; ni era fraile, ni era cura mas ya lo dije primero
El topo

Cava en los troncos su oscura casita y allí esconde, avara, cuanto necesita
La ardilla

Por el desierto corre la fama de que no tiene más que un pijama
La cebra

Muchas damas vienen y van. En el camino se encuentran ¿Qué se dirán?
Las hormigas

De negro y en procesión, adivina quienes son.
Las hormigas

Por aquel camino va caminando quien no es gente, adivínelo el prudente que el nombre se quedó atrás
La vaca

Es animal singular sin cabeza ni pescuezo; por dentro tiene la carne y por fuera tiene el hueso
El cangrejo

Un enrollado colchón, bicho es de cuatro patas y en bostezos, campeón
El hipopótamo

Viven sin aliento fríos como un muerto; nunca con sed y siempre bebiendo; todos en grupo siempre en silencio
Los peces

Es la reina de los mares, su dentadura es muy buena, y al no ir nunca vacía dicen siempre que va llena.
La ballena

Canto en la orilla, vivo en el agua, no soy un pez ni soy cigarra
La rana

Verde como un prado y prado no es; habla como un hombre y hombre no es.
El loro

Un sanguíneo sanginario que por sangrar tiene vida, sangra y no deja herida, y deja al sangrado sano
El mosquito

¿Cual es de los animales aquel que tiene en su nombre todas las cinco vocales? El murciélago
En el monte fue nacido aunque nunca fue sembrado, tiene el nombre del Señor y nunca fue bautizado
El ruiseñor

Dime, ¿quién es el soldado tan poco animoso y fuerte que viene con lanza armado, mas, si al contrario ha pasado, él mismo se da la muerte?
La abeja


II: El mundo de los vegetales

Agua faltó en el desierto y sed en el corazón; cate, si no lo adivinas eres un bobalicón.
El aguacate

Sin mi no tendrías pan, ni pasteles ni empanada. Nazco verde y soy dorada por los días de San Juan.
La espiga

Largo como una soga, muerde como una loba.
La zarza

Me desnudo con el frío y me visto en el estío.
El árbol

Ciento en un campo y todos tienen el culo blanco.
Los juncos

Es verde como el loro, es brava como el toro, y si me pica, lloro.
La ortiga

Tiene dientes y no boca, tiene cabeza y no pies ¿qué cosa dirás que es?
El ajo

Verde fue mi nacimiento, me adorno con verdes lazos, y toda la gente llora si es que me hacen pedazos.
La cebolla

Una letra consonante, una virtud teologal, se mezclan en un instante y queda algo especial.
El café

La flor, bonita. Fruta apreciada. Hermoso reino. Bella ciudad. Pero en la guerra trae mortandad.
La granada

El invierno me hace ciega, pero pasando el verano tengo un hijo por blasón, y es tan fuerte y valiente que hace perder a la gente honra, brío, estimación.
La vid

Con mi cara encarnada y mi ojo negro, el campo alegro.
La amapola

Flor nace, verde después y amarillo lo ves. Dime ¿qué es?
El limón

Blanca por dentro, verde por fuera. ¿quieres que lo diga? ......... espera.
La pera

Arca monarca, de buen parecer; soy de madera y no hay carpintero que me pueda hacer.
La nuez

Es santa, no bautizada, y trae consigo el día; gorda es y colorada, y tiene la sangre fría.
La sandía

El Señor bajo del cielo a pintar su maravilla: pintó una rosa en el suelo que por dentro tiene pelo y por fuera la costilla.
El algodón

En un bosque espeso hay muchos sujetos por el pescuezo.
El maizal

Mi nombre es de peregrino y tengo virtud notable, mas nadie dijo que hable ni que anduviese camino, y mi olor es agradable.
El romero

Verde fue mi nacimiento, amarillo mi vivir, y en una sábana blanca me lían para morir.
El tabaco

Te lo digo y te repito, pero si no lo adivinas es que no vales un pito.
El té

No porque me veas oscura, larga, flaca y encorvada, creas que soy despreciada: muchos buscan mi dulzura.
La algarroba

De altas torres caí, y al caer no me rompí.
La hoja del árbol

Soy madre e hijos no tengo; soy bosque, y a ninguno albergo
La madreselva

Adivina, adivinador ¿cuál es el fruto que no es de flor?
El higo

Yo soy el diminutivo de una fruta muy hermosa; tengo virtud provechosa, en el campo siempre vivo, y mi cabeza es vistosa.
La manzanilla

Blanca fui en mi primer flor, y verde en mi nacimiento, colorada en mi niñez y negra en mi acabamiento.
La zarzamora

Seco salí de mi casa, en el campo enverdecí, y al cabo de cinco meses seco a mi casa volví.
El arroz

Es amarillo por fuera, es amarillo por dentro, con corazón en el centro.
El melocotón

Oro parece, plata no es. Quien no lo acierte, bien tonto es.
El plátano





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SUEÑOS DE CUARENTENA


sueño 20 (11 abril del 2020)



Once de abril. TRIGÉSIMO día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, ciento cincuenta y ocho mil contagiados y dieciocho mil muertos, dicen por la radio (y aún dicen que las cifras reales duplican el número de decesos). ¡Como para no tener miedo!

En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.

Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.

En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.
    
@ Alfredo Vílchez

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SUEÑOS DE CUARENTENA

sueño 19 (10 abril del 2020)


Diez de abril. Vigésimo noveno día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, ciento cincuenta y dos mil quinientos contagiados y quince mil doscientos muertos, dicen por la radio (y aún dicen que las cifras reales duplican el número de decesos). ¡Como para no tener miedo!

En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.

Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.

En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.
 
@ Alfredo Vílchez

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SUEÑOS DE CUARENTENA

sueño 18 (09 abril del 2020)


Nueve de abril. Vigésimo octavo día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, ciento cuarenta y ocho mil doscientos contagiados y catorce mil quinientos muertos, dicen por la radio (y aún dicen que las cifras reales duplican el número de decesos). ¡Como para no tener miedo!

En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.

Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.

En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.

     Alfredo Vílchez






SUEÑOS DE CUARENTENA

sueño 17


 8 de abril. Vigésimo séptimo día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, ciento cuarenta mil quinientos contagiados y trece mil ochocientos muertos, dicen por la radio (y aún dicen que las cifras reales duplican el número de decesos). ¡Como para no tener miedo!

En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.

Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.

En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.

    @ Alfredo Vílchez



SUEÑOS DE CUARENTENA

sueño 16

Siete de abril. Vigésimo sexto día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, ciento treinta y cinco mil contagiados y trece mil muertos, dicen por la radio. ¡Como para no tener miedo!

En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.

Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.

En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.
 
@  Alfredo Vílchez




SUEÑOS DE CUARENTENA

sueño 15



Seis de abril. Vigesimo quinto día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, ciento treinta mil ochocientos contagiados y doce mil cuatrocientos muertos, dicen por la radio. ¡Como para no tener miedo!

En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.

Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.

En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.

   Alfredo Vílchez



SUEÑOS DE CUARENTENA

sueño 14


Cinco de abril. Vigésimo cuarto día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, ciento veinticuatro mil contagiados y once mil ochocientos muertos, dicen por la radio. ¡Como para no tener miedo!

En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.

Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.

En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.
     @Alfredo Vílchez


SUEÑOS DE CUARENTENA

sueño 13




Cuatro de abril. Vigésimo tercer día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, ciento diecinueve mil doscientos contagiados y once mil doscientos muertos, dicen por la radio. ¡Como para no tener miedo!

En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.

Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.

En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos. 


@Alfredo Vílchez


SUEÑOS DE CUARENTENA
sueño 12



 Tres de abril. Vigésimo segundo día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, ciento diez mil contagiados y diez mil muertos, dicen por la radio. ¡Como para no tener miedo!

En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.

Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en

leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.

En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.





@ Alfredo Vílchez







SUEÑOS DE CUARENTENA

sueño 11




2 de abril. Vigésimo primer día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, ciento dos mil contagiados y algo más de nueve mil muertos, dicen por la radio. ¡Como para no tener miedo!

En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.

Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.

En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.



@Alfredo Vílchez



Limitado por un techo sfocante,
inmerso en el turbión de una pesadilla,
se debatía en el silencio impuessto
que le iba llevando el corazón de sombras.

Su angustia le hizo salir a la ventana 
para comprobar si, al menos, 
el aire seguia siendo libre.

Y allí, 
sobre el sombrío sentimiento de dolor,
sobre el fondo oscuro del miedo,
sobre el traje negro de la muerte,
vio como una luz intensa
traía el poder del mismo sol
que hace crecer la espiga,
y dejaba la vida temblando 
en la cuna leñosa de una rama
como un vehemente grito de alegría
y una profunda ofrenda de esperanza.

@Alfredo Vilchez





SUEÑOS DE CUARENTENA
sueño 10



1 de abril. Vigésimo día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, noventa y cuatro mil cuatrocientos contagiados y ocho mil trescientos muertos, dicen por la radio. ¡Como para no tener miedo!

En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.

Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.

En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.

@ Alfredo Vílchez

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