poemas de marzo 2020


SUEÑOS DE CUARENTENA
sueño 9


Treinta y uno de marzo. Décimo noveno (o décimo nono) día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, ochenta y cinco mil contagiados y siete mil cuatrocientos muertos, dicen por la radio. ¡Como para no tener miedo!

En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.

Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.

En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.

Alfredo Vílchez


SUEÑOS DE CUARENTENA
sueño 8


 Treinta de abril. Décimo octavo día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, ochenta mil cien contagiados y seis mil ochocientos muertos, dicen por la radio. ¡Como para no tener miedo!
En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.

Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.

En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.
   @  Alfredo Vílchez







SUEÑOS DE CUARENTENA

(sueño número 7)



Treinta de abril. Décimo octavo día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, ochenta mil cien contagiados y seis mil ochocientos muertos, dicen por la radio. ¡Como para no tener miedo!

En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.

Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.

En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.
     
@Alfredo Vílchez







texto adicional al sueño número 8:

(de “La leyenda del lobo cantor”, 
de George Stone) 






El cielo eterno esperaba sobre el paisaje terso y cubierto de nieve. Esperaba en silencio. Sin respirar. Y entonces llegó, imperceptiblemente, sin un principio exacto, una música fantástica, aflautada. Extraños sonidos de sirena que se elevaban rápidamente y se arrastraban después en largas corrientes musicales que ondeaban en la noche. De pronto, una mezcla de estribillos guturales, fluidos, salpicando el coro misterioso. Resonancias en distancia y direcciones imprecisas. Como voces del tiempo. Los lobos cantaban. Escuchar el canto del lobo es tener la experiencia de una expresión sensual, singularmente conmovedora, de lo selvático. Es un sonido de calidad insuperable, que parece fantástico e inhumano, pero no irreal, porque forma parte de la esencia de la criatura lobo: de su espíritu, de su ser, de su verdad. Es un canto trascendental que tomó forma innumerables milenios antes de que se definiese el tiempo. Algo elemental. Un grito vital desde el pasado. Una revelación del Universo mismo. Sin embargo, dice la leyenda que, en cierto periodo de su historia, los lobos no cantaban.



Este es el relato de cómo perdió el lobo la libertad de su alma, y cómo la recuperó después. La leyenda dice:



El Lobo cantaba a la Montaña, que era orgullosa.
El Lobo cantaba para Todos.
Su Canto era de Amor.
A la Tierra.
A la Vida
La verdad de su Alma.
Un arroyo sin fin.
Era ya antiguo cuando vino el Hielo.
En los tiempos de Dirus, el Gran Lobo Terrible.
Quien no sienta este Amor, no puede cantar.
Y llamará maldad a la Canción.
Indigna de los lobos.
Así era Rufus.
Rufus, el lobo tirano.
El destructor.
Él y sus fieles se llevaron la Canción.
Y, durante milenios, el Cielo estuvo vacío.

Pero el arroyo siguió fluyendo, uniendo el Pasado y el Futuro.
Dirus regresó.
Su búsqueda fue larga, pero segura.
Pues el Espíritu vivía, esperando.
Liberado, resurgió su poder.
El Lobo recobró su libertad.
La Tierra toda.
El Lobo canta a la Montaña, que es orgullosa.
El Lobo canta para Todos.



UNO



Lobo trotaba confiado, exactamente por debajo de la cresta de la loma. Llevaba el morro bajo, inhalando cuentos de la tierra, mientras sus ojos observaban, como suelen hacer los canes, mirando a un lado y a otro por encima de la montura de unas gafas invisibles. Pronto se detuvo y levantó el hocico, para husmear la brisa que se rizaba sobre la colina. El olor de otros lobos era fuerte. Oleadas de excitación recorrieron su cuerpo tenso, mientras el pelo se erizaba sobre sus brazuelos y a lo largo de su espina dorsal. Reanudó su ondulada carrera entre las artemisas y se desvió para subir a un montículo rocoso de la loma. Se detuvo bruscamente al oler un lince. Era viejo. El amasijo de piedras aparecía oscuro y umbrío a la luz de las estrellas. Con un ágil salto de tres metros se plantó sobre una roca plana, en el punto más alto. Erguidas las orejas, gacho el rabo, observó las vertientes. Lobo conocía bien el país; había nacido en un cubil situado a menos de un kilómetro de distancia. Sus largas y firmes patas estaban temblando. De momento, miró por encima del hombro a la luna creciente. Después se sentó. Durante largo rato respiró profundamente, con los ojos semientornados. Pero no podía relajarse. Sus músculos estaban tensos y estremecidos. Poco a poco levantó la cabeza y echó las orejas atrás. Sus mandíbulas se abrieron ligeramente, mientras sus labios avanzaban, ahuecándose. Y, por primera vez, empezó a cantar. Grave y nerviosamente. El aire pareció inmovilizarse al elevarse su voz, y toda la consciencia de Lobo pareció verterse en su canción. Ésta conmovió su espíritu como nada lo había hecho con anterioridad. Sentíase a un tiempo ansioso y temeroso, extático y melancólico. Pero la fuerza que le impulsaba era absoluta, y se entregó a la noche. Sus largas patas subían y bajaban, rodando por riscos y barrancos, por cumbres y valles, hasta la llanura. Daban una nueva sensación a la tierra viva: una sensación poderosa, sensual, eterna. Un ratón que correteaba entre el herbazal de la quebrada se detuvo en seco y se irguió sobre las patas posteriores, temblándole el bigote. Tras jóvenes coyotes se habían desplegado en la planicie de artemisas marchando contra el viento, con la esperanza de atrapar algún conejo. Al calmarse la brisa nocturna llegó hasta ellos el canto de Lobo. Aunque apenas audible, y amortiguado por la distancia, les produjo el efecto de un rayo. Se inmovilizaron al unísono, ladeada la cabeza y levantada la pata delantera. ¡No era la llamada de un hermano! Temblaron de miedo ante lo desconocido. Un alce macho que pastaba a cinco kilómetros de distancia alzó su enorme cabeza. Escucho, inmóvil. Llenó de aire los pulmones , reflexivamente, preparando la respuesta; pero aquella voz no era de los suyos ni de otros animales conocidos. Sin embargo, y aquí estaba lo raro, había en ella algo familiar. Ciertamente no era el ladrido lastimero del coyote, ni el grito del puma. Era la expresión profunda de un alma muy distinta, de un alma muy antigua. Se volvió despacio y trotó hacia una manada próxima. No sabía exactamente por qué. Lobo fue cobrando confianza. Sostenía más tiempo cada frase, dándole mayor volumen y amplitud. Le sorprendían su propio talento y su habilidad natural. Parecía aprender de modo instintivo a cada nuevo esfuerzo, como si hubiese poseído anteriormente este virtuosismo, dormido pero no olvidado. Y, sin embargo, ¡nunca había oído cantar a un lobo! En realidad había aprendido muy pronto el desprecio universal de los suyos por una expresión tan poco inteligente, por un exhibicionismo tan indigno. En particular, por el belicoso gritería y los roncos chillidos de la raza más vulgar: los coyotes. Su voz se desgranaba sobre la pradera rica y libre. Los escalofríos que recorrían su cuerpo producían trémolos. Una sirena etérea. Las culpas y los remordimientos abandonaban su ser, porque sentía la armonía de su música con la noche. Sintió embriaguez, inspiración. Sabía que aquello era bueno, justo, logrado. Lo sabía. Y lo sentía en el fondo de su alma. Y por tal razón cantaba y cantaba. Su concentración era invulnerable a los frescos aromas del aire. Con los párpados fuertemente cerrados evocó sus visiones de Dirus, el Gran Lobo Terrible. El gigante gris cuya solitaria majestad imponía respeto y fe. Cuyas estupendas a increíbles revelaciones sólo podían ser aceptadas y creídas. Desde su primer encuentro, Lobo había sentido admiración y espanto por aquella criatura exótica y remota. Sabía que un lazo espiritual las unía. Ahora tuvo la impresión de un parentesco físico, y lo llamó con todas sus fuerzas. Anhelaba su aprobación. Y su esfuerzo fue tan desesperado que perdió el equilibrio y estuvo a punto de caerse de la roca. Abiertos de nuevo los ojos, tiesas las orejas, se dio cuenta al instante de que estaba rodeado de lobos. Mientras respiraba hondo y cruzaba su mirada con la de un joven macho que lo observaba desde abajo, otros lobos mostraron los dientes y gruñeron amenazadoramente. Lobo se irguió sobre las cuatro patas, erizados los pelos. Encorvaba la espalda en lento movimiento cuando una vieja loba le mordió desde atrás, arrancando piel y carne de una de sus ancas. Cayó despatarrado entre las piedras. Lobo era un animal grande, en la primavera de la vida, superior en fuerza física a la mayoría de sus semejantes. Volvió a ponerse en pie en el momento en que cuatro lobos lo atacaban. Revolviéndose, hizo presa en la pata delantera de la loba y la tumbó de espaldas. Amagó una embestida a su garganta, y ella dobló las patas en señal de sumisión. Otra loba y dos machos avanzaron. Lobo saltó sobre una peña elevada y los miró fijamente, mientras echaban chispas sus ojos ambarinos. Ellos se mantuvieron a distancia. Había esperado hostilidad, pero este conocimiento no lo consolaba de tener que defenderse, por primera vez en su vida, de los de su propia raza. Era algo que iba en contra de su naturaleza y que lo afligía profundamente. Lobo quería a los suyos. Asumió su actitud más imponente, hinchando el pecho, y lanzó una última llamada quejumbrosa. Parecía más triste y más personal que antes. Durante un breve instante sus atacantes vacilaron, escuchando. Hubo incluso un lobezno que se tumbó en el suelo y apoyó la cabeza entre las patas delanteras. Pero el ensalmo fue roto por un grave gruñido de la vieja loba, y dieron todos un rodeo para pillar a Lobo por la espalda. Habían llegado otros once lobos. Tendría que correr. Lobo no podría sobrevivir a una lucha con tantos adversarios. Y no quería luchar. Sólo había querido que lo escuchasen. Sabía que sus enemigos demorarían su ataque hasta que hubiese terminado su canción y se lo diese a entender. Por consiguiente, rompió su pauta, se interrumpió de pronto, y dio un salto de cinco metros hasta la base de las rocas. Corría ya en el momento de aterrizar. La fracción de segundo ganada con la sorpresa, amén de su extraordinaria velocidad y vigor, lo pondrían a salvo de sus perseguidores. Aceleró en la cresta de la loma, dirigiéndose a las faldas de los montes, saltando sobre las piedras con la agilidad de un gamo. Su gruesa pelambre gris y amarillenta lanzaba destellos a la débil luz y oscilaba sobre su nervudo cuerpo. Los otros habían quedado atrás; el más próximo estaba a veinte metros y perdía terreno. De pronto aparecieron otros dos lobos al frente, y empezaron a acelerar a sus dos lados. Lobo dio nuevo impulso a su carrera, como si tratase de adelantarlos. Pero entonces, sin reducir la velocidad, bajó la cabeza y embistió al lobo de la derecha en pleno costillar, con el impulso de sus cuarenta kilos. La madura loba cayó de bruces y se esforzó en recuperar el aliento. Lobo dio un giro de ciento ochenta grados en el aire y se lanzó sobre el segundo lobo, amagando una carga de frente. Al retroceder el otro y apercibirse para la defensa, Lobo se volvió rápidamente a un lado y corrió cuesta arriba, ahora sólo cinco metros de ventaja sobre su inmediato perseguidor. Empezaba a cansarse, pero todavía le quedaban muchas fuerzas de reserva. Cobró nuevo impulso, complaciéndose en su rapidez y su fuerza. Sus patas se estiraban horizontalmente al saltar sobre las matas de artemisa. Al llegar a la cima de la loma, donde había un amplio trecho plano, al pie de las laderas de las montañas, comprendió que ya no le perseguían. Reduciendo la carrera al trote, Lobo olió un grupo de antílopes. Giró contra el viento en su dirección, acelerando de nuevo su marcha. Era uno de esos accidentes raros y afortunados. Su acercamiento había sido tan repentino que cruzó por delante de asombrado centinela antes de que éste lanzase su primer gruido de alarma y saliese disparado. El resto de la manada apenas se había puesto en pie cuando Lobo cayó sobre ella. El espantado macho, de relucientes posaderas, se agitó confuso antes de huir hacia su izquierda. Fácilmente habría podido derribar a una de las varias hembras que allí había, pero no tenía ganas de matar. Saltó al lado del remiso antílope y le dio un mordisco en el flanco, sólo para quedar bien. Los aterrorizados animales alcanzaron muy pronto los setenta kilómetros por hora, dejando muy atrás a Lobo. Pero éste siguió corriendo, poniendo a prueba su resistencia. Estaba radiante. Nunca se había sentido tan feliz, tan liberado. Renacido. Por fin, al borde del agotamiento, se detuvo y permaneció largo rato inmóvil, jadeando. Miró las montañas. Iría a ellas y su voz levantaría ecos en los valles. Otros lobos debían conocer la alegría del canto: su herencia, la esencia de su identidad. Miró hacia el lugar de su pelea, ocho kilómetros atrás. Su propia resolución le hacía sentirse inquieto. Levantó la cabeza a las estrellas y cantó con infinito sentimiento. Éste, advirtió, era el principio de su verdadera vida.



DOS 



Era un amanecer excepcionalmente frío para primeros de otoño. Las estrellas aparecían desvaídas en el pálido gris de las primeras luces en el horizonte del Este. Lobo yacía acurrucado, protegiéndose el hocico con la poblada cola. El vaho de su respiración se deslizaba lentamente sobre sus brazuelos y quebrada arriba. Tenía los ojos cerrados, pero no dormía. Empezaba a sentir hambre y sed, y recordó a los antílopes que, en su excitación, había dejado descuidadamente atrás hacía unas pocas horas. Visitaría un arroyo, en la entrada de un cañón cercado, y después probaría fortuna en una cacería mañanera. Ojalá pudiese descansar la mayor parte del día.

Trató de eliminar la desilusión que lo carcomía, en vista del resultado de sus primeros esfuerzos, y de pensar en el futuro. Seguramente el poder de su canción contagiaría a otros lobos. Tal vez el lobezno que se había tumbado a escuchar se uniría a él... y aprendería. Pero Lobo alimentaba ciertas dudas. Se preguntaba si otros sabían, si otros lo habrían intentado. ¿Era él el primero que comulgaba con el pasado, o no era más que uno entre muchos destinados a estrellarse contra lo imposible, un inspirado pero ingenuo soñador? La herida de su muslo derecho estaba latiendo cuando llegó hasta él el penetrante olor de un oso pardo de la llanura. Lobo se puso en pie de un salto, aguzando los sentidos. ¿Dónde estaba? ¿Por dónde andaba? Trotó rígidamente hacia un punto de observación más ventajoso. El olor venía del otro lado de la colina, frente a él... El oso había cruzado más abajo. Lobo escrutó todo el panorama que alcanzaba con la vista, pero no observó ningún movimiento. Su corazón palpitaba. Aumentaba la rigidez de sus miembros. Estaba sorprendido, pero no asustado. La enorme bestia sólo era una amenaza cuando estaba cerca y lo pillaba a uno por sorpresa. Lobo retrocedió cautelosamente, cuesta abajo, hacia la entrada de la quebrada. Cerca de la base se cruzó con el rastro del oso. Era muy reciente. El olor era un tormento para su sensible olfato. Para aliviar la situación, levantó delicadamente la pata y orinó sobre una breña particularmente desagradable. Esto pareció reducir el dolor de su cadera. Se alegró de no tener que soportar él mismo un olor corporal tan repugnante, ni siquiera a cambio de una fuerza tan enorme. Pero allí había otro olor casi imperceptible. ¿Había estado el oso siguiendo a un bisonte? ¡No! El estómago de Lobo se contrajo y se estremeció de angustia al reconocer el olor visceral de un búfalo hembra recién muerto. ¡El oso pardo había estado comiendo! Ni más ni menos. Lobo cruzó rápidamente el arroyo y galopó ansiosamente, siguiendo el rastro, con la lengua colgando, ilusionado.

El bisonte muerto estaba al borde de un risco, cinco kilómetros valle arriba. Yacía sobre la espalda, torcida la cabeza, mirando hacia delante. Tenía el cráneo aplastado por un terrible golpe. Las patas de atrás pendían a ambos lados de la pelvis rota. El oso había vaciado su cavidad abdominal y comido también buena parte de un cuarto trasero. Lobo se hartó de carne, tratando de olvidar e fuerte olor del oso pardo. Ahora no tendría que preocuparse de cazar en casi una semana. Salía el sol. Un soplo de fresca brisa acarició la cara d Lobo al hacer éste una pausa. Se sentía ahíto y perezoso. Su oreja derecha giró hacia atrás. ¿Ruido de una piedras al rodar? La tierra tembló bajos sus plantas. Al volver la cabeza sus ojos registraron la imagen de una sombra enorme que se le venía encima, y su nariz se estremeció al recibir la vaharada fétida del oso. Desesperado, saltó por encima del cuerpo del bisonte, casi evitando el zarpazo de una garra gigantesca, provista de uñas de diez centímetros. La zarpa arañó un brazuelo de Lobo, lanzándolo a tres metros de altura por encima del risco. Rodó sobre la cuesta de pizarra, sin poder dominarse, hasta el llano herboso que había más abajo. El oso enfurecido, no muy bien pertrechado para una carrera cuesta abajo, se tambaleó detrás de él, rugiendo fuertemente. Lobo se levantó, ligeramente aturdido, y le alejó renqueante y con la mayor rapidez posible, valle arriba. El oso no tenía ningún motivo para seguirlo. A pesar de que debía al oso su comida gratis, Lobo no había esperado comenzar el día de tal suerte. Con dos patas heridas, no podía confiar en su rapidez para protegerse. Debía andar con cuidado y emplear la cabeza. Se prometió no volver a pararse de cara al viento, desapercibido y distraído. Do un rodeo a unas mimbreras y subió un sendero que subía en diagonal la cresta de unos montecillos bajos. Podía oler el agua que había al otro lado. Un momento después se plantó en la orilla del riachuelo. Siguiendo su costumbre, saltó a un banco en mitad de la corriente, pero su lesionada pata delantera cedió bajo su peso, haciéndole caer dolorosamente de espaldas. Le acometió un espasmo de vértigo y de náuseas, pero pasó enseguida. Rodó sobre un costado, y se quedó quieto, jadeando, tumbado en la arena. Empezaba a preguntarse si el destino se había vuelto contra él. ¿Acaso la misión que lo impulsaba con tal fuerza era pura fantasía, contraria al orden natural de las cosas? Lobo se levantó con un esfuerzo, se acercó al borde del agua y bebió, larga y pausadamente. Después, cruzó de puntillas y con remilgos una pequeña rompiente y echó a andar arroyo arriba, siguiendo la orilla. Un grajo lanzó su grito de alerta desde un álamo cercano. Lobo se detuvo a contemplar una trucha inmóvil cerca del fondo de una pequeña hoya. Una golosina que sólo había probado una vez cuando era pequeño. Lástima que la natación no le gustase tanto como a ellas. Un movimiento en el agua llamó su atención: su propio reflejo. Unos ojos almendrados y penetrantes, casi hipnóticos. Su cuerpo se relajó mientras contemplaba la imagen. Una ráfaga de viento movió las hojas de los álamos y empañó el agua. La cabeza y los brazuelos de Lobo parecieron más grandes, más macizos, más oscuros. Al menguar las ondas, permaneció la cara metamorforseada. El corazón le dio un salto: ¡Estaba mirando a los ojos del Gran Lobo Terrible! Lobo temblaba, pero no podía moverse. Había quedado paralizado, como despertando de u sueño terrorífico. No temía ningún peligro físico, sino el misterio —ruptura espiritual del tiempo que escapaba a su comprensión— y la profunda importancia e incertidumbre de su futuro. Se sintió completamente desplazado. Dirus quería saber si Lobo había cantado. Sí. ¿Había aprendido la canción que era la expresión más pura de su alma, de si vida? Sí, pero los otros no la habían aprendido. Lobo no sabía si podrían hacerlo, tan inmediata y extrema había sido su animosidad. Pensaba que había actuado bien, pero que había fracasado en su primer intento. Tal vez había sido poco hábil. Dirus estaba disgustado. ¿Acaso no había advertido a Lobo que debía estar preparado para una frustración continua, que su resolución debía ser inquebrantable? ¿No comprendía Lobo que incluso un solo éxito sería la mayor hazaña de los lobos en incontables milenios? ¿No veía que, si el espíritu recobraba su libre expresión, no volvería ya a dormirse, sino que se rejuvenecerían los instintos primigenios de su estirpe, y renacería el orgullo racial de los lobos, y quedarían restablecidas su dignidad y su nobleza? Lobo había creído comprender. Ansiaba creer. Pero su suerte parecía haberlo abandonado de pronto... ¡Y había tantas preguntas sin respuesta! Si supiese algo más estaba seguro de que se fortalecería su fe. Dirus estaba visiblemente impaciente. La superficie del agua rieló, haciendo borrosa la imponente imagen. No ¡Espera! Quiero comprender, saber. El agua se calmó, y los grandes ojos de Dirus emitieron nueva fuerza, y ésta penetró en la mente de Lobo hasta el núcleo mismo de su consciencia. Sólo podrás comprender y saber cuando tu fe sea infinita, invencible. Pero esto se lleva dentro. Yo no puedo dártelo. Si te entregas totalmente, lo encontrarás. No dejes que el mordisco de una loba o el zarpazo de un oso te desanimen. ¡Son sucesos triviales, que no tienen importancia! Por lo visto el Gran Lobo Terrible sabía todo lo que había sucedido. Lobo estaba bajo el domino del otro: sabía que Dirus tenía razón, que siempre prevalecería. Confiaba en él, pero había demasiadas cosas que no comprendía. Si el canto había sido una creación natural y universal de su raza, ¿cómo podían habérselo llevado, cómo podía haberse perdido?¿cómo había podido, un lobo cualquiera, imponer su voluntad al futuro, esterilizando el espíritu de los suyos? ¿por qué y cómo lo había hecho Rufus? Lobo tuvo que cerrar los ojos y aclarar su mente. Suspiró y esperó, perdiendo la consciencia de todo lo que le decían constantemente sus sentidos. La luz del sol producía a través de sus párpados cerrados un telón de fondo de color castaño rojizo. Después se volvió moteado y el color se concentró alrededor de muchos centros. Un punto próximo al centro aumentó de tamaño, mientras los otros se volvían más oscuros. Con animación caleidoscópica, un cuerpo animal tomó gradualmente forma. Un cachorro de lobo de color herrumbre. Otros cachorros y adultos estaban desparramados en el escenario, sentados algunos, de pie los otros. El pelirrojo parecía mucho más grande y más robusto que los demás de la camada. Lobo supo que era Rufus. Para asombro de Lobo, un macho maduro, situado a la izquierda, levantó el hocico al cielo y cantó... y su canción fue bella. Nunca había alcanzado él tanto dominio. Apretó más los párpados y escuchó atentamente. Otros varios lobos cantaron a su vez. Después, uno, dos... todos los lobeznos trataron de mular a sus mayores, en un coro de ladridos y falsetes. Todos menos uno. Rufus ladraba y aullaba, pero no cantaba. Al poco rato, el cachorro pelirrojo bajó la cabeza, echó la orejas atrás y se perdió de vista. ¡Rufus no sabía cantar! Lobo tardó unos segundos en acomodar de nuevo su visión. Dirus estaba aún con él. Lobo no sabía como debía interpretar lo que acababa de ver. Si Rufus había sido incapaz de cantar y si el canto gustaba tanto a los demás lobos ¿cómo había podido Rufus hacerlos cambiar? ¡Por la fuerza! ¡Por la violencia! Dirus se enfureció de pronto y meneó la enorme cabeza con rabia contenida. El temor de Lobo aumentó. No se atrevía a seguir inquiriendo. Todavía no podía imaginarse cómo se había podido sofocar tanta alegría, tanta libertad. Y, si había sido así ¿cómo podía él, Lobo, resucitar el pasado con sólo la persuasión y el ejemplo? ¡Porque vive dentro de ti! ¡En las almas de todos los lobos! No puede ser destruido. ¡Debes sacarlo de dentro, para que anime y enriquezca una vez más la noche y el día, el cielo y la tierra. Lobo jadeaba ahora. Podía ver su propia lengua en el agua. Dirus se había marchado. Después de cada encuentro con él, Lobo se sentía más inspirado y comprendía un poco más. Pero cuanto más se afirmaba en su determinación, más aumentaba su curiosidad. Cada vez surgían más preguntas sin respuesta. Concretamente, ¡cómo había podido Rufus privar por la fuerza a los lobos de su expresión natural, de su mayor logro? ¿Había sido su influencia realmente universal? ¿Por qué? ¿Y cómo podía haber durado tanto tiempo? ¿Cómo había vuelto Dirus de un pasado tan remoto? ¿Era Lobo el primero y único instrumento de su cruzada? ¿Por qué él? Y la interrogación más desafiadora y turbadora de todas: ¿sería capaz de realizar la enorme tarea que Dirus esperaba de él?. Pero, a pesar de su ignorancia y de sus fugaces dudas, Lobo estaba cada día más seguro de la significación de su existencia. Tenía zumbidos en el cerebro. Le dolían sus heridas. Cediendo a un súbito impulso, se lanzó a la profunda hoya y buceó hasta que sus patas delanteras se hundieron en el limo del fondo del arroyo. Se mantuvo sumergido y abrió los ojos en el agua fría. Estaba turbia y había remolinos de fango y de musgo. La trucha había desaparecido. Un poco refrescado, trepó a la orilla opuesta y sacudió vigorosamente su cuerpo, desde la cabeza hasta la cola, rociando los alrededores y terminando con una elegante sacudida de sus cuartos traseros. Después levantó la cabeza y contempló el cielo grisáceo. Dos gallipatos aleteaban enérgicamente, volando hacia los montes. Unos débiles crujidos y un golpe sordo sobre la hierba. Lobo sujetó la rana con un rápido movimiento de la pata derecha delantera y engulló el inesperado postre. Todavía se sentía lleno... y cansado, tanto mental como físicamente. Observó una cornisa en la pared del valle, delante de él, y trotó en su dirección, mientras olía inconscientemente el suelo. Al enroscarse para descansar al pie de las rocas, Lobo pensó en la noche que se avecinaba. Debía probar de nuevo su manada. Desde el monte que se erguía a su espalda, el viento traía aromas y sonidos a su nariz y a sus oídos, siempre alerta. Al rato, se quedó dormido.



SUEÑOS DE CUARENTENA
(sueño número 7)




En homenaje a quienes en los hospitales se están jugando la vida para proteger la nuestra, a quienes transportan o expenden los productos que necesitamos para nuestra alimentación o salud, a quienes realizan la indispensable tarea de recoger nuestros residuos (tantas veces olvidados), a quienes protegen la ciudad y las personas, y a la inmensa mayoría del pueblo español que está aceptando el encierro con madurez y juicio.





Veintinueve de marzo. Décimoséptimo día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, Setenta y tres mil doscientos contagiados y cinco mil novecientos ochenta muertos, dicen por la radio. ¡Como para no tener miedo!
En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.
Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.
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Alfredo Vílchez

SUEÑOS DE CUARENTENA
(sueño número 6)

… a quienes transportan o expenden los productos que necesitamos para nuestra alimentación o salud, a quienes realizan la indispensable tarea de recoger nuestros residuos (tantas veces olvidados), a quienes protegen la ciudad y las personas, y a la inmensa mayoría del pueblo español que está aceptando el encierro con madurez y juicio.

6 Veintiocho de marzo. Décimosexto día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, cincuentaiseis mil cien contagiados y cuatro mil ochocientos muertos, dicen por la radio. ¡Como para no tener miedo!

En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.
Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.
En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos. 


@ Alfredo Vílchez

En homenaje a quienes en los hospitales se están jugando la vida para proteger la nuestra, a quienes transportan o expenden los productos que necesitamos para nuestra alimentación o salud, a quienes realizan la indispensable tarea de recoger nuestros residuos (tantas veces olvidados), a quienes protegen la ciudad y las personas, y a la inmensa mayoría del pueblo español que está aceptando el encierro con madurez y juicio.


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SUEÑOS DE CUARENTENA
(sueño número 5)



En homenaje a quienes en los hospitales se están jugando la vida para proteger la nuestra, a quienes transportan o expenden los productos que necesitamos para nuestra alimentación o salud, a quienes realizan la indispensable tarea de recoger nuestros residuos (tantas veces olvidados), a quienes protegen la ciudad y las personas, y a la inmensa mayoría del pueblo español que está aceptando el encierro con madurez y juicio.


Veintisiete de marzo. Décimoquinto día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, cincuentaiseis mil cien contagiados y cuatro mil cien muertos, dicen por la radio. ¡Como para no tener miedo!
En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.
Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.
En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.

   @  Alfredo Vílchez

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SUEÑOS DE CUARENTENA
(sueño número 4)

En homenaje a quienes en los hospitales se están jugando la vida para proteger la nuestra, a quienes transportan o expenden los productos que necesitamos para nuestra alimentación o salud, a quienes realizan la indispensable tarea de recoger nuestros residuos (tantas veces olvidados), a quienes protegen la ciudad y las personas, y a la inmensa mayoría del pueblo español que está aceptando el encierro con madurez y juicio.

 Veintiseis de marzo. Décimocuarto día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, cuarenta y nueve mil cuatrocientos contagiados y tres mil cuatrocientos muertos, dicen por la radio. ¡Como para no tener miedo!
En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.
Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.
En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el env

@  Alfredo Vílchez


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SUEÑOS DE CUARENTENA
(sueño número 3)

En homenaje a quienes en los hospitales se están jugando la vida para proteger la nuestra, a quienes transportan o expenden los productos que necesitamos para nuestra alimentación o salud, a quienes realizan la indispensable tarea de recoger nuestros residuos (tantas veces olvidados), a quienes protegen la ciudad y las personas, y a la inmensa mayoría del pueblo español que está aceptando el encierro con madurez y juicio.

 Veinticinco de marzo. Decimotercer día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, treinta y nueve mil seiscientos noventa y tres  contagiados y dos mil setecientos muertos, dicen por la radio. ¡Como para no tener miedo!
En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.
Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.
En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.
 
@  Alfredo Vílchez


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SUEÑOS DE CUARENTENA
(sueño número 2)


En homenaje a quienes en los hospitales se están jugando la vida para proteger la nuestra, a quienes transportan o expenden los productos que necesitamos para nuestra alimentación o salud, a quienes protegen la ciudad y las personas, y a la inmensa mayoría del pueblo español que está aceptando el encierro con madurez y juicio.
Veintidós de marzo. Décimo día de confinamiento. El ordenador, el móvil, los oídos y la mente están llenos de avisos, informes, estadísticas, opiniones, actitudes y consejos que van llenando de pena, de angustia, de miedo. Hoy, veintiún mil quinientos afectados y mil noventa muertos, dicen por la radio. ¡Como para no tener miedo!
En estos días, la puerta de la casa se ha vuelto límite infranqueable de responsabilidad, apoyo y resguardo, y el vacío del tiempo se ha ido llenando con el plan para la nueva situación, con la reorganización del desorden siempre pospuesta y con las profundas reflexiones sobre qué somos y a qué tememos.

Pero, ya pasadas unas cuantas jornadas, quizá se hayan engrosado los muros de la vivienda con la aviesa intención de asfixiarnos, de hacernos perder la esperanza de escapar de ellos algún día, de escapar a lo que nos ronda fuera.
Por eso puede ser una buena idea soñar con espacios abiertos durante esta cuarentena. De ahí estos relatos, que se irán sucediendo en tanto tenga ánimo para transcribirlos y ustedes complacencia en leerlos. Al menos un tiempo de cada jornada será la imagen, fantasía, recuerdo o ilusión que nos traigan las buenas palabras.
En caso contrario, ya saben que es más fácil eliminar un archivo digital que tirar a la basura el envoltorio de los huevos.

   @  Alfredo Vílchez





En el caos de esta epidemia
que nadie sabe pararla,
veo las calles vacías
al mirar por la ventana.

Al ser personal de riesgo
por la edad y por las canas
no debo salir de calle,
como dicen los que mandan.

Por eso envié a mi perra
para ver qué es lo que pasa,
y me trajo una sonrisa,
que es, en sí, una esperanza.

¿Te la trajo a ti también?
Si es así, ¡Ánimo!

@Alfredo Vilchez







Cuando el hálito negro de un viento eterno
roce on sus alas tu corazón,
cuan la pesadumbre
por una dolorosa ausencia
te haga sentir espiga doblada en el vendaval,
mira más lejos,
arríba,
donde sólo tú puedes llegar contigo mismo,
donde la luz llena los rincones de tu alma
y deshace las sombras del miedo y del dolor.
Allí encontrarás la verdad,
tu verdad,
y tendrás una razón
para ignorar el infortunio,
para secar tus lágrimas,
para tener la certeza 
de que la vida sigue
y está al alcance de tu mano.
Solo tienes que dar el primer paso.

@Alfredo Vilchez


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